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Madariaga o la ocasión perdida del centrismo español


El nuevo libro de María Isabel Cintas podría considerarse como un epílogo de su arduo trabajo de investigación sobre la obra de Chaves Nogales (no olvidemos que ella es la verdadera artífice de ese magistral rescate), pues se compone de una serie de 62 artículos, escritos por el político coruñés, en perfecta sintonía con el periodista sevillano. De esos artículos, 18 son rigurosamente inéditos y fueron redactados ya en el exilio, al término de la Guerra Civil. Ello confiere al conjunto un valor extraordinario, a resultas del amargo análisis que ambos activistas hicieron del desastre final, como dos auténticos náufragos de la República, en una Europa que consumó la más negra traición a los demócratas españoles. (Machado, en un artículo de La Vanguardia de 3 de mayo de 1938, refiriéndose a esto mismo dice: “Ya es voz unánime de la conciencia universal que el pacto de no intervención en España constituye una de las más grandes iniquidades de la historia”.)

Todavía en los últimos artículos de Madariaga late la esperanza del que fuera eminente profesor de Oxford, representante de España en la Sociedad de Naciones, embajador y dos veces ministro en los gobiernos de Alejandro Lerroux; la esperanza en una intervención de los aliados, vencedores de la II Guerra Mundial, sobre aquel estrambote residual de fascismo que quedaba en esta esquina del mundo. En uno de esos escritos, Madariaga llama a Franco “el Führer de la Falange”. Pero no sirvió de nada.

Claro que el mayor desengaño de este liberal reformista y europeísta fue el de la absoluta inviabilidad del centrismo en la política española. Algo que, por cierto, proyecta ecos paradójicos sobre la situación actual, que Cintas explora en una excelente Introducción. (También el prólogo de Javier Solana aporta valiosos datos.) Por todo eso, quizás sea esta la lectura principal del libro: de cómo la política de centro no ha pasado nunca de ser una ilusión, en este país desquiciado por los radicalismos. El propio Madariaga, cuando intenta hacer un inventario de los partidos y los políticos que pudieran acompañarle en su solitaria andadura, acaba desistiendo. Pues es obvio que ni su admirado Lerroux podía representar más que una política oportunista que acabaría favoreciendo a la más dura derecha de Gil Robles −que desmontó la República desde dentro−, ni algún otro político sinceramente reformista, como el también sevillano Manuel Giménez Fernández, pudieron llevar a cabo la más mínima transformación del caciquismo. (Aquí creo que cabe un excurso relevante: Giménez Fernández fue todavía profesor de Felipe González en la Facultad de Derecho de Sevilla, años sesenta, y se les veía departir, al margen de las clases. Ya que no ideológica, alguna huella, por lo menos en el sentido liberal de la tolerancia y el diálogo, dejó el catedrático en el político en ciernes, que siempre se refería a “Don Manuel” con respeto. Por cierto, María Isabel Cintas, entonces miembro activo del grupo socialista en la Facultad de Filosofía y Letras, conoció de cerca esa relación.)

Otras lecturas son posibles, y alguna más de calado, como cuando Madariaga, que era ferviente anglicista, afirma que en España no había una verdadera burguesía, como la británica, y se queja de que los partidos de izquierda atacaran a lo poco que existía de ese necesario fermento de la democracia liberal. (Ese artículo es del 12 de julio de 1936, vísperas del horror.) También creo que cabe una reflexión más amplia acerca de ese extraño mal que padece nuestra política, la de su incapacidad para articular, si no un partido de centro, al menos unos acuerdos bilaterales que pudieran satisfacer a un amplio espectro de ciudadanos que se reivindican de ese signo, y con ellos formar una mayoría social estable. Abundan reclamos de ese tenor, pero resulta altamente sospechoso que siempre se digan de centro los partidos de derecha, en pura retórica. Más aún, cuando alguno nuevo se encuentra con la oportunidad de manejar el centro, caso del actual Ciudadanos, sale despavorido de esa zona templada, para engrosar absurdamente el pelotón de la derecha. ¿Por qué? Esa es la pregunta, a cuya respuesta puede ayudar también la lectura de este muy oportuno libro.

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