Es difícil encontrar un madrileño en Madrid. Los datos de su ayuntamiento dicen que solo la mitad de sus pobladores actuales son nacidos aquí. Y, teniendo en cuenta que en 1984 la ciudad ya tenía, según las mismas fuentes, más inmigrantes e hijos de inmigrantes que autóctonos, es posible que el madrileño de casta sea ya solo una idea. Montoyita, Ángel Gabarre y Juañares, que anoche ofrecieron un magistral recital de flamenco en el Centro Cultural Pilar Miró de Vallecas (medio aforo: unas 100 personas), son ejemplos de madrileños medios. Los dos primeros nacieron en Madrid, el tercero lleva allí más de 30 años. En los tres casos, la parte fundamental de su formación profesional ha tenido lugar en Madrid.
No son excepción: fue en Madrid donde el flamenco se conformó como género o, lo que es lo mismo, donde un grupo de músicos, mediante un contacto regular, intercambios y noches de pánico escénico compartido, tratando de ganarse la vida en la ciudad donde hay más posibilidades para ello, hace ya algo más de un siglo destilaron, a partir de las músicas que había, un conjunto de formas que alcanzaron relativa autonomía. Madrid era donde los cantaores se podían hacer largos, donde un sevillano escuchaba a un malagueño, un jerezano a un levantino e incluso un jerezano a otro. Madrid fue, sigue siendo, la capital de la escucha. Y Gabarre, Juañares y Montoyita son producto refinado de ese Madrid.
Pocas son las guitarras que, como la de Montoyita, sean capaces de acompañar al cante con tanto matiz, tan ajustadamente y sin eclipsar a la vez que enriqueciéndolo armónicamente de una manera tan inusitada. Cuando se le escucha, se entiende lo mucho que la música de Enrique Morente, a quién acompañó a lo largo de su carrera, está en deuda con su guitarra. Ángel Gabarre fue otro de esos fieles escuderos madrileños de Morente. Ya no solo como palmero, sino compartiendo cante, rondas de tonás, ramilletes de bulerías… y sin quedarse atrás. Morente, bajo cuyo ascendente pivotó la velada, tenía el talento y la generosidad para acercarse a músicos que le enriquecían sin miedo a que le pudieran hacer sombra y sin mirar si tenían pedigrí bético o gitano. Poco le importaba. La música estaba por encima.
El tercero de la noche, Juañares, nacido, como tantos madrileños, en Jerez y ligado a sus principales familias cantoras, se ha desarrollado como profesional en el netamente madrileño ambiente de los tablaos, lugares muy devaluados —con razón— pero fundamentales en la construcción formal, difusión y, sobre todo, dignificación laboral del flamenco, espacios por los que pasaron todas los grandes figuras de los setenta y ochenta y en los que, todavía hoy, muy de cuando en cuando, se encuentran maestros como Gabarre o Juañares (cuyo vínculo viene, precisamente, de haber compartido en ellos muchas noches). Sin las innumerables horas de prueba-error, de tanteo, que permitía la cotidianidad de un tablao, el flamenco no sería como lo conocemos. Fue el heredero del café cantante, con sus horrores y bondades.
Una mesa con cuatro sillas, dos focos de luz cenital y un acorde de sintetizador en pedal con la voz grabada de Enrique Morente repitiendo un “ohm” a compás de seguiriyas, rememorando el inicio del disco Omega. Comienza una ronda de tonás. Primero Juañares, luego Gabarre (esquema que se repitió en todo el recital, en el que ambos se alternaron los tercios escrupulosamente). Dos tercios alternos de martinetes y un cierre al alimón que también recordaba aquellos collages de cante antiguo superpuesto de Omega.
Siguieron unos aires de bulería por soleá en las que encabalgaron unas bamberas y unas soleares del Zurraque. Luego malagueñas (de Chacón, la Peñaranda, el Maestro Ojana y de nuevo Chacón) rematadas con unos abandolaos a los que Montoyita aportó un aire sincopado como de samba, para desesperación de Popo, encargado anoche de la percusión. Cantiñas recordando, entre otros, algunos estilos que popularizara la Niña de los Peines. Unas bulerías de Cádiz, inconclusas al romperse una cuerda de la sonanta de Montoyita.
Los cantaores no quisieron esperar: arrancaron un ramillete de bulerías jerezanas al compás en las que, liberados de la altura de la guitarra, pudieron ajustar el tono a conveniencia en cada tercio, luciendo como hasta entonces no habían hecho. Solo de Montoyita: la rondeña de Ramón Montoya. Turno para los tarantos, rematados por tangos. Durante todo el recital, Gabarre entra cuando quiere a los tercios, a veces espera la vuelta, a veces casi hilado con Juañares. Su dominio del tiempo es magistral. Se retira Popo y llegan unas seguiriyas: tres tercios jerezanos, uno trianero y de nuevo un final en paralelo. Acaba el recital con unas soleares con estilos de Alcalá.
“Hacemos más letras que Lorca”
Son tres maestros. Su conocimiento de letras ya no tiene parangón (“¡hacemos más letras que Lorca!”, espetó Juañares), su saber a la hora de decir el cante, el control de los tempos, el compás, escasamente ya si lo tiene. Tras tantas noches, no siempre la voz sale con la misma frescura, pero eso no merma lo denso de sus ejecuciones.
El Madrid de estos tres es el Madrid de Morente, Menese y Camarón, de Sordera, la Perla y Bambino; de Matrona, Romero, Bernardo y Chaqueta. Un Madrid que saca a la luz las grietas de eso que Vázquez Montalbán llamaba en los setenta “la Operación Madrid”, acometida por el franquismo para borrar el “Madrid, capital de la resistencia”. Era la construcción de la España centralista, del Madrid que es España dentro de España, o sea, del Madrid de la democracia orgánica, un Madrid castizo… un Madrid idealizado, construido desde arriba y de espaldas al Madrid existente, que no era el Madrid del emprendimiento, sino el de la última oportunidad, tampoco es el de los chulapos (en Madrid el folclore resbala) ni el de “Camarón de la Castellana, el Beni de Pozuelo o la Paquera del Barrio de Salamanca”, sino el de Camarón de Orcasitas, el Beni de Villaverde o la Paquera de San Cristóbal de los Ángeles.
Efectivamente, la Operación Madrid ha sido en gran parte un éxito, pero gracias tanto a los que lo cultivan —sus alcaldes y presidentes— como a los que, aun sabiendo que es una construcción falsa, saben sacarle rédito político. Por ceñirnos al caso del flamenco: un nuevo rebufo de andalucismo ya ni siquiera guiado por el fisiocratismo de un Blas Infante sino, más bien, promovido por Cruzcampo; por cierto, la empresa que hasta 1991 fuera de los Osborne, ejemplo platónico del señorito andaluz.
Menos mal que hay gabarres, montoyitas y juañares que, de cuando en cuando, muestran las grietas de la Operación Madrid mostrando que la tierra ofende al trabajo.
Inicia sesión para seguir leyendo
Sólo con tener una cuenta ya puedes leer este artículo, es gratis
Gracias por leer EL PAÍS
Source link