El expresidente iraní Mahmud Ahmadineyad se ha inscrito este miércoles como candidato para las elecciones del próximo 18 de junio. Ahmadineyad ya intentó volver a la jefatura del Gobierno de Irán en los comicios de 2017, pero fue vetado por el líder supremo, el ayatolá Ali Jamenei. Aunque no está claro que su relación con la máxima autoridad política y religiosa del país haya mejorado, el régimen necesita un revulsivo para movilizar a una población desencantada y el político populista todavía tiene seguidores entre los más desfavorecidos.
“La gente debería participar en el proceso de toma de decisiones de Irán … Todos debemos prepararnos para una reforma fundamental”, declaraba Ahmadineyad tras entregar la documentación en el registro electoral, según la agencia Reuters.
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Llama la atención que un político conocido por sus posturas ultraconservadoras (principalistas, en la terminología iraní) vuelva a la escena pública hablando de la necesidad de reforma. Claro que Ahmadineyad lleva algún tiempo tratando de reinventarse. “¿Por qué hay gente que espera que sea el mismo que hace diez años? Nadie debería seguir siendo igual incluso después de dos días”, defendió recientemente durante una entrevista con el Club de Periodistas Jóvenes de Irán, un portal de noticias afiliado a la televisión estatal.
Ahmadineyad, de 64 años, concluyó su segundo mandato presidencial en el verano de 2013 (la ley iraní no permite un tercero consecutivo) con un legado tan controvertido como su figura. En 2005, su aspecto de hombre corriente y su promesa de llevar comida a las mesas de los iraníes le granjearon el triunfo sobre uno de los políticos más veteranos y astutos de la revolución islámica, el ayatolá Ali Akbar Hachemi Rafsanyani. Ocho años más tarde, el único presidente seglar que ha tenido Irán desde 1981, se iba dejando una economía en estado catastrófico, una penosa imagen exterior de su país y enemistado tanto con el estamento clerical como con los liberales.
Programa nuclear
Su actitud desafiante, e incluso provocadora, ante los intentos de la comunidad internacional de frenar el programa nuclear secreto descubierto a principios de siglo alentó la imposición de sanciones. Sus declaraciones, como negar que en Irán hubiera homosexuales o defender que Israel terminaría por desaparecer del mapa, escandalizaron tanto dentro como fuera del país. Pero fue la brutal represión de las protestas que desataron su reelección en 2009 (con decenas de muertos y cientos de detenidos) lo que agudizó la polarización de un país que no había terminado de cicatrizar la fractura de la revolución de 1979.
Aunque entonces contó con el apoyo de Jamenei (y de la Guardia Revolucionaria que sustenta el sistema islámico), sus críticas y sus salidas de tono erosionaron esa relación. De ahí que cuando hace cuatro años Ahmadineyad pidió permiso al ayatolá para volver a presentarse a las presidenciales, este le dijera que no convenía a los intereses del país. Aun así, se inscribió como candidato y, como era previsible, el Consejo de Guardianes, que supervisa los asuntos electorales y está controlado por el líder supremo, le excluyó. No está claro si ahora tiene el visto bueno de la máxima autoridad iraní.
Tampoco hasta qué punto ha cambiado Ahmadineyad. Tras aquel rechazo, el expresidente escribió una carta a Jamenei en la que pedía “reformas fundamentales” en los tres poderes, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, así como en la Oficina del Líder Supremo. También reclamaba elecciones “libres y justas”. Desde entonces, ha criticado el trabajo de algunos organismos bajo la supervisión del líder, como la radiotelevisión estatal o ciertas instituciones financieras. Incluso parece haber reducido su hostilidad hacia Estados Unidos y se muestra partidario de mejorar las relaciones entre ambos países. Esa actitud, en el límite de lo tolerable por el régimen, puede ser su baza.
Sanciones económicas
Para la alianza de clérigos y militares que dirige Irán, las elecciones siempre han sido una prueba de legitimidad. Les importa más la participación que el resultado, precocinado de antemano en la selección de candidatos. Elección tras elección, los iraníes han apoyado a aquellos que prometían reformas para ver cómo estas eran sistemáticamente bloqueadas por los poderes fácticos. Al hartazgo con el statu quo, se suman ahora el daño de las sanciones económicas que EE UU reinstauró cuando abandonó el acuerdo nuclear hace tres años y el impacto de la pandemia. Los gobernantes necesitan movilizar a un electorado apático.
“Si le dejan presentarse, gana seguro”, confía un empresario iraní en Dubái convencido de su popularidad entre los iraníes más pobres y menos educados.
A pesar de las muestras de apoyo que ha recibido de sus simpatizantes en los últimos meses, otros observadores, no lo ven tan claro. Los sectores más radicales han expresado su apoyo a la eventual candidatura del jefe del Poder Judicial, Ebrahim Raisí. Varios aspirantes, incluidos algunos ex miembros de la Guardia Revolucionaria, han asegurado que se retirarían en su favor para evitar dividir el voto conservador. En 2017, Raisí, a quien se atribuye la ambición de suceder algún día al líder supremo, se enfrentó sin éxito al actual presidente, Hasan Rohaní, que no puede concurrir a la reelección al concluir su segundo mandato.
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