Quizá la presidencia de Joe Biden sea el paréntesis. Su victoria en 2020 se interpretó como una vuelta a la racionalidad política, tras años de predominio discursivo del populismo identitario. El epicentro era Donald Trump, pero las ramificaciones se extendían al Reino Unido del Brexit, al Brasil de Jair Bolsonaro, a la Hungría de Viktor Orbán o a la India de Narendra Modi. En 2024, las consecuencias de la pandemia y la polarización social y política condicionarán las elecciones presidenciales. Y las costuras del orden posamericano, de la democracia liberal y de la globalización seguirán tensionadas.
El estado del Partido Republicano simboliza a la perfección la divergencia entre una mirada cortoplacista y las consecuencias estructurales que acarrearía el regreso de Trump a la Casa Blanca. Las bases del partido se sienten atraídas por el universo Trump, y el liderazgo republicano tampoco se esfuerza en superar la narrativa del robo electoral en las presidenciales de 2020. Dos tercios de los simpatizantes republicanos quieren que Trump siga siendo una figura política destacada. Un 53% lo considera el “verdadero presidente”, y figuras centrales del partido catalogan a los demócratas como usurpadores ilegítimos del poder.
Solo unos pocos congresistas republicanos reprobaron el asalto al Capitolio. Y solo una minoría (9 de 221) apoyaron en la Cámara de Representantes las acusaciones de desacato del exasesor Steve Bannon. Con la mirada puesta en las midterm de 2022 y las presidenciales dos años después, cuesta dilucidar si son solamente las bases republicanas quienes prefieren el retorno de Trump o si, en cambio, es la estrategia del partido la que favorece el cisma político americano.
En el corto plazo, las contiendas electorales están demasiado cerca y la alternativa a Trump es una quimera. Pero esta estrategia condiciona, en el largo plazo, el estatus del partido republicano como partido de orden, y la posición de EE UU como democracia modélica. También refugiarse en la base electoral de Trump (hombre blanco, mayor, religioso, con bajo nivel educativo y que vive en pequeñas ciudades o en el mundo rural) contrasta con la creciente diversidad del votante americano. Tras los hechos del Capitolio y la negativa de muchos republicanos a condenarlos, la tesis de Robert Kagan gana enteros: la lealtad a Trump está por encima de la ideología y el movimiento del expresidente controla hoy el partido con el propósito de apropiarse definitivamente mañana de las instituciones del país.
Las posibilidades de crisis constitucional aumentan, y la sociedad americana ahonda su fractura. Un 56% considera que su democracia está siendo atacada. La polarización existe y los líderes como Trump surfean la ola mejor que nadie. La pregunta, sin embargo, sigue estando ahí: ¿genera la polarización una radicalización de los votantes? ¿O son las estrategias cortoplacistas de los partidos las que fomentan una mayor polarización?
Pol Morillas es director del CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs)
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