Mantener el equilibrio del triángulo energético es clave para alcanzar el cero neto


Desde la reunión del G-20 en Roma hasta la cumbre COP26 de Glasgow, el debate mundial sobre la energía y el clima revela una verdad fundamental: todos quieren salvar el planeta, pero nadie desea una factura energética más alta para su país.

En la Declaración de Roma, los líderes del G-20 subrayaron su compromiso de garantizar “una transición justa y ordenada de nuestros sistemas energéticos que garantice la asequibilidad, incluso para los hogares y las empresas más vulnerables”. Durante la cumbre de Glasgow, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha sido incluso más claro, y ha señalado la necesidad de presionar a la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y a Rusia “para que bombeen más petróleo” a fin de contener la subida mundial de los precios de la energía.

Por irónicas que parezcan, estas posiciones —pedir más producción de petróleo y gas a la par que se promete mayor ambición climática— no deberían sorprendernos.

La energía es una cuestión compleja. Detrás de actos cotidianos tan sencillos como encender la luz o repostar en la gasolinera hay elaboradas tecnologías y enormes infraestructuras que, a menudo, conectan países lejanos, cuando no incluso continentes diferentes. Para extraer, procesar, transportar y distribuir fuentes de energía tradicionales como el petróleo y el gas, se requieren numerosos pasos técnicos, del mismo modo que se requieren para aprovechar la energía del sol, el viento o el agua y distribuirla a nuestros hogares, nuestras industrias o nuestros coches.

La gobernanza de la energía no es menos complicada que sus aspectos técnicos. La energía es la savia que mantiene con vida a nuestras sociedades actuales y los gobiernos han desempeñado tradicionalmente un papel importante en el sector movidos por diferentes objetivos, como garantizar a la ciudadanía un suministro de energía fiable y asequible.

La naturaleza multifacética de la política energética se puede esquematizar en un triángulo cuyos vértices son la seguridad, la competitividad y la sostenibilidad.

La seguridad energética se refiere a la disponibilidad ininterrumpida de energía. Este aspecto tiene trascendencia a largo y a corto plazo. La seguridad energética a largo plazo tiene que ver con que se hagan las inversiones oportunas para suministrar energía de acuerdo con las necesidades de la sociedad. La seguridad a corto plazo se centra en la capacidad del sistema energético de reaccionar rápidamente ante los cambios repentinos en el equilibrio entre la oferta y la demanda. Dado que la energía es vital para el funcionamiento de nuestras sociedades, la seguridad energética representa una prioridad absoluta para cualquier gobierno del mundo.

La competitividad hace referencia a unos precios asequibles tanto para los hogares como para las empresas, así como en el plano internacional. Puesto que la no competitividad en el sector energético puede empujar a parte de la población a la pobreza energética y socavar la capacidad de la economía y la industria de un país, también representa una prioridad clave para los gobiernos.

La sostenibilidad tiene que ver con la reducción —o, en una situación ideal, la mitigación total— de los efectos perjudiciales de la prospección, la producción y el consumo para el clima y el medio ambiente. La quema de combustibles fósiles, que hoy en día siguen representando el 80% de la mezcla energética mundial, es el factor que más contribuye al cambio climático, así como a la contaminación del aire y a otros problemas ambientales. Los gobiernos han empezado a prestar cada vez mayor atención a este tema, como muestra la oleada de compromisos con la neutralidad climática durante los últimos años.

En un mundo ideal, estos tres componentes mantendrían un equilibrio perfecto, y los países serían capaces de ofrecer a sus ciudadanos un sistema energético seguro, competitivo en cuanto a sus costes, y sostenible desde el punto de vista ecológico. Pero, en realidad, compensar los tres es difícil, y los gobiernos tienen que tomar decisiones políticas que pueden favorecer —al menos temporalmente— a uno o dos elementos sobre los demás.

La aplicación de políticas energéticas que atiendan simultáneamente a los tres objetivos se puede considerar uno de los retos más formidables a los que se enfrentan los gobiernos del siglo XXI, sobre todo dada la necesidad acuciante de reforzar la acción frente a la amenaza del cambio climático para la vida.

También es urgente porque, como muestra a todas luces la actual crisis energética mundial, si el equilibrio se rompe por un factor externo, a la hora de recuperarlo, la seguridad y la competitividad prevalecerán siempre sobre la sostenibilidad.

Simone Tagliapietra es investigador del Instituto Bruegel, Bruselas.

Traducción de News Clips.

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