EL PAÍS

Manual de rusofobia

Cartas de Rusia fue un best-seller del siglo XIX, escrito de tapadillo durante un viaje en 1839, como diario en forma epistolar y, por tanto, obra de un corresponsal. Contiene incluso una entrevista memorable, con el zar Nicolás I, pero destaca la osadía con que penetra en la psicología del país en los escasos tres meses del periplo. El marqués de Custine, su autor, fue pionero en convertir una breve experiencia en un libro y sufrió por ello la venganza de la crítica, en buena parte financiada y animada desde la corte del zar. “Los rusos dirán: ‘Tres meses de viaje y muy mala vista’. Y es verdad, no tengo buena vista, pero he acertado”, escribió.

No falta ninguno de los peores tópicos sobre el carácter y el pasado de Rusia —ni tampoco hace falta enumerarlos aquí—, pero la historia posterior ha sido generosa con la terrible descripción del país de hace casi dos siglos. Según George Kennan, buen conocedor del país y el más destacado diplomático de la Guerra Fría, “no es un muy buen libro sobre la Rusia de 1839, pero es sin duda excelente, quizás el mejor de todos, sobre la Rusia de Stalin, y nada malo sobre la de Breznev y Kossiguin”. Leído ahora, cuando Vladímir Putin ha recuperado el espíritu imperial y el estilo autocrático, tanto de los zares como del propio Stalin, se comprueba cómo se ha prolongado el acierto de su premonición.

A pesar de su aparente precipitación o superficialidad, sus reflexiones sobre aquel régimen autocrático y feudal, en el que el zar es una divinidad, donde hay siervos todavía y está instalado el miedo a la policía y a la mazmorra, argumentan la idea de continuidad entre los tres avatares de una nación imperial que jamás ha conocido la democracia, ni siquiera entre febrero y octubre de 1917. Custine en mano (hay edición española de El Acantilado, 2019), corroboramos la línea ininterrumpida desde el zarismo, pasando por el comunismo soviético, hasta la agresiva autocracia imperial de hoy, policial, extremista y reaccionaria. Como les sucedió a tantos izquierdistas con su turismo revolucionario a la Unión Soviética, el aristócrata absolutista que era Astolphe de Custine confiesa que fue a Rusia “para buscar argumentos contra el gobierno representativo”, pero regresó “partidario de las constituciones”.

“Solo Dios y los rusos saben si el desfile es un placer. El gusto por las paradas militares llega en Rusia hasta la manía”, escribe solo desembarcar en Petersburgo ante una disparatada exhibición de la flota rusa en el golfo de Finlandia. El marqués tropieza con el desfile naval de “la inútil marina de Nicolás I”, una colección de costosos buques que solo pueden navegar en verano para satisfacer las caprichosas pretensiones imperiales, calificadas por el viajero de pueriles y monstruosas y solo posibles bajo una tiranía “capaz de ordenar sacrificios inmensos para no sacar nada”. Pocas lecturas como las Cartas de Rusia ayudan a comprender para qué sirve el espectáculo militarista que hemos presenciado esta mañana en las imágenes llegadas desde la Plaza Roja de Moscú.

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