A las tres de la tarde, Winston Churchill se dirigió a la nación a través de la radio. Era el 8 de mayo de 1945, V-Day, Victory in Europe Day, el día de la victoria. El gentío desbordó las calles y Londres vibró eufórico. Las campanas de las iglesias repicaron arrebatadas. Las sirenas de los remolcadores del Támesis bramaban con estruendo. En la catedral de San Pablo hubo 10 servicios religiosos consecutivos para dar gracias por la paz y rezar por los caídos. El rey Jorge VI y la familia real saludaron desde el balcón del palacio de Buckingham. Ocho veces tuvieron que salir, reclamados por la muchedumbre eufórica. Los pubs permanecieron abiertos hasta la madrugada, sin restricciones para servir cerveza.
Cuando mi protagonista Sira Quiroga se instala en Londres en enero de 1947, aquel júbilo generado por el fin de la II Guerra Mundial se ha desvanecido, y la realidad muestra los colmillos con crudeza. La resaca de la contienda es tremebunda. El país está arruinado y exhausto. Hay escasez de todo: vivienda y alimentos, materiales de construcción, carbón, ropa. El nuevo gobierno laborista de Clement Attlee saca las uñas con esfuerzo; Churchill está ya fuera del tablero. Las repercusiones del conflicto demandan nuevos sacrificios, y el impacto social, moral, político y económico durará décadas.
Tras una estancia en Palestina bajo mandato británico, junto a su pequeño hijo, Víctor, Sira se aloja en la residencia de Olivia Bonnard —su suegra— en The Boltons. Pese al empaque de la vivienda y su exclusiva ubicación en The Royal Borough of Kensington and Chelsea, allí sufren las mismas restricciones que el resto de los compatriotas. Frío y luz escasa. Pan gris y cupones de racionamiento.
El panorama que presento en mi novela es riguroso gracias a la información proporcionada por trabajos como Austerity Britain 1945-51, de David Kynaston (Bloomsbury, 2007). Aquel invierno de 1947 pasaría a las crónicas como uno de los más atroces del siglo. La nieve bloqueó carreteras y vías de ferrocarril, impidiendo el reparto de carbón y víveres. Los cortes en los suministros de fuel y electricidad —recién nacionalizados— eran constantes, afectando a fábricas, oficinas y hogares. Las páginas de los periódicos y las horas de emisión radiofónica quedaron limitadas a mínimos. Aun así, la BBC se esforzó para no interrumpir sus retransmisiones, tal como llevaba haciendo desde su nacimiento en la década de los veinte. Instalada en Broadcasting House, entre Regents Park y Oxford Street, a su icónico edificio art déco acudirá Sira en varios capítulos.
En el momento del estallido de la guerra, la British Broadcasting Corporation emitía a través de onda corta en siete idiomas además del inglés: afrikáans, árabe, francés, alemán, italiano, portugués y español, con programas independientes para la península Ibérica y América Latina en estas dos últimas lenguas. Lo que en un principio nació como el Empire Service con el objetivo de llegar a las colonias de ultramar había expandido su alcance a naciones extranjeras y pasó a denominarse en 1939 BBC Overseas Service. Se acercaban tiempos duros y había que contrarrestar la propaganda radiofónica internacional que ya ejercían nazis e italianos.
Al término de la contienda se superaban los 45 idiomas, y sus retransmisiones a través de la Europa ocupada y del mundo entero habían convertido a la BBC en la más prestigiosa empresa de radiodifusión del planeta, con un gigantesco despliegue de capacidades técnicas, recursos humanos e intereses estratégicos. Un servicio público destinado a proporcionar información rigurosa, divulgación y entretenimiento. Todo afín al Reino Unido y su imperio.
Tantos eran los tentáculos y las lenguas, y tan cuantioso y cosmopolita el personal contratado, que se optó por ubicar el Overseas Service —más tarde denominado World Service— en Bush House, el edificio de The Strand donde los quehaceres extranjeros se ubicaron hasta 2012. En ese emplazamiento encontraremos también a Sira; allí visitará despachos y estudios, y se implicará en proyectos.
La mayoría de las naciones destinatarias acogieron de forma grata las emisiones de la BBC en sus propias lenguas. Alguna, sin embargo, se mostró reacia. Como España, por ejemplo. La posición del régimen franquista durante la guerra mundial en favor del Eje generó una tajante reacción de rechazo oficial hacia la BBC, con intromisiones e interferencias constantes a fin de minimizar su impacto. Pese a las zancadillas, y con el objetivo de ayudar a mantener la neutralidad de España, las retransmisiones dirigidas a nuestro país no cesaron en ningún momento. De la crudeza con que los británicos fueron tratados en el Madrid de nuestra primera posguerra da cuenta detallada Jimmy Burns Marañón en su libro Papá espía (Debate, 2010), donde relata las experiencias de su propio padre como agregado de prensa de la Embajada británica. Y precisamente con él, Tom Burns, se reencontrará Sira a su regreso a Madrid, en el hoy desaparecido salón de té Embassy.
Frente a sus micrófonos, la BBC contaba para sus servicios en español con un buen número de republicanos exiliados en el Reino Unido, en su mayoría intelectuales o profesionales de prestigio. El escritor y periodista Rafael Martínez Nadal, con el seudónimo de Antonio Torres, fue contratado en plantilla para comandar La Voz de Londres. A él se sumaron docenas de colaboradores; entre ellos estuvieron el diplomático y académico Salvador de Madariaga, Alberto Jiménez Fraud —director de la Residencia de Estudiantes—, Luis Araquistain —escritor y político—, el catedrático y filósofo José Castillejo, el poeta Luis Cernuda, el coronel Segismundo Casado, o Wenceslao Carrillo —sindicalista y padre de Santiago Carrillo—. Fueron asimismo populares entre la audiencia las voces de Esteban Salazar Chapela —autor de Perico en Londres (reeditado por Renacimiento en 2019)— y el padre Onaindía, un jesuita nacionalista vasco que, según las ocasiones, se presentaba ante sus oyentes como Father Brown, Father Zuloaga o James Masterton.
El uso de un seudónimo no era caprichoso, ni mucho menos. Tanto el Foreign Office como el embajador español Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba, vigilaban con ojo atento la nómina de speakers para que estos no resultaran lesivos contra Franco. Aquéllos con un pasado político controvertido en la guerra civil española quedaban excluidos; la propia Sira creerá ser víctima de esta censura en un episodio de la novela.
Ante la duda, para prevenir rechazos o por proteger ellos mismos a sus familias en España, algunos exiliados quedaron asignados al Servicio Latinoamericano. Tal fue el caso de Arturo Barea, quizá el más prolífico y célebre entre los exiliados españoles volcados en aquellas aventuras radiofónicas. Bajo el seudónimo de Juan de Castilla grabó casi 900 charlas; todas, por desgracia, se acabaron destruyendo. Cuando la corporación lo envió a una gira promocional de dos meses por Argentina, Uruguay y Chile, fue aclamado y agasajado como una gran celebridad por sus fervorosos oyentes. Otros nombres españoles con significación propia en las emisiones para América Latina antes, durante o después de la guerra mundial fueron el periodista y escritor Manuel Chaves Nogales, Luis Portillo —profesor de Derecho Civil y padre del futuro ministro conservador Michael Portillo— y Alberto Palaus, que en años posteriores acabó dirigiendo el servicio transoceánico.
Entre las voces que llegaban a España hubo también algunas mujeres, como Nieves Mathews, su hermana Isabel de Madariaga o Natalia Cossío. Aunque es difícil conocer el contingente al completo, una amplia recopilación de colaboradores puede encontrarse en la obra de Luis Monferrer Catalán Odisea en Albión. Los republicanos españoles en Gran Bretaña 1936-1977 (Ediciones La Torre, 2007). Tras la derrota del bando republicano en la Guerra Civil, la opción de volver a España se volvió turbia y la vida no resultó fácil para la mayoría de aquellos ilustres expatriados: desprovistos de sus cátedras, cargos y despachos, sin prestigio ni responsabilidades ni apenas funciones, a menudo subsistieron con estrecheces hasta el punto, en algunos casos reales, de verse obligados a cavar trincheras o a remendar con sus propias manos los zapatos de sus hijos.
Pese a todo, proyectaron su voz con entusiasmo. “Estación de Londres de la BBC emitiendo para España…”, así arrancaba la programación. Dentro de ellas había charlas sobre cuestiones de actualidad, pensamiento, táctica militar, historia, literatura o arte, conciertos, teatro y programas de variedades. En España, frente a los receptores patrios y a pesar de los obstáculos, contaban con la atención fiel de varios cientos de miles de oyentes, en su mayoría miembros de las clases urbanas medias y acomodadas. Como el padre de Sira, Gonzalo Alvarado —ingeniero y monárquico—, hará en la novela.
Entre sus idas y venidas por ese Londres de 1947, entre encuentros en The Dorchester, caminatas por Fulham Road y almuerzos en el célebre restaurante Martínez —a un paso de Piccadilly—, Sira conocerá a muchos de esos expatriados en una exposición del pintor manchego Gregorio Prieto. Y, a partir de un equívoco, entrará en contacto con dos personajes reales de gran relevancia en la BBC de entonces: el colombiano George Camacho y el español Ángel Ara.
Destinados en el Servicio Latinoamericano, ambos se convertirán en cómplices de nuestra protagonista. De su mano entrará ella misma a colaborar con la BBC y abrirá puertas —sin pretenderlo— a nuevos retos. En paralelo, a través de estos profesionales conoceremos el gran proyecto radiofónico de los servicios en español de aquellos días: la grabación en formato de radioteatro de El Quijote, la primera dramatización radiofónica hecha en el mundo. En España acabó siendo escuchada a través de Radio Madrid —Cadena SER—, que a su vez prestó para el elenco a algunos de sus actores. En América Latina fue difundida por centenares de emisoras durante décadas. Prueba de la universalidad del ingenioso hidalgo, el papel de narrador recayó en un uruguayo, un español prestó voz a Alonso Quijano y Sancho Panza fue chileno. Los pormenores de la producción los recoge Elena Ayuso en su libro Don Quijote en la radio dramática. El caso de la BBC en el IV centenario del nacimiento de Cervantes (1947) (UAH Biblioteca Ensayo, 2017). La escritora mexicana Elena Poniatowska lo recuerda como “un hito en la cultura hispana”.
Los 27 episodios de media hora, contenidos en tantos discos de 78 rpm, se grabaron en los mismos estudios londinenses de Maida Vale en los que Sira también volcó su voz con otros fines. Y con la BBC siguió colaborando mi protagonista en su posterior regreso a España. Pero esa es otra historia, al margen de las ondas y ya lejos de Londres.
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