El secretario general de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), Mariano Jabonero (San Martín de Valdeiglesias, Madrid, 1953) atiende a EL PAÍS en pleno proceso de reelección, con la confianza en revalidar su cargo. Una idea centra buena parte de la charla, celebrada en el cuartel general del organismo que vela por el desarrollo educativo en el bloque: la brecha de productividad con las economías avanzadas. “En los últimos 50 años apenas ha mejorado: incluso ha caído. No llega ni al 38% de la media de la OCDE [la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, una suerte de centro de estudios de los países ricos]. Son unos niveles muy, muy bajos”, lamenta. Ese es el punto de partida de la conversación, que se prolonga durante más de una hora.
Pregunta. ¿Qué parte de esa brecha de productividad tiene que ver con la educación?
Respuesta. Más de la mitad. Hay una que tiene que ver con la economía de las materias primas: se vende sin añadir prácticamente conocimiento. Pero hay una segunda parte que tiene que ver con lo que los clásicos llamaban “teoría del capital humano”: los niveles de calidad de la educación en América Latina siguen siendo bajos. Se ha mejorado, sobre todo, en la parte cuantitativa: la cobertura de la educación primaria y básica ya llega al 100%. Pero eso solo significa que los chicos van a una escuela, nada más.
P. ¿Es un problema de la educación superior?
R. El 80% de las competencias que adquieren ahí los estudiantes de la región no tienen que ver con las requeridas por el sector productivo. Es un disparate. Hay una falta de pertinencia clarísima en cuanto a oferta para el sistema productivo. Un ejemplo muy gráfico: somos la región de mayor producción agropecuaria del mundo, pero los egresados de carreras afines a ese mundo son solo el 2% del total. Hay países [latinoamericanos] que importan expertos en temas agropecuarios porque no tienen gente.
P. Y todo, a pesar del fuerte crecimiento de las universidades latinoamericanas. Tanto en número como en tamaño.
R. La oferta ha crecido de forma desmesurada: ya son casi 4.000 instituciones de educación superior que optan, a veces, por un tipo de oferta formativa de menor coste. Es mucho más barato comprar una pizarra que montar un laboratorio. La oferta es muy amplia en cuanto a cantidad, pero la calidad es uno de los problemas que tenemos en la región. Y, además, esta está muy poco vinculada con el mundo de la investigación: la que más éxito tiene es la aplicada, la que tiene que ver con tecnología, con genética o con el mundo digital, y ahí la región tiene un nivel de presencia muy bajo. Otro dato muy gráfico: en las universidades de América Latina, el porcentaje de profesores-doctores no llega al 50% y hay países en los que está por debajo del 10%. Son universidades con escasa capacidad para investigar, a pesar de que más del 60% de la investigación de la región se hace en las universidades. Es un bucle complicado.
P. ¿Qué se puede hacer para cambiar esta dinámica?
R. Lo primero es mejorar los estándares: hay que establecer mecanismos de acreditación que sean válidos. Y hay que trabajar, también, en la educación a distancia, que ha crecido un 87% en los 10 últimos años frente al 20% de la presencial. Por eso proponemos crear un sello que, a través de los indicadores, pueda acreditar a la ciudadanía que lo que se ofrece es de calidad.
P. Hay, en cambio, un ramillete de universidades capaces de competir con las mejores.
R. Sin duda: hay varios centros de América Latina, muchos de ellos públicos, que son de las mejores del mundo: la UNAM en México, la Universidad Nacional de Colombia, la de Buenos Aires, la de Río Piedras en Puerto Rico… Hay muy buenos ejemplos de universidades de referencia.
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P. ¿Cuánto ha cambiado la pandemia el panorama educativo latinoamericano?
R. Muy significativamente. Fueron 180 millones de estudiantes, niños, niñas y universitarios, los que quedaron confinados y sin continuidad educativa. Es la región en la que más tiempo de clase se han perdido: 1,8 billones de horas. Han pasado más de dos años y aún hay países de la región que todavía no han vuelto a clase. Lo dijo el secretario general de Naciones Unidas y yo lo corroboro: es una catástrofe generacional. Se ha producido una pérdida de matrícula y unas mayores tasas de abandono. Y tiene, también, un efecto a medio y largo plazo: el impacto de la pandemia sobre las retribuciones de los estudiantes va a ser negativo.
P. ¿Cómo está afectando la demografía?
R. El bum de matriculaciones va a aflojar. La Cepal cree que la inversión en educación se va a beneficiar del bono demográfico: misma inversión pública, pero con menos población. Pero las universidades de la región van a tener una reconfiguración drástica de la que creo que a veces no se es consciente. Van a cambiar y algunas no continuarán: al perder matrículas, no serán sostenibles. Hay motivos demográficos, pero también tecnológicos y de desajuste con el sistema productivo.
P. Más allá de la universidad, ¿cómo está la formación técnica?
R. Es un área que ha tenido escaso desarrollo, con las excepciones de Uruguay, Argentina o Colombia. En el resto es muy débil. Para las familias, el hecho de que sus hijos tengan una carrera es una garantía de que va a vivir mejor y también algo aspiracional. En América Latina el 70% de los estudiantes de educación superior proceden de familias en las que nadie había ido a la universidad: ellos son los primeros. Ese es, por ejemplo, el caso de Brasil, donde aquellos que salieron de la pobreza con el Gobierno de [Luiz Inácio] Lula [da Silva] pensaron que matricular a sus hijos en la universidad era una garantía de futuro. El problema es cuando, después de terminar, tuvieron que trabajar de taxistas: la frustración es enorme. O cuando, ahora con la pandemia, tienen que volver a ayudar en casa y a aportar un ingreso más. En sí mismo [estudiar en la universidad] es un tema muy positivo, pero también hay un grave riesgo de frustración y de abandono.
P. ¿Por qué no cuaja la formación profesional?
R. Se ha planteado de forma tardía y precaria. En la OIE hemos trabajado en diseñar los programas de 14 países de la región, y la mayoría no han ido más allá del marco de competencia. Vuelvo a lo que decía al principio: en la región lo prioritario ha sido lo cuantitativo, meter a chicos y chicas en la escuela.
P. La movilidad también es una de las asignaturas pendientes en la región. Tanto de alumnos como de profesores.
R. Sí. Llevamos decenios hablando de espacios de conocimiento compartidos, pero somos la segunda región del mundo con menos movilidad académica. La movilidad que hay, dicho en términos muy claros, es para ricos: gente que va a Estados Unidos y a Europa.
P. ¿Cuándo llegará el ansiado Erasmus latinoamericano?
R. En la UE, cuesta miles de millones y [en Latinoamérica] no los hay. No hay un fondo compartido para financiarlo, los Gobiernos —con excepciones— tampoco tienen estímulos en forma de becas nacionales y, además, la economía familiar no es la misma que en Europa: no hay rentas per cápita de 30.000 o 40.000 euros… Y hay otro problema, de acreditación: si por ejemplo un estudiante de Panamá se va a estudiar a México y su universidad de origen después no reconoce lo que ha hecho allí. El paso previo a la movilidad es que haya una métrica común.
P. ¿Cuándo se superará ese obstáculo?
R. Es un proceso de cinco o seis años, pero hacen falta compromisos políticos reales, no solo retórica.
P. ¿Eso significa que para 2030 ya podría estar en marcha un programa como el Erasmus en América Latina?
R. Sí, lo creo.
P. El idioma común puede ayudar.
R. Mucho. En la región tenemos un factor muy importante, que es el español. No hace falta utilizar una lengua franca, como sucede en Europa con el inglés. Y eso facilita las cosas: somos una comunidad de más de 800 millones de personas en la que se habla español y portugués.
P. Hablemos de la parte demográfica: ¿ya se empieza a notar en las aulas de la región?
R. Sí. Es algo que va a ser imparable en los 15 o 20 próximos años.
P. ¿Cuánto le preocupa la fuga de talento?
R. Creo que se ha moderado, se ha frenado: no es tanto como antes. En la medida que los sueldos han subido en la región y las condiciones de empleo son mejores de lo que eran, hay más gente que se queda con un salario decente en su país. También porque algunas políticas que se llevaron a cabo en el pasado y que no fueron exitosas se han interrumpido. El caso más famoso es el de Venezuela, que en su época de bonanza petrolera daba becas a estudiantes para que se marchasen a universidades de todo el mundo, y muchos de ellos se quedaron fuera y no volvieron nunca más. Ahora todo eso ya está muy limitado. Donde no se ha frenado es en el caso de los investigadores de alto nivel: ahí sí es muy difícil retener talento en la región.
P. Pero el plus salarial que aporta la educación sigue siendo menor en los países latinoamericanos que en otras áreas geográficas.
R. Es que ese plus se produce cuando la formación y la educación es, digamos, pertinente para el sistema productivo. Si no, el sistema productivo no va a poner en valor algo que no le sirve. Se acaba produciendo una “infantilización de las cualificaciones”: que un licenciado acabe trabajando en algo de un nivel mucho más bajo. Personas que están sobrecualificadas o, simplemente, cualificadas de manera inadecuada.
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