Solía llamar “maestro” a toda persona a la que apreciara. Pero él era el verdadero maestro para todos los que tuvimos la suerte de poder trabajar con él. Lo poco que sé de este oficio, en el que ya llevo 25 años, lo aprendí de Mario Muchnik, fallecido este domingo en Madrid a los 91 años. Era un editor de vieja escuela, de los que leen los originales que contratan, y corrigen personalmente las galeradas, los ferros y los textos de cubiertas. De los que gustaban trabajar en equipo, del que formaba parte su inseparable compañera, la periodista y pintora Nicole Muchnik.
No era de los que se apuntara los tantos de sus editores; todo lo contrario, lo reconocía en público. Incluso en sus libros, donde aparecían en la página de créditos los nombres de editores, correctores y maquetistas que habían participado en la elaboración del mismo. Por supuesto, también el de los traductores.
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Le horrorizaba el leísmo de los españoles. Tenía sus normas de estilo: un guion de un inciso nunca acompañaba a este, sino al texto que lo precede y sucede. Los textos en cursiva había que evitarlos, se leen mal; la solución, otra fuente tipográfica a la Garamond usual. El formato, la caja, el cuerpo, el interlineado… debían ser los adecuados para facilitar la lectura. Y, por supuesto, descartadas las líneas “viudas” y “huérfanas” que por desgracia se ven cada vez más. Las reuniones editoriales o las comidas con Mario eran todo un placer. Sus lecturas y sus experiencias vitales –como editor, pero también como fotógrafo, que fue muy bueno– te hacían abrir los ojos sobre cualquier cuestión cultural, política, histórica… Pero siempre con un gran sentido del humor e inteligentes juegos de palabras.
En un homenaje que se le dio en el Instituto Cervantes en 2017, hablando de lo que era y es el oficio de editor, me dijo: “Como decía mi padre, un editor es el que corrige los acentos y las comas de un texto, y lo manda a imprimir”. Su padre era Jacobo Muchnik, el fundador del gran sello editorial argentino Fabril. En una comida con Mario, Jacobo me comentó, muy orgulloso de su hijo y sin que se enterara: “Antes, todo el mundo me conocía por Muchnik. Ahora sólo soy el padre de Muchnik”. Mario había logrado convertirse en una figura de la edición en España en los distintos sellos por los que pasó. Nos había descubierto a autores como Elias Canetti, Ismaíl Kadaré, Carlo Ginzburg, Oliver Sacks, Bruce Chatwin, Kenizé Mourad, Julien Green, Manès Sperber, Albert Cossery, Gilles Kepel… Conoció y editó a Borges, Cortázar, Alberti, Sabato, Onetti, Calvino, Primo Levi, Susan Sontag… y a J. M. Coetzee.
Durante muchos años Mario fue uno de los fijos de la Feria del Libro de Fráncfort. En la última cita en la que coincidimos, le acababan de dar el Nóbel a Coetzee. Ya no estábamos ninguno de los dos en el sello editorial que nos unió. Me dio un abrazo y me dijo: “Maestro, el Nóbel habría sido nuestro”. Así lo habríamos celebrado de haber podido seguir juntos en el mismo sello editorial. La dedicatoria que me firmó en su libro Lo peor no son los autores decía: “Tú y yo sabemos, Manolo, las vueltas que tiene la vida”. Un guiño tanto a los sinsabores profesionales como a vivencias personales comunes en las que sentí sus consejos como los de un padre a un hijo. Este año, España es el país invitado a la Feria de Fráncfort. No estaría de más que los organizadores (Ministerio de Cultura, Instituto Cervantes…) pensaran en darle un homenaje allí, donde coincidió con los grandes del mundo de la edición como Einaudi –al que también editó–, Gallimard, Laffont, Michael Krüger…
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