En 1945, antes de cumplir los 12 años, junto a su madre, en Bolivia, Mario Vargas Llosa creía “en los juguetes del Niño Dios, y en que las cigüeñas traían a los bebés del cielo”. “No cruzó por mi cabeza uno solo de aquellos que los confesores llamaban malos pensamientos; ellos aparecieron después, cuando ya vivía en Lima. Era un niño travieso y llorón, pero inocente como un lirio”, recuerda. Hasta que, a aquella edad casi adolescente, al premio Nobel se le apareció el padre Leoncio, al que sintió tocarle la bragueta. De ese momento del que él salió despavorido y el cura se quedó avergonzado nació su descreimiento de la religión y de la Iglesia católica. Él contó el suceso en sus memorias (El pez en el agua, primera edición en Planeta, 1993), escritas tras su derrota en las elecciones peruanas en las que aspiró a ser presidente de su país. Ahora ha contado de nuevo su incidente con el cura Leoncio, esta vez en la Feria Virtual del Libro de Cajamarca (Perú), y la repercusión ha sido formidable. La comentó este viernes desde París, por teléfono; está allí cumpliendo compromisos editoriales con su casa francesa, Gallimard.
Pregunta. Ese asalto pederasta está causando mucho revuelo…
Respuesta. ¡Pasó hace mil años! Yo estaba muy chiquito… Quedé muy fastidiado con ese intento de masturbarme del curita, un hermano que se llamaba Leoncio. Ocurrió cuando yo estaba en sexto de primaria. Al año siguiente el curita estaba muy avergonzado, no se atrevía a saludarme en los recres, cuando ya ni siquiera yo estaba ya en su clase. La única consecuencia que tuvo esta historia fue que yo, que había sido muy católico, empecé a darme cuenta de que yo ya no creía. La religión se convirtió en una especie de cosa puramente formal, y yo había sido bastante creyente. Pero tomé una distancia con eso, la religión dejó de ser un problema para mí, al contrario que para algunos compañeros que estaban muy obsesionados con el tema religioso. La verdad es que en el caso mío aquello fue un pequeño incidente.
P. Para otros hubo traumas que duraron toda la vida.
R. Sí, claro, en algunas personas tuvo unas consecuencias traumáticas, pero no fue mi caso. Ese curita no llegó a cosas mayores. Cuando sentí sus manos buscando en la bragueta me puse muy nervioso, salí completamente de la habitación, y él también fue atacado de igual nerviosismo.
P. Ese hecho le ofrece la posibilidad hoy, cuando es un asunto de enorme preocupación mundial, de advertir del peligro que constituye…
R. Así es. Todas las precauciones que se tomen son necesarias. Muchos de esos niños sufren generalmente un trauma que les dura toda la vida, y quedan muy afectados. No ocurrió conmigo porque aquello fue apenas un momento. Pero si tuvo el efecto de apartarme de la religión, de desinteresarme de ella, y me di cuenta de que ya no creía, que mi relación con la Iglesia era una actitud completamente formal en la que no había un empeño interior como el que tenía antes ante la cosa religiosa.
Todos los casos conocidos de pederastia en la Iglesia Española
P. ¿Lo contó en su casa?
R. No, no, para nada, en absoluto, de la vergüenza que tenía. ¡Imagínate! Ni siquiera se lo conté a mis amigos. Creo que hasta que pasaron muchos años, cuando escribí mis memorias, ahí lo mencioné, pero no me hubiera atrevido yo jamás a divulgarlo antes. ¡Imagínate ante una cosa así cuál hubiera sido la reacción de mi padre!
P. Lo cuenta en El pez en el agua.
R. Solamente cuando escribí esas memorias me atreví a mencionar este episodio del que durante muchos años no llegaron a saber ni los más íntimos. Ahí aparece por primera vez porque ya había tomado una distancia, habían pasado muchos años, ya me sentía con la audacia suficiente de poder contarlo.
P. La repercusión que tiene ahora es mayor porque hay más conciencia de los peligros de la pederastia practicada por sacerdotes o educadores…
R. Es que eso es terrible, causa traumas horribles en los niños, y hay que castigarlo, corregirlo de manera muy enérgica. Abusar de los niños es algo absolutamente inaceptable y ante ello no se debe tener ningún tipo de contemplaciones. Proteger a los niños es la primera obligación de una sociedad.
P. Gran parte de las denuncias apuntan a clérigos…
R. La Iglesia debería tomar una actitud más enérgica, sí. Ahora la Iglesia tiene conciencia, antes trataba más bien de ocultar estas cosas. Ahora las asume y está muy avergonzada. Como debe ser, eso es lo normal… Yo no tuve problemas, quedé vacunado contra eso, me distancié por completo de la religión, pero chicos de mi barrio no se recuperaron nunca. De hecho, cuando fui a estudiar al [Colegio Militar] Leoncio Prado ni fui a misa ni me confesaba ni comulgaba.
P. ¿Tampoco apareció en su literatura?
R. Salvo en esas memorias. No se convirtió ni en una obsesión ni en un tema.
P. ¿Se produjo en usted un modo de ver de otra manera a la Iglesia?
R. Tomé una distancia con la Iglesia. Hasta que fui por primera vez a Israel y leí la Biblia, mucho después del colegio y de la universidad… De esos traumas hay que pedir responsabilidad a la Iglesia, que no tomó las precauciones necesarias, y por eso ahora se sienten incómodos, avergonzados. En esta época en que estas cosas se pueden tratar abiertamente hay que ser muy muy intolerantes con los abusos a niños porque pueden afectar gravemente a los chicos que son víctimas de los curas morbosos.
P. ¿Sus padres fueron muy religiosos?
R. Mi madre fue muy religiosa, como mi familia materna. Jamás pude contarle algo así, el escándalo hubiera sido para ella intolerable… Mi padre tomaba una distancia. Al separarse de mi madre se juntó con una persona evangelista. La primera vez que me pegó fue al poco tiempo de ir a Lima, un domingo en que yo estaba castigado y pensé que el castigo no incluía la ida a la misa. Al salir de la parroquia lo vi transformado, con un ataque de cólera. Fue la primera vez que me pegó y fue por haberme tomado la libertad de irme a la misa un día domingo estando castigado.
P. ¿La Iglesia actual ha cambiado de actitud?
R. Tiene mucha más conciencia de lo que significa el trauma para los niños que son víctimas. Ha tomado muchas precauciones, tanto que algunas órdenes ya reconocen públicamente los casos traumáticos que tienen en su seno. La Iglesia es mucho más consciente en esta época de la enorme significación que tiene ser tolerante en este campo. Creo que la tolerancia es absolutamente disparatada. Durante años esto se ocultaba, pero creo que hoy en día la Iglesia no los oculta y que, al contrario, está más interesada en hacerlos públicos. Es difícil para los chicos, lo era en mi época, tocar estos temas, los silenciaban sin saber que esto iba a tener consecuencias trágicas en sus vidas.
Extracto de ‘El pez en el agua’ en el que Vargas Llosa explica lo sucedido
Pese a su fama de viejieto cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por si español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él. Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las ojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene. Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar “¡Suélteme, suélteme!” con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como “pero, por qué te asustas”. Salí corriendo hasta la calle.
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