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Marsella, herida y orgullosa

Es un sonido tan rutinario que casi es inaudible para los vecinos, como el ruido de los coches que pasan por la carretera de cuatro carriles o el tren por la vía cercana en el barrio marsellés de Cité Bassens. “¡Arah! ¡Arah!”, se oye a un muchacho a lo lejos. Nasser (22 años), vecino del barrio que acompaña al periodista, traduce: “Significa: ¡Atención, llega la policía! O: ¡Atención, llegan los competidores!”. Un minuto después, la misma voz lejana e invisible alerta: “¡Ya está, ya está, ya está!”. Nasser traduce: “El peligro ha pasado”.

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Cité Bassens es un conjunto de edificios de cuatro pisos, un supermercado, un campo de fútbol sala y unas mesas en las que, al atardecer, los niños hacen los deberes. “Es una familia, un pueblo”, describe Nasser, y dice que su padre no quiere que salga su apellido en los medios de comunicación y sugiere: “Escriba que me llamo Nasser Bassens”. Nasser fue yóquey, jinete de competición durante un tiempo. Su sueño es ser actor.

Cité Bassens también es uno de los centros del tráfico de droga en los quartiers nord, los barrios del norte de Marsella: bloques y bloques de edificios encaramados a la ladera de la montaña con bolsas de marginación y unas vistas asombrosas sobre el Mediterráneo.

“Hay que dejar de estigmatizar a los barrios”, dice Nasser. “Estos jóvenes no lo han elegido. Para ellos, es supervivencia. Si no se dedican a la droga, muchos no tienen de qué cenar”.

A principios de septiembre, el presidente francés, Emmanuel Macron, se instaló tres días en la ciudad. En verano, más de diez personas murieron en la guerra entre bandas por el control del narcotráfico. Según un informe de 2019 del Ministerio del Interior, “Marsella se caracteriza por ajustes de cuentas entre malhechores más numerosos que en otras aglomeraciones”.

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La ola violenta proyectó la imagen de una ciudad herida, fuera de control. Tres años antes, la muerte de ocho personas al derrumbarse dos edificios en la rue d’Aubagne, en el mismo centro, “fue un traumatismo, marcó un antes y un después”, dice el veterano sociólogo Michel Peraldi en una terraza cerca de la Cannebière, las Ramblas de Marsella. “Reveló”, añade, “el estado bastante catastrófico del centro de la ciudad y la pobreza. Y la incuria del gobierno municipal, la negligencia”.

Monumento en recuerdo de un joven asesinado en Bassens en junio.Bruno Arbesú

Marsella, segunda ciudad más poblada de Francia con 850.000 habitantes, se erigió al inicio de la pandemia como el contrapeso a la política de Macron. El símbolo fue el excéntrico profesor Didier Raoult, quien, con sus tratamientos originales y su aspecto de druida hippy desafiaba la supuesta rigidez de los científicos de París. “Aquello fue una tragicomedia”, analiza Peraldi. “Como muchas sociedades pobres, Marsella necesita fabricarse símbolos de grandes resistentes, de rebeldes”.

Macron, en Marsella, sacó la chequera: unos 1.500 millones de euros. Prometió rehabilitar edificios insalubres y renovar escuelas, modernizar el transporte público, traer más policías. Tras un cuarto de siglo en manos de la derecha, el gobierno municipal había pasado a la izquierda, pero parecía que el verdadero alcalde fuese el presidente de la República. “Macron ha dicho a los cargos electos locales: Yo traigo el dinero, soy el jefe”, resume el sociólogo. “Se ha situado en la posición del soberano”.

No lo tendrá fácil. Otros presidentes lo han intentado, sin éxito.

Marsella es “una estrella muerta”, según Peraldi. Fue el gran puerto del Mediterráneo, una metrópolis global. Ya no. “Ahora”, afirma, “es una ciudad provincial, pero la luz de su reputación continúa iluminando”. Existe, además, una “leyenda negra” en torno a Marsella, dice Peraldi. Se nutre de películas como la estadounidense French connection, de los años setenta, y que acaba dando la impresión de que hay una delincuencia y criminalidad exclusiva de Marsella, cuando es común a otras ciudades.

Esta ciudad es “la ilustración visible de las taras de Francia”, como ha escrito el cronista local Philippe Pujol, pero tiene rasgos propios: fenómenos como el islamismo están menos presentes en los quartiers nord que en las afueras de París o Toulouse.

“Marsella es excepcional y abominable”, apunta Rudy Manna, un policía que conoce el terreno y, desde hace unos años, es el representante en la provincia de Marsella del sindicato policial conservador Alliance.

Manna explica en un café del centro que los ajustes de cuentas no son novedosos. “La diferencia”, dice, “es que antes mandaban unos pocos peces gordos: Zampa, Francis el Belga, Farid Berrahma. Era gente que lograba controlar todo el tráfico de estupefacientes”. Ahora hay entre diez y veinte que quieren controlar el mercado de Marsella, que representa un maná increíble. Hay puntos de tráfico que reportan hasta 60.000 euros diarios. Y está montado de manera piramidal: un jefe, los vendedores, los vigilantes, los repartidores. Hoy un vigilante de 12, 13 o 14 años puede traer entre 120 y 200 euros al día a su familia para vivir. En diez días, habrá ganado más que lo que sus padres ganarían con el salario mínimo”. Manna precisa que se trata de tráfico, sobre todo, de cannabis y cocaína.

En Kallisté, un barrio encaramado en la montaña y en los confines de Marsella, Mourad Radi, de 50 años, limpia el portal de un bloque de 13 pisos. Él creció aquí. “Habría que arrasarlo todo”, dice, “y partir de cero, construir edificios pequeños, de cuatro o cinco pisos”. Es reticente a dejarse fotografiar: los observadores de las bandas vigilan todo el tiempo.

Como explica Peraldi en el libro Sociologie de Marseille, una paradoja es que estos barrios tengan nombres tan bucólicos: Kallisté significa en griego “la más bella”. Y están Les Bosquets (los bosquecillos), Les Rosiers (los rosales) y Frais Vallon (fresco valle).

Amine Kessaci, hijo de Frais Vallon, ya no vive ahí, aunque regresa con regularidad. Como Nasser Bassens, se reunió con Macron durante su visita a Marsella. Kessaci tiene 17 años y una trayectoria académica brillante después de que su madre le sacase de los barrios del norte y le llevase a una escuela en el centro. Se está preparando para ingresar en el prestigioso Instituto de Estudios Políticos.

Su hermano Brahim no logró escapar. Quedó enredado en la maraña del tráfico de drogas. En junio de 2019 sobrevivió a un tiroteo en el que recibió nueve balas. Tuvo una hija. Trabajó en un supermercado. El 29 de diciembre de 2020, la policía halló su cuerpo quemado en un automóvil. Tenía 22 años.

“Mientras haya miseria en los barrios del norte, mientras haya precariedad y edificios indignos con ratas y cucarachas, mientras no haya buenos transportes y haya malos servicios públicos, las cosas no mejorarán”, dice Kessaci. “Para sobrevivir, lo más próximo, lo más fácil es ir a traficar”.

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