Huir. Huir lejos y no participar de un crimen. Este es el sentimiento común que ha movido a miles de ciudadanos rusos —437 en España, según los últimos datos del Ministerio del Interior— a dejar su país y buscar asilo político, especialmente tras la brutal invasión a Ucrania que inició el presidente Vladímir Putin el pasado 24 de febrero. Las de María, Dimitri, Vilen e Iván son cuatro historias que reflejan la claustrofobia, los miedos y la presión que sentían en Rusia y los diferentes motivos que les empujaron a dejar sus familias, sus hogares y sus trabajos para empezar otra vida en otro lugar con más libertad. Lejos también de las amenazas de prisión, de la homofobia y del ejército de Putin.
Vilen lleva desde los 19 años “luchando contra la política rusa y la política de Putin”, recordaba el pasado lunes desde un parque en la zona norte de Madrid al que llegó algo ruborizado. Original de Krasnodar, en el suroeste de Rusia, este solicitante de asilo tiene hoy 25 años. Llegó a España junto a su novio el pasado junio huyendo del ejército, pero también superado por la homofobia que sufría en Rusia. “El día que me fui [12 de junio] fue muy triste. Fui a ver a mi abuela; mi madre no me soltaba la mano. Se preguntaba por qué me tenía que ir tan lejos. También me despedí de mis hermanos. Hubo lágrimas y muchos abrazos”, recuerda el joven con una sonrisa nerviosa. Aunque entendía los motivos que movían a Vilen a dejar Rusia, su madre le agarraba mientras le suplicaba que se marcharan a un país un poco más cercano, como Armenia o Georgia, pero él no quería. “Allí hay una homofobia muy fuerte”, se lamenta. Por eso, con la ayuda económica de la madre de su novio, eligió Madrid para empezar una vida, ciudad a la que llegó en avión a través de Ereván, la capital de Armenia, y Varsovia. “Fue un día muy duro. Entendí que a partir de entonces ya no sabría cuándo podría volver a ver a mi familia”, recuerda resignado, pero agradecido al apoyo que ha encontrado a su llegada, como el de la activista que les acogió en su casa o la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), que les ayuda, como a otros solicitantes de asilo, con la burocracia para conseguir la protección internacional y que ha facilitado la realización de este reportaje.
Vilin, exiliado ruso, retrado en un parque de Madrid. Álvaro García
Pese a que Vilen —moreno, barba de tres o cuatro días y unos inocentes ojos color miel— salió de su país antes de la movilización general de reservistas decretada por Putin el pasado 21 de septiembre, el joven ya se olía lo que estaba por llegar. Huye del servicio militar obligatorio desde que es mayor de edad. Consiguió que le concediesen el servicio civil alternativo (servicios en entidades públicas como hospitales o residencias), pero nunca se llevó a la práctica, así que los funcionarios de Defensa continúan buscándolo. “Soy pacifista”, dice, “y cualquier comentario o protesta contra la narrativa oficial puede acarrear penas de hasta 15 años de prisión”. Así que Vilen, coordinador de un movimiento de objetores de conciencia, empezó a temer por su futuro por la postura contra la guerra de Ucrania de su organización. “Renuncio a pertenecer al ejército ruso. No quiero entrar a filas”, sentencia. A su compatriota María, lesbiana de 35 años exiliada en Barcelona, esta ley, sin embargo, no la amedrentaba y ha ido publicando en sus redes sociales sus críticas contra la guerra. “Creo que eso también es activismo”, ilustraba María el viernes pasado desde una cafetería de Barcelona, donde reside desde el pasado julio.
Algo parecido le ocurre a Dimitri (nombre falso para preservar su privacidad), de 29 años. Él sí pudo hacer el servicio civil alternativo, según acredita durante la entrevista, el lunes, en el centro de Madrid, donde llegó el pasado 18 de noviembre. Pudo salir de Rusia tan solo una semana después de la movilización a filas para que los hombres en edad de luchar fueran al frente de Ucrania. El 20 de octubre, un mes después, el abuelo de Dimitri recibió la notificación para que su nieto se presentase en la oficina de reclutamiento. Por suerte, el joven ya estaba fuera del país, una huida que llevaba ya mascando desde abril. “Tras el inicio de la guerra [en febrero], la situación en Rusia se iba a complicar y decidí que yo no quería formar parte de este crimen contra Ucrania. Ya estábamos participando a través de los impuestos, pero no quería que esto sucediera de una manera más directa. Ese fue mi mayor temor”, relata este diseñador de moda, delgadísimo, alto, que también pertenece al colectivo LGTBI.
Una Rusia en retroceso
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Dimitri, que aún no ha solicitado oficialmente el asilo en España, no solo cree que la guerra es un crimen del Gobierno ruso contra Ucrania, sino también contra su propia nación. “Todo lo que se ha construido [en Rusia] durante los últimos 30 años como negocios, etcétera, ahora está en retroceso”, asegura. María, activista feminista —y mucho más combativa—, coincide plenamente: “Rusia se está convirtiendo en un país medieval”, bromeaba el viernes pasado en Barcelona. “Ahora está sumida en una tremenda crisis. Hay que pagar muchísimo dinero por la comida, que es de una calidad de mierda. Y el transporte público cuesta cada año un poco más”, se lamentaba.
El diseñador, como todos los entrevistados para este reportaje, recuerda cada detalle del día en el que tomó la decisión de huir de la Rusia de Putin, de la Rusia en guerra, de la Rusia homófoba y en retroceso. “Era la tarde del 28 de septiembre, estaba en la oficina y fui a hablar con mi encargada. Le dije que me iba, que cogía las vacaciones antes de lo previsto. Mis compañeros lo entendieron y con lágrimas en los ojos se despidieron. Me marché a mi casa y recogí mis cosas”. Al día siguiente dejó su apartamento de Moscú —que a día de hoy sigue pagando— y cogió un avión a San Petersburgo, desde donde se subió a un autobús que en siete horas le llevó a Helsinki. “El ejercito ya entendía que muchos estábamos huyendo [de la movilización a filas] e instaló controles fronterizos [para interceptar a los hombres en edad de ir al frente], pero el conductor del autobús se fue por carreteras alternativas para evitarlos”, cuenta. “Intentábamos adelantarnos al Gobierno”, presume. En Helsinki estuvo unos días en un hostal “abarrotado de rusos”, ilustra con cierto humor. Desde allí teletrabajaban mientras se informaban en la prensa de las novedades de la guerra.
Dimitri, que acude a la entrevista en Madrid con aspecto muy cuidado (impolutos zapatos negros de charol y pantalones beis perfectamente planchados), cuenta su periplo: de Helsinki a Tampere, también en Finlandia; de ahí a Ámsterdam, donde se reunió con unos amigos. La siguiente etapa fue la isla portuguesa de Madeira, donde ya había estado —”El océano me ayudará a bajar toda esta tensión”, pensó—, para después pasar unos días en las Azores. De ahí, quiso visitar a unos amigos en Georgia, pero se le complicó la cosa. Cuando se dirigía a Tbilisi vía Bucarest y Tel Aviv, los israelíes le pararon y le devolvieron a Rumania. “¿Sabes cuántos rusos que entran como turistas salen luego de Israel? Cero”, asegura que le increpó un funcionario del aeropuerto de Tel Aviv. Así que Dimitri fue deportado a Bucarest, desde donde embarcó en otro vuelo a Madrid. “Paradójicamente me sentaron al lado de una señora ucrania con la que me entendí muy bien. Acabó dándome su comida porque me dijo que yo la iba a necesitar más”, recuerda.
Pese a todo, no pierde la esperanza de volver a su país. Asegura que este es un periodo más tranquilo, antes de que el Gobierno vuelva a movilizar a filas después de las fiestas de Navidad, a principios de 2023. “Tengo miedo de volver porque puede ser que luego no me dejen salir o que llamen a la policía y me lleven a un centro de reclutamiento. Esos riesgos existen”, asegura.
Persecución
Esa sensación de persecución acompaña desde hace años también a Iván (nombre falso para proteger su identidad), un joven de 22 años de San Petersburgo que estudia Arqueología en la Universidad de Sevilla. “Sé que me están buscando porque tienen el contacto de mi madre y le envían SMS para que vaya a actualizar mis datos. Pero es una trampa. ¡Nos están buscando a todos!”, exclama. Salió de Rusia el año pasado, antes de la guerra, por ser pacifista y querer escapar de las campañas de reclutamiento para el servicio militar obligatorio. Reniega también de la alternativa civil (que sí hizo Dimitri) porque cree que es una suerte de “esclavitud legalizada” en la que se trabaja por menos del salario mínimo.
Iván, joven ruso de 22 años, posa en Sevilla.PACO PUENTES
Iván recuerda que el día que salió de Rusia, la noche del 18 al 19 de septiembre de 2021, estaba muy nublado. Cogió un vuelo de San Petersburgo a Moscú, de allí otro a Madrid y luego a Sevilla. “Fui muy feliz, no me lo podía creer”, exclama desde uno de los parques más emblemáticos de la capital andaluza. “Fue duro dejar a mi madre y a mi hermana, aunque ambas entendían mi situación”, dice. Tras un prolongado silencio, zanja emocionado: “Fue una elección sin elección”. En su mirada azul se percibe la resignación de quien sabe que nunca más recuperará todo lo que dejó atrás.
El joven estudiante —pelo largo, rizado, manos en los bolsillos y una sonrisa contagiosa— cuenta que la situación en Rusia llevaba siendo “demasiado tensa” desde 2014, cuando Putin se anexionó ilegalmente la península ucrania de Crimea. “Era mejor vivir callado”, relata en referencia a cualquier atisbo de contestación contra el Gobierno. Iván también es un pacifista declarado y creció, dice, con la mente abierta. “Yo no encajaba en Rusia, en la sociedad rusa”. Le gustaría regresar y ver a su madre y a su hermana ―con su padre no se habla porque apoya la guerra en Ucrania—, pero no cree que pueda vivir en la sociedad actual del país euroasiático. “Es bastante tóxica. Hay homofobia, militarismo, fascismo, sexismo. Yo no encajo en esa sociedad”. Iván cree que no va a poder volver a su país “al menos en los próximos cinco o seis años”.
María es más pesimista y está segura de que nunca más volverá a San Petersburgo, su ciudad natal, “al menos en una década” porque “antes no va a haber cambios”. Esta música profesional —toca la batería, instrumento que tiene tatuado en su antebrazo izquierdo junto a la N, la incial de una antigua novia que ahora es pro-Putin— llegó en julio a Barcelona, donde la ONG Accem le ayuda con el papeleo relacionado con el asilo. “Empezar toda una vida desde abajo, casi desde cero, es muy loco para mí”, cuenta con una gran sonrisa.
María recuerda dos momentos que marcaron su vida para siempre y que le hicieron darse cuenta del cambio tan radical que estaba a punto de emprender. El primero fue el 27 de febrero. Ella se estaba manifestando pacíficamente en San Petersburgo contra la guerra en Ucrania y fue detenida varias horas. “Mientras protestaba haciendo una cadena humana me dije: ‘¡Que le den. Me quedo aquí hasta que vengan los cosmonautas! [referencia a la policía rusa, por la impresionante indumentaria antidisturbios que suelen vestir]”. Finalmente la policía rompió la cadena humana y María fue retenida violentamente.
Maria Konosova, retratada en Barcelona. MASSIMILIANO MINOCRI
El segundo hito, que realmente “fue la gota que colmó el vaso”, fue cuando los medios de comunicación informaron sobre la matanza de Bucha, a finales del pasado marzo. “Recuerdo esa mañana levantarme en mi cuarto, en mi casa en Rusia, lo leí y me puse a llorar. Mientras tanto, mi madre y mi abuela estaban en la cocina riéndose, como si nada hubiera pasado. Recuerdo mi sentimiento de querer correr, de querer huir en ese instante. No salí de mi habitación en todo el día, era incapaz. No podía soportar esta hipocresía: que se estuvieran riendo mientras ocurría un genocidio en Bucha”, relata. María confiesa que antes de la masacre de Bucha —en la que se hallaron unos 350 cadáveres en fosas comunes— fantaseaba con salir de Rusia, pero después de aquel día se topó con la realidad. “Solo quería coger mis cosas y largarme. No podía soportar lo que estaba viviendo y sintiendo. Fue muy duro”.
Pese al dolor de dejar el hogar, a la familia, los amigos, empleos, estos solicitantes de asilo sienten un profundo alivio de haber dejado Rusia. Vilen y María ya no se sienten peores personas (en palabras de la activista) por ser homosexuales o por gritar contra la guerra en Ucrania. Dimitri e Iván, de momento, han dejado de sentir el aliento en la nuca de los empleados de las oficinas de reclutamiento militar. Ahora los cuatro, como tantos otros rusos que huyen del régimen de Putin cada día, intentan empezar de cero en algún lugar que les ofrezca un futuro. “La historia no ha enseñado nada”, resume Iván.
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