Ni el despliegue policial sin precedentes en la historia reciente de Rusia ni las amenazas de las autoridades han logrado contener una nueva oleada de manifestaciones en apoyo a Alexéi Navalni. Decenas de miles de personas se han manifestado este domingo en más de un centenar de ciudades de Rusia por segundo fin de semana consecutivo. En un nuevo desafío contra el Kremlin, han exigido la liberación del destacado opositor ruso, en prisión preventiva y pendiente de un juicio que puede suponer una larga condena en una colonia penal. La Administración, que reprimió con dureza las marchas, respondió con una demostración de fuerza colosal: cerco al centro en las principales ciudades, cierre de estaciones de metro y nutrida presencia de policías y antidisturbios, pertrechados de cascos, escudos y porras. Hay más de 5.100 detenidos en las protestas, que habían sido prohibidas, en todo el país, según el recuento de la organización especializada Ovd-Info.
Alexéi Navalni había llamado esta semana a sus seguidores a mantener la presión y seguir saliendo a la calle. Sus principales colaboradores están bajo arresto domiciliario e incomunicados. Este domingo, las protestas han sido algo menores que las del fin de semana pasado, que se saldaron con más de 4.600 detenidos y fueron consideradas como las mayores de la última década; pero, sobre todo, las de este domingo han sido mucho más dispersas y difíciles de medir. La represión generalizada de las protestas en todo el país ha derivado en varias imágenes de arrestos violentos de manifestantes pacíficos.
El Gobierno ruso, que ha calificado las movilizaciones por la libertad de Navalni como ilegales y ha asegurado que se impulsan desde el exterior, ha amenazado a sus participantes con penas de cárcel. Este domingo, en otro órdago para tratar de desactivarlas, el regulador de telecomunicaciones ha amenazado con multas y con bloquear a los medios y redes sociales que publiquen “cifras infladas” de las manifestaciones.
En Moscú, que ha amanecido con la almendra central cerrada, una decena de estaciones de metro selladas y varias líneas de autobús alteradas, Roman Matveev y su novia, Ksenia, trataban de llegar, horas antes de la convocatoria, al punto de encuentro: la célebre plaza Lubianka. Allí está el cuartel general del Servicio Federal de Seguridad ruso (FSB, heredero del KGB), que, según una investigación periodística, está detrás del envenenamiento de Navalni el pasado agosto en Siberia: un ataque con una neurotoxina de uso militar fabricada en la antigua URSS que lo dejó en coma. Era casi imposible acercarse al lugar de la concentración. “Es incomprensible la represión que estamos afrontando. Ya ni siquiera se molestan en disimular que, en realidad, vivimos en una autocracia”, comentaba Matveev, biólogo de 38 años. “Deben captar el mensaje: nos hemos hartado. Seguiremos saliendo a protestar”, apuntaba Ksenia. “Con la ciudad blindada hace falta mucha más gente en la calle para hacernos oír”, reconocía la médico, de 36 años, que prefería no dar su apellido.
Los miembros del equipo de Navalni que aún permanecen en libertad, o fuera del país, han convocado una nueva movilización para el martes, cuando está prevista la vista judicial del opositor, detenido el 17 de enero cuando regresó a Rusia desde Berlín, acusado de violar los términos de libertad condicional mientras estaba en Alemania, donde fue trasladado en coma por el envenenamiento y recibió tratamiento hospitalario. La de este domingo y las movilizaciones de la semana próxima pondrán a prueba la resistencia del movimiento de protesta, que une la indignación del caso Navalni con la ira y el descontento de una ciudadanía harta de la crisis económica, la corrupción y la desigualdad.
Manifestantes y policía han jugado al gato y al ratón durante todo el día en la capital rusa. Tratando de sortear las enormes columnas de antidisturbios y las vallas policiales, la ciudadanía se ha reorganizado con convocatorias alternativas a través de las redes sociales. Y han logrado romper el cerco y aproximarse a la cárcel de Matrosskaya Tishina, en la que está preso el opositor desde el 18 de enero. Allí, miles de personas se han concentrado desafiando a las fuerzas de seguridad. Con gritos como “Libertad para Navalni”, “Putin, ladrón” o “Moscú, sal a la calle”, han caminado por las aceras cubiertas de nieve tratando de sortear los furgones de antidisturbios que parecían llevarse a gente al azar. Al pasar, muchos coches hacían sonar la bocina para animarles. Solo en Moscú, la policía ha detenido a unas 1.650 personas –entre ellas, a Yulia Naválnaya, esposa del opositor, que fue trasladada a una comisaría de las afueras—, una cifra que contrasta llamativamente con las 2.000 personas que las autoridades aseguran que han participado en las protestas en la capital.
En San Petersburgo, la segunda ciudad más grande de Rusia después de Moscú, las manifestaciones también han sido muy numerosas. Allí la policía se ha empleado a fondo y ha reducido a varios manifestantes pacíficos con gas lacrimógeno y pistolas eléctricas. En Kazán, los antidisturbios han obligado a un grupo de personas a tumbarse sobre la nieve, inmovilizados, en espera de ser detenidos. En la ciudad portuaria de Vladivostok, en el Lejano Oriente, donde la manifestación fue menor que la de la semana pasada, la policía ha acorralado a los manifestantes hasta la congelada bahía de Amur. En la siberiana Krasnoyarsk, los antidisturbios han usado la nieve para bloquear el paso de los manifestantes, en una especie de barricadas improvisadas. Pese a eso y a las temperaturas de casi 30ºC bajo cero en algunos puntos, cientos de personas han marchado este domingo. En varias ciudades, la policía ha grabado en vídeo a los manifestantes. Una herramienta para tratar de identificarles después, pero también una forma de disuasión de la protesta.
El presidente ruso, Vladímir Putin, cuya popularidad está en mínimos históricos (un 60%, según las últimas cifras del centro Levada, incomparables con los estándares occidentales), confía en reprimir esta nueva oleada de descontento como ha hecho otras veces: con mano dura. El Kremlin, preocupado por las elecciones legislativas del próximo septiembre, ya se había preparado con un extenso paquete de nuevas leyes que endurecen las penas en las protestas ilegales y hacen aún más difícil manifestarse y concurrir a las elecciones.
Ni la condena de Occidente por la represión de las manifestaciones pacíficas ni la conversación entre Putin y el presidente estadounidense, Joe Biden, han hecho que el Kremlin dé su brazo a torcer. De hecho, ese domingo, Moscú ha vuelto a cargar contra Estados Unidos por lo que considera injerencia en los asuntos internos debido a que la Embajada de EE UU en Moscú publicó una información para sus ciudadanos sobre las rutas de las protestas, como una advertencia de precaución para el tránsito. El Gobierno ruso considera que el comunicado anunciaba las manifestaciones y las alentaba. Tampoco la próxima visita del alto representante para la Política Exterior de la Unión Europea, Josep Borrell, a Rusia, prevista para esta semana, ha aliviado la represión policial.
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