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¡Más música de Lili Boulanger, por favor!

La OBC, durante la presentación de la temporada 2021-22 de L’Auditori.Alejandro García (efe)

La obra que abría el segundo programa de la temporada de la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Catalunya (OBC) llenó el Auditori de pura magia sonora con la primera audición de una breve y exquisita partitura, D’un matin de printemps (De una mañana de primavera), muestra del excepcional talento de la malograda compositora francesa Lili Boulanger (1893-1918). Su muerte prematura a la edad de 24 años, a causa de una enfermedad gastrointestinal, truncó una más que prometedora carrera. Fue la primera sorpresa de un programa de música del siglo XX, bajo la dirección del francés Ludovic Morlot, que tuvo al violista israelí Amihai Grosz como sensacional solista del Concierto para viola, de Béla Bartók.

Las influencias de su mentor y maestro, Gabriel Fauré, y de Claude Debussy son claras en la música de Boulanger, pero solo como punto de partida: su inventiva y asombroso dominio técnico —fue la primera mujer galardonada con el codiciado Prix de Rome— brillan con personalidad propia en D´un matin de printemps, la luminosa pieza, completada en el último año de su vida, que abre un díptico completado por la más sombría D’un soir triste (De una tarde triste).

La belleza serena de su música, de perfumes impresionistas, bañada con colores sutiles y delicados y arte en el contrapunto revelaron su fascinante personalidad. La pena es que dura muy poco, apenas seis minutos de dulce encanto sonoro que nos dejaron con ganas de escuchar más música de Boulanger.

Bartók murió sin terminar el concierto para viola que le encargó en 1945 el legendario William Primrose. El compositor húngaro vivía su exilio en Estados Unidos con la salud muy mermada, una grave situación económica y mucha nostalgia por su tierra natal. Existen varias versiones del inacabado concierto, y la que interpretaron con Amihai Grosz como extraordinario solista fue la realizada por Tibor Serly, músico cercano a Bartók y fiel a su estilo.

Grosz, virtuoso precoz que a los 13 años fundó el Cuarteto Jerusalem, decidió abandonarlo tras dos décadas de éxito internacional en busca de nuevos horizontes. Ha encontrado su propio y relevante espacio como solista principal de la Filarmónica de Berlín. Su sonido es un prodigio de belleza y expresividad, con colores sombríos, ligados a la tierra, que encuentran un territorio natural en el hondo lirismo de Bartók y su latido rítmico, tan marcado por la música popular de su Hungría natal.

Su versión, muy bien acompañada por Morlot y la OBC, fue de gran riqueza, brillante sin veleidades virtuosísticas y de efusiva expresividad. El público aplaudió a rabiar y, como propina, en lugar de buscar el brillo propio, prefirió regalar un dúo de Bartók junto al violinista Vlad Stanculeasa, concertino de la OBC.

El programa, que ofrecieron sin pausas —el Auditori mantiene las estrictas medidas de seguridad en la lucha contra el coronavirus, con un aforo limitado al 70%—, se cerró con un regreso al repertorio francés del siglo XX de mayor exuberancia orquestal; la vigorosa Suite núm. 2 del ballet Bacchus et Ariane, de Albert Roussel, y, como final de impacto, la obra que daba título al programa, la Suite nº 2 del ballet Daphnis et Chloé, de Maurice Ravel.

Morlot pisó el acelerador a fondo en estas dos partituras de exuberante orquestación. Aunque dejó espacio para el lucimiento de maderas y vientos —en la obra de Ravel brillaron, entre otros, los flautistas Francisco López y Beatriz Cambrils—, abusó de decibelios en la búsqueda del mayor impacto, dejando al descubierto los puntos débiles de una cuerda que perdía presencia ante el contundente protagonismo de los metales y la percusión.


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