En un pasado no tan lejano, de vez en cuando dedicábamos tiempo a la gestión de nuestro archivo fotográfico personal. Eso implicaba llevar a revelar un carrete cuando se nos acababa, seleccionar las fotos que habían salido bien y, quizá —aquí ya había quien procrastinaba—, montar un álbum más o menos trabajado. Se decidía el orden, qué fotos iban juntas, su disposición en la página y se añadía algo de texto para no olvidar qué estábamos viendo. Como una exposición pequeñita y exclusiva que se guardaba en una estantería y se sacaba de vez en cuando para enseñar o recordar.
La fotografía digital primero y sobre todo la fotografía móvil después le dio un vuelco a todo eso. Hacemos fotos todo el rato. Algunas las compartimos en redes sociales o por mensajería instantánea. A veces imprimimos y hacemos álbumes, pero el grueso de nuestras imágenes personales se queda en el mundo digital, donde la organización no es tan fácil.
“Los sistemas que hay actualmente no están funcionando como sistema de gestión fotográfica a largo plazo”, explica Andrés Fraga, fotógrafo y doctor por la Universidad de Santiago de Compostela. Su tesis fue precisamente sobre este tema, el álbum de fotos en los dispositivos móviles (ese es de hecho su título), y la idea surgió de su propia experiencia. Como fotógrafo, gestionaba de forma eficiente y sin problemas la colección de imágenes que hacía por trabajo. Sin embargo, en el plano personal, no era capaz de hacerlo. “Los sistemas profesionales no son viables, son muy complejos y necesitas mucha dedicación de tiempo que normalmente no tienes para tus fotos personales porque hay muchas más”, asegura.
Al principio de esta revolución de la fotografía digital, el reto principal era más básico: la conservación de las fotos, el almacenamiento. Con discos duros que se estropeaban, tarjetas de memoria que se perdían y móviles extraviados era posible quedarse de pronto sin las fotos de un año entero por no haber hecho una copia de seguridad. Ahora, con el almacenamiento en la nube, esas situaciones son más extrañas. Lo complicado es ordenar y dotar de contexto a todas esas imágenes.
“Ha cambiado la tipología de fotografía. Tenemos muchas más fotos y tipologías nuevas: capturas, fotos que nos llegan por WhatsApp, hacemos fotografías fuera de los eventos tradicionales que estaban planeados y hasta coreografiados, como la típica foto de la tarta”, explica Fraga. Los principales servicios digitales intentan solucionar este caos haciendo los álbumes por nosotros.
Google Fotos introdujo los álbumes automáticos en 2016. Sin que el usuario haga nada, la aplicación genera álbumes de eventos que considera que tienen valor: un viaje, una cena con amigos, imágenes que comparten algo en común. Además, casi todos intentan también solucionar la función de memoria de las fotos y los álbumes con las notificaciones que te recuerdan que hace tres años le hiciste una foto a tu gato. Todo esto es muy cómodo, pero también tiene sus problemas. “Estamos dejándole a un algoritmo decidir cuáles son las cosas que queremos recordar. Y sabemos que los algoritmos son hombres blancos occidentales. El algoritmo no es neutral”, señala Andrés Fraga.
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Quien quiera puede solucionar esto dedicándole su tiempo y esfuerzo a crear su propio álbum en su aplicación de fotos preferida. Sin embargo, si ese álbum ha sido creado en servicios como Google o Apple Fotos, tiene también una cara B. “La gente cree que tiene esa información, la organización, pero solo estamos en posesión de nuestras fotos, no de nuestros álbumes”, apunta Fraga. Es decir, podemos descargarnos nuestras fotos cuando queramos, pero toda la información contextual que hayamos metido (o que haya metido el algoritmo) se perderá. “Es como si tuviéramos a alguien en casa que nos ayuda a hacer álbumes de fotos y a ordenar nuestra colección, pero que cuando se va solo nos deja una caja llena de imágenes desordenadas”, resume.
El nuevo papel de las fotos
“Si la fotografía era un objeto de memoria, ahora es también un objeto de intercambio y de comunicación”, explica Elisenda Ardèvol, catedrática de Estudios de Artes y Humanidades de la UOC. Esa nueva función es la que hace que, por ejemplo, compartamos fotos en redes o por mensajería instantánea. “No solo guardamos el momento, le decimos al otro que nos acordamos de él, que estamos pasando un momento inolvidable, que nos estamos aburriendo, que la comida es exquisita, que nos estamos divirtiendo: comunicamos sobre nuestro presente inmediato. Construimos una narración personal con nuestras fotografías para consumirla en el ahora y compartir este presente con los demás a través de las redes sociales”, asegura la experta.
De todas formas, las razones para hacer fotos siempre han sido muy variadas, como apunta Patricia Prieto Blanco, doctora en Filosofía y experta en culturas visuales. “La diversidad es algo que siempre ha caracterizado nuestra relación con la fotografía, pues como medio se ha ido insertando en muchos contextos de nuestras vidas sociales: como evidencia legal, como herramienta de marketing, como una forma de artes plásticas, como testimonio público”, enumera. “Ahora mismo las cámaras nos acompañan donde quiera que vayamos, y esta nueva relación de proximidad, accesibilidad y asequibilidad con la tecnología precipita nuevos usos y nos incentiva quizás a revisar prácticas establecidas”, explica.
En cuanto a los álbumes, la experta añade que son en realidad una herramienta de socialización y cita a la historiadora del arte Martha Langford: “el álbum es un punto de encuentro, no una enciclopedia”. Como tal, no han desaparecido, solo han cambiado de lugar y de forma. Fraga pone como ejemplo la típica escena de una persona enseñando a otra fotos en el móvil (“ahora llevamos el álbum siempre con nosotros”, apunta). Prieto menciona una anécdota de su investigación sobre las experiencias con la fotografía digital en familias migrantes, “un retrato de una gala de fin de curso que viajó de Irlanda a España por WhatsApp y luego a pie en España en el bolsillo de un familiar intermediario, pues la destinataria, una emocionada abuela, no tenía WhatsApp”.
El reto del largo plazo
Todos estos nuevos modos de utilizar y compartir las fotografías personales, sin embargo, siguen teniendo una tarea pendiente: hacer que sintamos que esas imágenes seguirán existiendo dentro de varias décadas. En la investigación realizada por Andrés Fraga (en 2015), un 89% de los encuestados aseguraba volver a ver las fotos que sacaban con el móvil. Sin embargo, un 54% daba por hecho que esas fotos, que no consideraban irrelevantes, acabarían desapareciendo. “Es una frustración asimilada. Damos por sentado que las fotografías que sí veo y tienen valor se van a perder”, explica el experto.
La percepción de seguridad la encontramos recurriendo a tecnologías anteriores a la nube. En el momento de la encuesta, un 76% guardaba sus fotos preferidas en el ordenador y un 28% las imprimía. ¿Llega alguna de ellas a formar parte de un álbum que se guardará en una estantería y un día desempolvarán nuestros descendientes? Un 59% de los usuarios no hacía en ese momento ningún tipo de álbum físico con sus fotos digitales. Sin embargo, eso deja un 41% que sí recurre a los álbumes físicos como método para asegurarse cierta posteridad. Fraga no cree que el porcentaje haya cambiado mucho, porque “si aún hacías un álbum físico entonces, posiblemente lo sigas haciendo ahora”. El largo plazo seguimos confiándoselo a lo tangible, aunque se pueda deteriorar o quemar en ese incendio del que lo primero que intentaríamos salvar sería un álbum de fotos.
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