Cuando murió su marido, en 1992, Tomasa Álvarez comenzó a tomar pastillas para dormir. Entró en una depresión que, entre otras cosas, le impedía conciliar el sueño. “Estuvo mal un par de años”, cuenta su hija Charo. Con el paso del tiempo, gracias a las amigas con las que salía y entraba y a su familia, comenzó a animarse y hacer una vida más normal. Pero las pastillas para dormir siguieron ahí durante casi 30 años, hasta que ha conseguido dejarlas gracias a un programa de retirada de fármacos que tiene en marcha su residencia.
Este tipo de tratamientos suelen estar indicados para 8 o 12 semanas, pero a menudo se cronifican. Es fácil prescribirlos, pero mucho más complicado dejarlos. “El problema es que a los médicos nos entrenan para tratar las patologías, pero a veces se nos olvida que no hay tratamientos de por vida”, reconoce el médico David Curto, director asistencial de Sanitas Mayores, propietaria de la residencia Mirasierra, donde vive Tomasa, y que tiene en marcha este programa en toda su red.
Es imposible saber a ciencia cierta hasta qué punto los psicofármacos han contribuido a la demencia senil de Tomasa, que con 95 años saluda simpática a las visitas y posa para las fotos. Reconoce a sus cuidadores y los miembros de su familia y, cuando se le pregunta qué tal, responde: “Hay que estar contenta”. Pero no es capaz de seguir una conversación ni se da cuenta exactamente de lo que pasa a su alrededor.
Sí se sabe, a través de numerosos estudios, que los psicofármacos están relacionados con mayores niveles de demencia y reducción de la agilidad, que contribuyen a las caídas y aumentan la mortalidad. En España los mayores los toman casi como si fueran gominolas. Según un informe de 2019 de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), es el país con mayor consumo del mundo de benzodiacepinas, medicamentos que a menudo se recetan para dormir mejor porque disminuyen la excitación neuronal, tienen un efecto antiepiléptico, ansiolítico, hipnótico y relajante muscular.
Durante la pandemia el uso ha aumentado. No solo en el primer año, el que golpeó más duramente y produjo restricciones más severas. También en 2021. Hasta el último trimestre del año pasado, ha subido un consumo que ya estaba disparado. Los datos de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) muestran que en 2021 se alcanzaron las 93 dosis diarias de ansiolíticos e hipnóticos por 1.000 habitantes, un 6% más que en 2019.
Los principales consumidores son los mayores de 65 años: un 25% (más de 2,3 millones de personas) los habían tomado en las dos semanas previas a contestar la Encuesta Nacional de Salud de 2017. Es el último dato disponible, pero las tendencias de la pandemia predicen que hoy serán más.
Y, entre los mayores, las principales consumidoras son las mujeres (34,1%, frente a 15,4%). Es algo bien documentado en la literatura científica. “Algunos autores indican que la mayor inestabilidad laboral tiene un papel importante. Otros apuntan a la mayor disposición de la mujer a expresar sus síntomas y buscar atención médica en comparación con el hombre”, dice María Isabel Santos Pérez, que dedicó su tesis doctoral al uso de psicofármacos en mayores. “Las alteraciones de los patrones del sueño, los estados de soledad por pérdida de la pareja y los fenómenos de ansiedad y tristeza convierten a los ancianos en un grupo propicio para el consumo de estos fármacos”, agrega.
El abuso de psicofármacos es considerado un problema de salud pública que se ha disparado en la pandemia, pero venía creciendo desde hace décadas. El consumo de tranquilizantes en mayores era del 3,1% en 1993, creció hasta el 15,5% en 2003 y subió al 25% en 2017, según las sucesivas encuestas nacionales de salud.
¿Cómo hemos llegado a esto? “Existe una tendencia creciente a la medicalización en la vida cotidiana. Problemas de salud ordinarios y autolimitados que hasta hace poco pasaban desapercibidos son ahora considerados síntomas e incluso patologías que deben ser tratados”, resume Santos.
Pero hay más factores implicados, que incluyen la saturación del sistema de atención primaria y la falta de profesionales en salud mental. En España hay 11 psiquiatras por cada 100.000 habitantes, casi cinco veces menos que en Suiza (52) y la mitad que en Francia (23), Alemania (27) o Países Bajos (24). También los psicólogos clínicos escasean y en 2018 apenas eran unos seis por cada 100.000 habitantes en la red pública (tres veces menos que la media europea). Ante problemas muy complejos y multifactoriales lo “fácil”, reconocen varios médicos consultados, es recetar un fármaco.
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Carlos Fernández Oropesa, presidente de la Sociedad Andaluza de Farmacéuticos de Atención Primaria, explica que se trata de fármacos muy demandados por los pacientes, especialmente los mayores. “Quieren pastillas para dormir, para los nervios, para superar problemas… Son reflejo de incapacidad del sistema para dar respuesta a algunos problemas de salud. Cuando no hay accesibilidad correcta por ejemplo a psicoterapia, la solución más rápida es prescribir estos medicamentos, que tienen sus indicaciones, que son de unas semanas, pero cuyo uso se cronifica y se extiende demasiado a menudo de forma indefinida”, sostiene.
Deshabituación de psicofármacos
La buena noticia es que de los psicofármacos, pese a que causan adicción, se sale. Tomasa lo atestigua. Hasta diciembre tomaba siete pastillas de este tipo al día. Hoy, ninguna. “Está igual, duerme bien y no se queja de dolores para los que había estado años medicándose”, asegura su hija. Liliana González, su médica, explica que fue rebajándole paulatinamente las dosis cada 7 o 14 días, en función del fármaco. En menos de tres meses ya no tomaba ninguna. “Tomasa está feliz. Y en otros residentes hemos visto cambios todavía mayores. Uno se había caído 18 veces en un mes y desde que no toma psicofármacos no se ha vuelto a caer”, afirma.
El equipo de Sanitas Mayores ha publicado varios estudios que demuestran la efectividad de la reducción de psicofármacos en mayores, tanto con demencia como sin ella. “Aunque los que no la tienen se suelen resistir más”, apunta González. Estas investigaciones muestran que la retirada de estos medicamentos, o su reducción al mínimo, no ha conllevado otros daños.
La investigación en este sentido es extensa. El problema es que no siempre es fácil reducir o eliminar la medicación. Hay que tener la predisposición y los recursos. “Todos los equipos tienen que estar coordinados para la retirada, es un concepto global de los cuidados”, explica Curto. “En entornos no controlados, quizás es más difícil porque el médico que prescribe los medicamentos no tiene el suficiente tiempo para realizar un seguimiento exhaustivo del paciente”, justifica. A pesar de ello, en los centros de salud también abundan los planes para disminuir los fármacos. Ferrán Bejarano Romero, coordinador de farmacia de la Dirección de Atención Primaria del Camp de Tarragona, explica que en un programa experimental con un cuestionario y un guion de ayuda a las personas que los tomaban consiguieron reducir estos fármacos en un 45%.
Los psicofármacos, además, no suelen llegar solos. Los mayores suelen ser víctimas de una “cascada farmacológica”, en palabras de Curto, que les lleva a tomar un medicamento para la tensión, otro para que no les haga daño al estómago, otro para el colesterol… Y a estos se suman psicofármacos de los que a menudo también se combinan varios. Se van añadiendo unos a otros a lo largo del tiempo: ansiolíticos, antidepresivos, hipnóticos…
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En el estudio de María Isabel Santos, el 44,9% de los pacientes que consumía fármacos psicotrópicos usaba dos o más, una frecuencia superior a la encontrada en otros estudios (en torno al 30%). “Existen pocos datos que apoyen el uso simultáneo de varios fármacos psicotrópicos de la misma o distinta clase, sin embargo, se trata de una práctica ampliamente extendida que incrementa tanto el riesgo de efectos adversos como el coste de los tratamientos”, relata esta investigadora.
“Hay una dinámica general de polimedicación”, coincide Mara Sempere, del grupo de utilización de fármacos de la Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria (SEMFYC). “Son medicamentos complejos porque generan adicción. Su retirada tiene que ser gradual, progresiva. Es importante insistir en el tratamiento no farmacológico. Si hay insomnio, asesorarle en otras técnicas, en higiene del sueño. Si no funcionan, estos fármacos tienen su papel, pero limitados en el tiempo, algo que hay que dejar claro al paciente desde el principio”, subraya.
Si un anciano toma psicofármacos, siempre tiene que haber algún médico que se los haya prescrito. La rotación en los centros de salud y la falta de tiempo no contribuyen a que los puedan revisar. Sempere pone un ejemplo: el sistema informático no avisa cuando una persona lleva un determinado tiempo tomando medicamentos como las benzodiacepinas, algo que sí ocurre con otros. “Lo que yo hago es no prescribir nunca para más de un año; con una revisión constante consigo en mis pacientes una media de dosis diaria muy baja”, cuenta. La médica aboga por supervisar los motivos de renovación de las recetas y hablar con los pacientes para abordar sus problemas, algo que no siempre permiten las agendas de los centros de salud.
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