Con 14 años, Mayra Lineth Pop Maquin quiso irse de casa, pero no por la típica rabieta de adolescente. Quería seguir estudiando y quedarse significaba casarse, que la entregaran a un chico siete años mayor que ella y al que ni siquiera conocía. Sus padres no tenían dinero para la escuela y dar a su hija mayor en matrimonio para que empezara a formar su propia familia, al fin y al cabo, era lo habitual en su comunidad, la aldea China Cadenas en el departamento guatemalteco de Izabal, en el noreste del país. “El 1 de noviembre, ya hace cuatro años, llegó un muchacho. Ni siquiera fue novio mío, habló con mi papá y mi papá aceptó y entonces empezó a preguntarme que si yo quería casarme y le dije que yo no quería nada, que yo solo quería estudiar. Mi papá me dijo: ‘No tenemos plata’ y ahí me quedé sin saber qué hacer. Intenté varias veces decir no, pero él no me entendió”, recuerda.
Pero ella no se resignó. Con la ayuda de una organización no gubernamental que tenía un programa de educación de niñas en su comunidad, llevó su caso ante la justicia. Por aquel entonces, el matrimonio infantil todavía no era ilegal en Guatemala y la práctica era común, especialmente en algunas zonas rurales y pueblos indígenas como los q’eqchis, al que pertenece Pop. “En el caso de Mayra ya era la segunda vez que la habían ido a pedir y ella estaba sumamente preocupada porque creía que a la tercera vez que fueran por ella sus papás la iban a entregar. Los integrantes de su familia, dando continuidad a su conocimiento ancestral, estaban decididos a entregarla”, explica Karen DuBois, directora del programa dedicado a las niñas de Fundaeco, el grupo que ayudó a la adolescente con su demanda.
Guatemala prohibió el matrimonio infantil a finales de 2017, pero esas uniones no han acabado del todo, especialmente en aldeas indígenas. Y aunque DuBois cree que es cada vez menos habitual, sospecha que la pandemia puede haber provocado un aumento en la entrega de niñas a hombres, pero no hay manera de verificarlo porque la crisis de salud ha reducido la presencia institucional en esas zonas remotas.
La organización Save the Children alertó en un comunicado reciente que la crisis de la covid-19 podría aumentar los matrimonios infantiles forzados. Según su cálculo, para finales de 2020 unos 12 millones de niñas en todo el mundo habrán sido obligadas a casarse, a menudo con hombres de edad avanzada, lo que tendrá una repercusión en el “aumento de los embarazos de adolescentes y del abandono escolar”. “Este incremento supone revertir 25 años de progreso, en los que se había conseguido reducir las tasas de matrimonio forzoso en niñas”, advirtió la organización.
A principios de 2017, el caso de Pop llegó a un juzgado de primera instancia de la niñez, que determinó que no podían obligarla a casarse. El juez consideró que eso vulneraba sus derechos y le dio la custodia a su abuelo paterno. Además, la sentencia obligaba a la adolescente a continuar con sus estudios y recibir terapia psicológica y a sus padres a ir a una escuela de adultos. “Yo estaba sorprendida porque no sabía que iban a hacer algo por mí. Mi papá se enojó un poco porque no le había hecho caso, pero solo por eso estoy aquí y sigo estudiando (…) Me sentía libre y me sentía muy feliz porque me salvé”, dice al teléfono la joven desde Livingston, la ciudad a la que se desplaza los fines de semana desde que comenzó la pandemia para conseguir Internet y ponerse al día con su carrera de Ingeniería Forestal.
El éxito en los estudios es un símbolo de su victoria y una muestra de que formarse era realmente lo que quería, pese a las críticas que sufrió en su comunidad cuando decidió salirse de la norma. “Me dijeron bastantes cosas, que yo nunca iba a graduarme, que solo fui a buscar hombres y a buscar embarazarme y yo me puse a llorar, pero me dijo mi mamá: ‘No te preocupés por eso. Tú decidiste no casarte y estás libre de hacer las cosas como quieras’”, recuerda. Ahora, su historia es un impulso para otras niñas que vieron cómo Pop consiguió convertirse en la primera de su aldea en acabar la secundaria y llegar a la universidad, un logro que pudo celebrar junto a sus padres.
“No se fracturó su relación, [Fundaeco] asumió el compromiso de acompañarla en el proceso de gestión de la beca y su permanencia en otro departamento. Pero cada vez que regresa a sus periodos de descanso, vuelve a vivir a la casa con sus padres. En realidad, nunca dejó de vivir allí. Pero las decisiones sobre su vida no la podían tomar sus padres, sino que estaba a cargo de un abuelo”, explica Karen DuBois. Su organización le consiguió a la adolescente los fondos para que estudiara Ingeniería Forestal en una universidad privada de Petén, un reto a nivel académico y lingüístico, porque Pop no dominaba completamente el castellano. Pero no solo logró ponerse al día, sino que también se convirtió en la mejor alumna de la escuela en Matemáticas y Física.
Ahora, desea terminar los estudios, convertirse en protectora de la naturaleza y ayudar a otras niñas para que no tengan que dejar el colegio por falta de recursos. “Algunas me dicen: ‘Mayra, sos bien cabrona porque qué mujer de tu cultura haría eso’. Muchas niñas me dicen: ‘¡Qué bueno que te vas a graduar, quisiera verme así. Me encantaría ser así como vos!’. Algunas chicas sí que han querido seguir estudiando, pero lo que nos afecta mucho a nosotras es que no hay con qué. Muchas no tienen plata”, explica.
La pandemia ha significado para Mayra Pop regresar a casa de sus padres desde la universidad de Petén para continuar con su educación a distancia, conseguir su objetivo de graduarse y encontrar trabajo. Entonces sí, dice, tendrá tiempo de pensar en matrimonio. “Sí, me gustaría casarme, obvio, pero no sé hasta cuándo, cuando tenga todo para mis hijos, para que ellos también puedan aprovechar”.
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