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Menorca, idilio mediterráneo

Más que ir, a Menorca se vuelve. Y por muchas veces que se haga, siempre es la primera vez. Desde el barco o desde el avión compensa vislumbrar su morfología verde, ligeramente rocosa, envuelta de azul, esa silueta propia de los paraísos naturales y agrestes, y anticipar los placeres que están por llegar. Es la más septentrional y la segunda en extensión de las islas Baleares, pero la tercera más poblada, lo que le permite ser la más preservada y sostenible y conservar con dignidad su entorno natural, su identidad, su apuesta por productos locales, su mar (protegido por la Unesco como reserva de la biosfera), su cielo (es Reserva Starlight por sus excelentes condiciones para la observación de estrellas) y también su gastronomía (es la región gastronómica europea para 2022).

La dimensión poética que contienen sus 53 kilómetros de largo por 19 de ancho despierta en el viajero una sensación de pertenencia y hace que se contemple con mirada mística. En su poema Menorca, Miquel Martí i Pol animaba a pensar la isla “siempre al límite del tiempo, como una cinta / que recupera el oriente más cálido/ y lo convierte en luz maravillada, / en arena, en mar, en piedra y en misterio”. Es uno de esos lugares en los que todo está en su sitio y en los que, extrañamente, uno nunca tiene la sensación de estar donde no debe. Decía Predrag Matvejevic en Breviario mediterráneo que “la mediterraneidad no se hereda, se consigue. Es una decisión”. Menorca desata sentimientos de esa índole. Es la isla del tourisme éclairé, que a partir del 17 de julio tendrá un estímulo más: la apertura del centro de arte Hauser & Wirth Menorca con una exposición del afroamericano Mark Bradford. 1.500 metros cuadrados repartidos en ocho galerías, jardín con obra de Chillida o Louise Bourgeois, tienda y restaurante, en una ubicación singular: el antiguo hospital naval de la isla del Rey, un islote en mitad del puerto de Mahón. La restauración ha corrido a cargo del arquitecto Luis Laplace y los jardines son obra del paisajista Piet Oudolf, conocido por su High Line de Nueva York.

La fascinación por Menorca, más que creciente, resulta vertiginosa. Sin ir más lejos, en los últimos 10 años la presencia de turistas franceses se ha multiplicado por 16 y al cierre de 2020 se situaban en las estadísticas como el primer cliente, por delante de países como el Reino Unido, Italia o Alemania. Además, la proliferación de nuevas propuestas hoteleras es constante. Estas van del agroturismo en fincas históricas renovadas (atención a las del grupo Les Domaines de Fontenille, a Torralbenc o a Es Bec d’Aguila) a palacios restaurados como Can Faustino en Ciudadela, pasando por hoteles boutique como Cristine Bedfor, en Mahón. Y Ryanair acaba de anunciar nueve nuevas rutas estivales directas, tres nacionales y seis europeas (tres de ellas desde Burdeos, Marsella y Toulouse). Tendencia a la que se suma Transavia inaugurando vuelos desde París, Lyon y Nantes.

La riqueza natural de Menorca no solo se manifiesta en la calidad de sus playas, aunque estas sean el mayor reclamo en verano, cuando la población duplica su número de habitantes, pasando de 96.000 a 200.000. Para disfrutar de ese sublime patrimonio de calas que anuncian una vida secreta y disgregada del mundo, lo primero es controlar el viento. Hay que habituarse cuanto antes a conceptos como tramuntana, llevant, marinada, migjorn, mistral, nombres a expensas de los que siempre se está, porque lo más importante al llegar es orientarse, que aquí significa comprobar hacia qué lado sopla el viento para así ir al lugar contrario, el adecuado. Si sopla del norte iremos a las playas del sur, si soplan rachas del sur iremos a las del norte. Si uno no se aclara o se siente ridículo chupándose el dedo (parece fácil, pero no lo es tanto), lo más cómodo es hacerse un amigo autóctono y preguntarle cada mañana. En tres segundos le dirá la mejor playa e incluso la hora del día en que convendrá mudarse a otra.

De playa en playa

En general, el norte de la isla es más agreste y los arenales tienen accesos más complicados. No es el caso de Cavalleria, a la que se accede a través de un camino con desniveles pero muy accesible, una playa virgen, de casi 5oo metros de largo, con arena de grano grueso que irradia sensación de plenitud. Igual de virginal, Binimel·là tiene una playa principal a la que se llega en coche y, siguiendo el Camí de Cavalls (proyecto, o paisaje cultural, al que volveremos más adelante), a la derecha, esperan varias calas. Na Macaret, por su parte, es ideal para ir con niños. Contra la monotonía, y muy próxima a una nueva dimensión de arena roja y apariciones cósmicas en forma de rocas dentro del agua cristalina: cala Pregonda. Lo que se tarda en llegar se olvida enseguida. Cerca de Ciudadela, las playas de Algaiarens (Dels Tancats y Des Bot) también son vírgenes y luminosas, por lo que valen la pena los 20 minutos a pie desde el aparcamiento. Una vez allí no está de más saber que en cala Morell, en una ubicación privilegiada, se encuentra el Ivette Beach Club, muy buscado por sus vistas.

En el sur, de fácil acceso, Es Canutells es perfecta para una primera toma de contacto con playas de arena más fina y blanca y agua transparente. También Binigaus, cercana a Sant Tomàs, otra de apariencia inexplorada. Conviene aparcar en el popular chiringuito de Es Bruc, en el que nunca está de más una parada técnica para probar unos de los mejores mejillones al vapor de Menorca. En cala en Porter destacan las actividades con kayak, a cargo de Kayak Menorca, cuyo servicio estrella es la ruta de las cuevas: tres horas de acantilados y grutas como la d’en Xoroi (sí, la de arriba es la terraza de las postales), la de la Llum o la de Sant Josep, hasta llegar a Cales Coves, faro del nudismo, in illo tempore tan hippy. Son Bou, a dos pasos, también es propicia para los deportes acuáticos.

Cala Macarella y cala Macarelleta están prácticamente conectadas. Puede que sean las dos playas más fotografiadas del verano en Menorca, algo que se entiende en cuanto se pisa una de ellas, porque lugares así reconcilian a uno con cualquier forma de arte. Las paredes verticales de roca caliza que protegen sus aguas añaden matices de luz a ese color turquesa que, con permiso de la frontera de arena blanca, busca el verde de los pinos. La masificación, a menudo, complica la estancia, pero en septiembre, por ejemplo, uno pasa el día sin darse cuenta. Tienen mucho que ver con cala Mitjana, más de lo mismo. Para subir la apuesta, a la izquierda, entre las rocas y los pinos, se distinguen unas escaleras. Tras un largo (y no del todo fácil) camino a pie, aguarda el anárquico deslumbramiento de cala Trebalúger, una recompensa que trae la mejor forma de perfección posible: la inacabada. Acceder a estas arenas (aún hay más nombres: como la cala Turqueta, Es Talaier, Fustam o cala Tortuga) supone entregarse al paisaje una vez más, como ocurre con ese poema conocido que en cada nueva lectura nos dice algo distinto. En ellas todo se reduce a los indicadores básicos, los sentidos del olfato, la vista, el tacto. Pequeños universos de salitre, pino, roca y arena. Buenos lugares para entender lo atractivo del equilibrio entre elementos naturales opuestos, la simétrica perfección de la nostalgia en la que se convertirá algún día toda esta plenitud. Ya se sabe, el mejor placer nos lo dan los fragmentos.

Si no sopla viento del norte, ni llevant, ni del noreste, es un acierto la playa de Sa Mesquida, al norte de Mahón, justo después del pueblo de idéntico nombre. Tan cerca de la ciudad y, a la vez, tan lejos. Un mundo aparte. También hacia el este, algo más arriba, el pequeño núcleo urbano de Es Grau, dentro del parque natural de S’Albufera, tiene una playa idónea para los más pequeños en la que, literalmente, no hay manera de que cubra el agua.

Lo que hay que saber

Playas aparte, en Menorca conviene prestar atención a una serie de conceptos muy arraigados a su cotidianidad, como los muros de pared seca (patrimonio mundial), sus fiestas patronales con los caballos como protagonistas o las barreras menorquinas (puertas de madera de acebuche). Además de…

01 Camí de Cavalls. Un itinerario de caminos de tierra que permiten bordear la isla a pie, a caballo o en bici. Su buen estado se debe a la reorganización del estudio de arquitectura y paisajismo de Isabel Bennasar. “Si se consigue mantener el equilibrio entre disfrutar del medio rural y su protección, mantendrá su carácter”, asegura. Sobre la profusión de proyectos arquitectónicos, opina que “las nuevas tendencias que potencian la recuperación y el respeto por las tradiciones pueden servir para hacer muy buena arquitectura integrada en el lugar. Hay muchos edificios obsoletos, antiguas infraestructuras, que pueden reutilizarse”.

02 Faros. Por el territorio aparecen estos puntos fronterizos como Punta Nati, Cavalleria o Artrutx, edificaciones evocadoras que hablan de épocas ancestrales. Por envergadura y entorno, ninguno como el faro de Favàritx, construido en 1922 para favorecer la ruta de los navíos franceses entre Argelia y Marsella. Martí i Pol le dedicó un poema que siempre viene a cuento en este rincón: “Aquí se acaba el mundo o alguna vez / empieza…”.

03 S’Albufera des Grau. El parque natural abarca una laguna, la isla de Colom y el cabo de Favàritx. Más de 5.000 hectáreas en las que se concentran cinco reservas naturales y se alternan zonas húmedas, terrenos agrícolas, bosques y un litoral deslumbrante. Una excursión apetecible es la que va desde el cabo de Favàritx hasta la playa de Es Grau. Hay que seguir el Camí de Cavalls que lleva a las calas Presili y Tortuga y atravesar durante seis kilómetros un tierno paisaje de costa virgen y dunas. Se transita entre carrizos, sabinas, barrones y cardos marítimos, y guarda, claro, sobrecogedoras bienvenidas a playas.

04 Talaiot. En la canción , que Serrat compuso en homenaje a Mahón, se habla de un talaiot que “s’enfila al cel per si tornessin els pirates”, aludiendo al estupendo patrimonio de estos monumentos megalíticos creados en la Menorca prehistórica. Donde mejor se contempla la fuerza de esta arquitectura es en la Naveta des Tudons. Poblados como el de Talatí de Dalt, Torre d’en Galmés, Torralba d’en Salort, Trepucó, Son Catlar o el de Sant Agustí Vell dan buena cuenta de estos vestigios.

05 Piedra marés. Un material de construcción del color de la arenisca que da personalidad a edificios históricos de Ciudadela y Mahón. Para profundizar, Lithica – Pedreres de S’Hostal es un curioso enclave constituido por canteras de distintas épocas. Tan presente está esa piedra que el estudio de arquitectura Ensamble proyectó en 2018 la vivienda Ca’n Terra en el interior de una cantera.

06 Caldereta. La caldereta de langosta tiene algo de religión. Sucede como con las playas, recomiendas una y se descubren veinte. Ante este plato siempre ocurren dos cosas: la euforia de empezar y la tristeza de terminarlo. La localidad de Fornells es el templo de esta obra de arte que fue plato de pescadores. Es Cranc, Es Port, Sa Llagosta o Can Tanu son algunos sitios para probarlo.

07 Pomada. Otra seña de identidad es el Gin Xoriguer, herencia británica que, mezclado con limón, ha devenido en la bebida oficial de todas las fiestas. Se sirve muy fría y no avisa de posibles desmanes. Ojo.

08 Llocs. Son casas de campo o fincas agrícolas. Su presencia es constante en los puntos más elevados del interior y resultan inconfundibles por su arquitectura tradicional y su color blanco.

Dos capitales

Desde el punto más oriental de España, Mahón ejerce hoy de capital de Menorca. Con seis kilómetros de longitud, tiene uno de los puertos naturales más grandes de Europa, cuyo paseo justifica una visita. Es tan interminable que esconde otro puerto, el de Cales Fonts, en Es Castell, reducto de restaurantes y autenticidad pesquera. En el centro histórico destacan el Teatro Principal, el más antiguo de ópera en España (de 1829), y los mercados del Claustro y des Peix (también mercado gastronómico), que mezclan al turista con el autóctono ante un carrusel de quesos, sobrasada, ensaimadas y pescados. Los estudios de Blanca Madruga (cerámica) o de Pol Marban (pintura) dan buena cuenta del nivel de la producción artística y artesanal actual en la ciudad. En ese sentido, son de agradecer las reformas en varias calles del centro, en especial la nueva vida de Bastió, cuya intervención ha permitido peatonalizarla y embellecerla. Asimismo, conviene mencionar la reordenación del tráfico en torno a la gran plaza de S’Esplanada, promovida por la asociación de vecinos del centro y que, sin duda, invitará a un paseo más sosegado.

Separadas por apenas 46 kilómetros, en la otra punta se encuentra Ciudadela. Que regentara la capitalidad de la isla hasta la ocupación inglesa del siglo XVII explica bien esa riqueza patrimonial reflejada en palacios como Salort y Torre-Saura, en el Ayuntamiento, con un mirador muy generoso, o la catedral de Santa María de Ciudadela. Sus calles medievales dan para mucho, y si se ha desayunado en el café Imperi un panet de sobrasada y queso, todavía más.

En la festiva plaza del Peix, el Ulisses atrae a quienes gustan de empalmar el aperitivo con la comida, la comida con el tardeo y este con lo que surja sin quitarse las abarcas. Habrá que guardar tiempo para comer en Smoix o en Es Tast de na Silvia. Sa Prensa es ideal para emplearse en el palique de taberna con locales. También hay que prestar atención a edificios contemporáneos que abren la puerta a la Menorca actual: el centro sociosanitario geriátrico Santa Rita, un brillante proyecto de Manuel Ocaña, y al albergue Sa Vinyeta, del estudio Ripoll-Tizón. En cuanto a particulares, en Es Mercadal está la minimalista Casa E de Marina Senabre, tan celebrada.

Al final de los días, cualquiera de las playas o de los balcones son propicios para atender a ese cielo starlight, y recordar los colores y los perfumes diurnos. Y agradecer a la isla su capacidad de preservar la autenticidad. Menorca hoy alimenta a una troupe de islomaniacos prendados de un firmamento digno de himnos galácticos en el que caben, como mínimo, los siete cielos de aquella canción de Jaume Sisa.

Más pistas

Detalle del restaurante del hotel Cristine Bedfor, en Mahón.
  • Can Bernat des Grau, en la carretera de Maó-Fornells. Un restaurante con barca propia, lo que significa carta corta, pescado fresco y olvido largo (650 97 46 85).
  • Balear es el clásico de Ciudadela, el que sale en todas las guías y que no puede faltar en esta, como tampoco su hermano pequeño, Pins 46.
  • La Caraba, en Sant Lluís, difícil algo más menorquín.
  • Can Los. Una recomendación en Es Castell, aquí acuden los menorquines a comer langosta sobre huevos fritos y patatas fritas (971 15 73 73). En el puerto de esta localidad, Trébol es uno de los imprescindibles.
  • En el centro de Mahón es imbatible Ses Forquilles (cerrado hasta el próximo otoño) y, en el puerto, el mismo equipo gestiona Rais, donde conviene tener presente los arroces. También son los responsables gastronómicos del restaurante del hotel Cristine Bedfor, recién estrenado en la ciudad.
  • Sa Sucreria. La denominación de la ensaimada tiene su origen en la palabra “saïm”, que es la grasa de cerdo con la que se unta la masa. Las hay por todas partes de distintos fabricantes. En esta tienda en Es Mercadal, además de la clásica, venden de sobrasada. Ay…
  • Cap Roig. Si encuentra un restaurante con mejores vistas, por favor, háganoslo saber cuanto antes. Este, además de la panorámica de la cala de Sa Mesquida, tiene todos los hits de la cocina menorquina.
  • Gastronomía a un lado, dos pistas culturales más. El centro cultural Ca n’Oliver es el lugar ideal para entender la importancia de Mahón durante los siglos de dominio británico. Y en Ciudadela hay que acercarse a la galería Vidrart, dinámica sala de arte moderno y contemporáneo, un espacio de exposición que defiende y promueve a artistas locales.

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