Supo siempre que, si llegaba el día, formaría parte de la resistencia. Y cuando los militares rusos le torturaban en un sótano de la ocupada ciudad de Jersón, Viktor recordó esa milésima de segundo, unos meses antes, en la que pasó de empresario a partisano. Cuando aceptó transportar y esconder armas para las fuerzas ucranias e informar de las posiciones de las tropas del Kremlin, que después bombardearía el ejército de Kiev. “Vinieron a hacer la guerra, mataron a nuestra gente”, zanja Viktor, en la cincuentena, atusándose nervioso la descuidada barba castaña mientras camina por su destrozado jardín. Dos potentes explosiones hacen temblar el suelo. Hace casi tres meses que el Ejército ruso se ha retirado, pero aún castiga a Jersón, a sus habitantes y a sus partisanos, aquellos que ayudaron a forzar su repliegue y a asestar al Kremlin la mayor derrota en un año de guerra.
Bajo un plástico mojado sobresale la mano de una mujer joven, con la manicura perfectamente diseñada en forma de almendra. Un toque cotidiano en una imagen compartida por periodistas locales en las redes que ha vuelto a sacudir los estómagos de la ciudadanía ucrania, una imagen que hace aún más macabra la realidad de muchos días en la ciudad sureña. Un ataque en la concurrida estación de autobuses segó este martes la vida de seis personas e hirió a una veintena más en Jersón, una ciudad que albergaba una industria de construcción naval y que antes de la guerra a gran escala tenía una población de unos 280.000 habitantes, pero de la que ahora muchos buscan marcharse para huir de las bombas. Hace semanas que el Gobierno ucranio ha instado a la población civil a evacuar Jersón, cabeza de una región que Moscú se anexionó ilegalmente en septiembre, junto a otras tres provincias ucranias parcialmente ocupadas.
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Y cada día que pasa, que la guerra sigue, que los ataques rusos arrecian, Viktor se reafirma. “Volvería a hacer mil veces lo mismo”, dice. Hace falta paciencia. Y fe, asegura el hombre, que hasta que el presidente ruso, Vladímir Putin, lanzó la invasión a gran escala había regentado una casa de baños de aspecto rústico junto a su coqueta casa con jardín. Como él, decenas de personas —tal vez cientos— se jugaron la vida para reportar a los servicios de inteligencia y otros contactos fuera de la ciudad las coordenadas de apartamentos donde se habían instalado funcionarios del Gobierno títere, puntos de reunión, centros militares de soldados rusos, datos de todo tipo. También para reportar el paso de armas; a veces incluso casi en tiempo real. En solitario o a través del tejido de pequeñas redes de resistencia.
Viktor, Vika y su hijo Kostia, en el patio de su casa en Jersón.María Sahuquillo
Y aunque fueron casos contados, algunos partisanos dieron incluso un paso más y mataron a soldados rusos, hicieron estallar sus coches, les hostigaron de distintas formas. La labor de la mayoría, no obstante, fue contribuir con información, apunta uno de los oficiales de inteligencia que trabajó con personas como Viktor desde la vecina ciudad de Mikolaiv. El gerente de un restaurante muy frecuentado por los rusos que se dedicó a ir recopilando muchos de sus datos personales; la anciana que escuchaba desde su ventana en el primer piso las conversaciones de los militares del Kremlin cuando salían a fumar al patio que su apartamento compartía con un punto que usaban las fuerzas de ocupación; varios magnates locales que colaboraron para hacer circular armamento ucranio. Empresarios, pescadores, amas de casa, funcionarios, tenderos, peluqueros, pensionistas.
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Los partisanos y su encaje con la inteligencia ucrania a través de plataformas de mensajes de móvil encriptados, unidos a las armas de precisión proporcionadas a Ucrania por sus aliados occidentales, fueron “cruciales” para expulsar a las tropas de Putin de Jersón, dice Oleksandr Samiolenko, jefe del consejo regional de Jersón, que asegura que la información proporcionada por la resistencia ayudó a las fuerzas ucranias a atacar un hotel lleno de oficiales de inteligencia rusos, una reunión importante de las autoridades títere de Moscú y otros puntos. Sus acciones no solo proporcionaron logros concretos, además contribuyeron a aumentar la paranoia entre las fuerzas rusas. El ruido sobre su existencia también fomentó las redes en otras partes ocupadas y un sentimiento de que había posibilidades.
El Kremlin había sembrado Jersón de colaboradores, bastantes de ellos muy bien cultivados antes de la guerra a gran escala, otros que viraron con la llegada de los rusos y algunos más forzados por las circunstancias, una variable que mucho tuvo que ver con el rápido desplome de la ciudad, casi puerta de entrada en un flanco a la península de Crimea, en los primeros compases de la invasión. Y en ese entorno lleno de ojos ávidos, la rutina de Viktor era casi todos los días muy parecida. Paseaba por la ciudad haciendo recados llevando el móvil de su esposa, Vika, una risueña taxista rubia y bajita, y se dedicaba a tomar fotografías y grabar algunos vídeos mientras hacía que hablaba por teléfono o recopilaba datos: una cafetería o un supermercado particularmente frecuentado por los rusos, algunos nombres y datos escuchados aquí y allá, detalles sueltos sobre armamento que iba viendo. Después, al llegar a casa, enviaba la información a su contacto fuera de Jersón, borraba cuidadosamente absolutamente todo del móvil y se lo devolvía a Vika.
Reconoce que tenía miedo. “Pánico”, dice. Algún día tuvo ciertos encargos algo “diferentes”, como recoger un paquete aquí y entregarlo allá. No hizo demasiadas preguntas y rehúsa dar detalles. Poco a poco, además, Rusia trataba de absorber Jersón. Introdujo el rublo, cortó la televisión ucrania, instaló redes de telefonía rusa, impuso su currículo escolar en las escuelas.
Cuando las fuerzas rusas de ocupación arrestaron a Viktor, en verano, había proporcionado decenas de datos, claves y coordenadas a la inteligencia ucrania, según su relato y el de uno de los oficiales que trabajó con él desde fuera. El pequeño empresario, que ha vivido toda la vida en Jersón, afirma que jamás reveló a las fuerzas de Moscú que era un informador ucranio, un partisano, miembro de la resistencia.
En los ocho meses que duró la ocupación de Jersón y los casi tres que han pasado tras el repliegue de las fuerzas rusas, con una vida cada vez más dura en la simbólica ciudad, Viktor parece haberse echado diez años encima. Habla, habla, habla. Tembloroso, sin dejar de moverse por la casa, de buscar objetos para apuntalar su relato, un cuchillo, un documento arrugado. Cuenta durante un par de horas casi cada uno de sus días durante la ocupación. Como si decirlo todo en voz alta, compartirlo, contarlo, fuera una especie de terapia. Le torturaron durante dos semanas. “No sabíamos dónde estaba, le creí muerto muchas veces, pensé que después me llevarían a mí, a mi hijo…”, se lamenta Vika en el patio de su casa, que antes de la guerra acogía un jardín con mesas y sillas para pasar el rato. Hoy, parece que ha pasado un tornado.
Las fuerzas de ocupación terminaron por soltar a Viktor. No sabe si algún vecino le denunció o si su arresto se debió a la política sistemática de las fuerzas del Kremlin, que golpearon, electrocutaron, interrogaron y amenazaron de muerte a miles de ciudadanos en aquellos oscuros sótanos. Y pese a los temblores, el insomnio, las heridas físicas y psicológicas, no solo siguió pasando información, sino que realizó algunas otras “pequeñas acciones”. No solo él. Ya con la contraofensiva ucrania en marcha y bajo la atenta mirada de Viktor, su hijo, Kostia, un tímido muchacho de 17 años con una sonrisa idéntica a la de su madre, se atrevió a acercarse al edificio de la Administración regional y a arrancar de cuajo la bandera rusa que los ocupantes habían colgado. Su acción, la fotografía a la mañana siguiente de la fachada, desnuda, del edificio, alimentó cientos de comentarios patrióticos en las redes sociales.
Y hubo muchos pequeños órdagos así durante ocho meses. Detalles que antes de la ocupación podrían haber sido cotidianos o sin importancia, que sirvieron para seguir saboteando el ánimo de las fuerzas de Moscú y las autoridades títere. Para ponerles nerviosos y que fueran conscientes de que, pese a los arrestos y las torturas, las redes de resistencia seguían vivas. Familias, personas de todo tipo arrancaron carteles en los que el Kremlin prometía que se quedaría en Jersón para siempre, pintaron las paredes de varios edificios estratégicos de la ciudad con los colores azul y amarillo de la bandera de Ucrania, sembraron Jersón de lazos azules y amarillos pintados con spray. “Creyeron que nos quedaríamos escondidos en casa, encogidos de miedo”, zanja Viktor, “pero salimos, actuamos, nos volvimos más fuertes”.
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