La web de la empresa de seguridad sudafricana Dyck Advisory Group (DAG), con sede en Velddrif, al norte de Ciudad del Cabo, ofrece lo siguiente: “DAG dispone de un gran grupo de exmilitares de varias nacionalidades a los que recurrir, todos con experiencia previa en operaciones de seguridad en entornos hostiles; el personal de seguridad puede ir armado o desarmado”. Eso depende del cliente. Uno de los que ha contratado últimamente los servicios de DAG, liderada por el coronel Lionel Dyck, nacido hace 76 años en la antigua Rodesia, hoy Zimbabue, es el Gobierno de Mozambique. Una treintena de hombres, varios helicópteros, ultraligeros, avionetas… y un enemigo, el grupo conocido como Al Shabab, que con saña y un salvajismo in crescendo inspirado en el Estado Islámico tiene en jaque a la provincia mozambiqueña de Cabo Delgado. Pero las cosas no han salido del todo bien. Amnistía Internacional ha denunciado a DAG por la muerte de civiles y la contratista puede finalizar sus días en Mozambique.
David Matsinhe fue el encargado de la investigación de Amnistía (informe Lo que vi fue muerte), publicada el pasado 2 de marzo. Esta recogía 53 testimonios que aseguraban que helicópteros de DAG dispararon contra multitudes, sin discriminar entre civiles y objetivos militares. “Uno de los riesgos de contratar empresas militares privadas”, dice Matsinhe en un intercambio de correos, “es la propensión para cometer abusos de los derechos humanos; sus actividades son rara vez monitoreadas y en pocas ocasiones, los operativos rinden cuentas”. Estos “operativos” de los que habla Matsinhe son mercenarios. Suenan a las guerras de independencia o poscoloniales de África, pero la factura de estos soldados de fortuna aún es elevada en el continente.
Mozambique es un estupendo ejemplo de cómo la iniciativa privada cala en la trinchera africana si las cosas se tuercen. El círculo es perverso: muchos ejércitos regulares no están ni entrenados ni armados para hacer frente a organizaciones terroristas como la mozambiqueña Al Shabab —sin vínculos con el grupo somalí del mismo nombre— que crecen en poco tiempo en los circuitos del crimen organizado y el mercado negro de armas. La experiencia de batalla no se coge en dos días, lo que invita a algunos Gobiernos a apostar por estos mercenarios al rescate, veteranos de guerra con soluciones a corto plazo.
Así fue en Nigeria en la primera etapa dura de Boko Haram (2014-2015), tras el secuestro de las niñas de Chibok. Se contrató los servicios de empresas como STTEP (Specialised Tasks, Training, Equipment and Protection), bajo las órdenes de Eeben Barlow, exmando de fuerzas sudafricanas en tiempos del apartheid y uno de los nombres que más suenan en este mundillo mercenario. Funcionó, como reconoce Teniola Tayo, investigadora del Instituto de Estudios de Seguridad (ISS, en sus siglas en inglés), con sede en Dakar, y autora del análisis Soldados de alquiler en la crisis de Boko Haram. “Pudieron lograr avances importantes que no habían conseguido los militares y eso marcó un punto de inflexión en la guerra”, señala Tayo en correo. Eso sí, a costa en ocasiones de sueldos que multiplicaban por cuatro lo ganado por los militares nigerianos que participaban en la misma batalla. Mala cosa para la moral de la tropa.
Se fueron de Nigeria; el actual Gobierno no es partidario de utilizarlos, pero Boko Haram aprieta y también las peticiones de que vuelvan los contratistas. El pasado 10 de marzo, recuerda Tayo, miembros de la Cámara baja nigeriana presentaron una moción en la que pedían al Ejecutivo permitir la contratación de estos extranjeros a sueldo. “Creo que encuentran más atractivo el uso de mercenarios que la intervención de ejércitos occidentales por cuestiones relacionadas con la soberanía”, continúa la analista de ISS.
La empresa del coronel Dyck, que hace frente a Al Shabab desde abril de 2020, no fue la primera opción del Gobierno mozambiqueño de Filipe Nyusi. Antes estuvieron los mercenarios rusos de Wagner, presentes en al menos una decena de países africanos, desde Libia a Madagascar, según una información reciente de la agencia Bloomberg. Wagner no cosechó un gran éxito en Cabo Delgado y Maputo tiró del coronel Dyck, que participó en la guerra civil entre marxistas y anticomunistas en este país (1977-1992) y que, ya con su empresa, trabajó hace ocho años en una campaña contra la caza furtiva.
La influencia rusa
Pero Wagner, vinculada al entorno del Kremlin, ha llegado al continente para quedarse, en un esfuerzo de Rusia por ganar influencia geoestratégica. No sin levantar ampollas. En 2018 aterrizaron en Bangui, capital de República Centroafricana, para apuntalar la seguridad del presidente Faustin-Archange Touaderá —al estilo de los guardaespaldas israelíes en Guinea Ecuatorial—. Esto no gustó demasiado a la misión militar europea que entrenaba y entrena aún hoy —con presencia de un puñado de uniformados españoles— al Ejército centroafricano. Este avispero, en el que una coalición de milicias trata de arrebatar Bangui a Touaderá, se completa con las fuerzas de pacificación de la ONU. El cóctel es bueno.
Pero, ¿de dónde salen estas empresas privadas de seguridad? “No hay evidencias de que estas compañías o grupos estén patrocinados u organizados por países como Sudáfrica”, afirma Willem Els, del programa sobre crimen organizado Enact, apoyado por el ISS e Interpol. Tras el apartheid y años de conflicto, muchos militares con experiencia en Sudáfrica tomaron la vía privada para ganarse la vida. Sin embargo, este país, como recuerda Els, cuenta con una ley que regula la actividad de los mercenarios. O la empresa recibe el sello del Ministerio de Defensa sudafricano para operar en el extranjero, o nada. También se lo pueden saltar, que es lo que ha hecho DAG en Mozambique.
Junto a los Barlow y Dyck han pasado por el continente africano en los últimos 60 años mercenarios franceses, británicos, israelíes, estadounidenses… Como afirma el investigador de Enact, estos no están “obligados” por los tratados sobre la guerra que sí fiscalizan a tropas regulares. No quita que estos ejércitos profesionales no sean también capaces de abusos. Es el caso del Batallón de Intervención Rápida (BIR) de Camerún, una unidad de élite que responde ante el presidente Paul Biya y formada con apoyo de la iniciativa privada israelí vinculada al empresario Eran Moas. Es la vanguardia en el conflicto abierto en la región anglófona del país, señalada por Human Rights Watch por cometer atrocidades contra la población civil.
Tras el informe de Amnistía sobre Mozambique del pasado 2 de marzo, la empresa de Lionel Dyck emitió un comunicado en el que aseguró que abría una investigación sobre lo ocurrido. Fuentes del portal de noticias mozambiqueño Zitamar News afirmaron el pasado 23 de marzo que el contrato de DAG finalizará el 6 de abril. Según este medio, otras dos empresas asistirán al Ejército del país, entrenado ahora además por fuerzas especiales estadounidenses, la sudafricana Paramount y la emiratí Burnham Global.
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