Este es un libro importante. Y excesivo. Un vegetal irregular, imparable, que crece en las sienes del lector. Leerlo resulta agotador (para mí lo ha sido) y, sin embargo, es fundamental hacerlo. Hoy más que nunca. Es un libro indígena, védico, ofrece una cosmovisión radical, antigua, olvidada, que, paradójicamente, tiene más actualidad que nunca. Kafka lo advirtió. La metamorfosis es una idea radicalmente antimoderna, espantosa para nuestra mentalidad, pero que fue natural y sensata en la antigüedad. ¡Cuánto camino recorrido! Lo que este libro sugiere es que esa marcha ha sido en la dirección equivocada. Nos hemos alejado de Ovidio y de Platón, del antiguo Egipto y la India, como quien huye de una pesadilla. Pitágoras hizo de esa idea el eje de su filosofía. No del número, de la metamorfosis, una realidad que desafía el fundamento de todos los números: la identidad.
Tan cierto es que la tierra da vueltas alrededor del sol, como que el sol da vueltas alrededor de la tierra. Todo depende de la elección del lugar de observación. Las revoluciones dejan las cosas como estaban. Simplemente invierten la situación, pero, como sabemos, en el universo no hay arriba ni abajo. La revolución copernicana fue una ilusión. El objetivismo es bíblico: proyecta la idea de un Dios que crea el mundo y lo contempla desde fuera. Un prejuicio que nos lleva a creer que el sistema solar real es el que vemos desde fuera. Y la Tierra, esa canica azul que flota rodante en la inmensidad. La elección del lugar de observación prefigura una geometría el universo. Y la elección es la prerrogativa de lo vivo. La ilusión moderna ha sido supeditar lo vivo a lo geométrico. El mundo al revés.
Pero la filosofía, y la propia física (ya sea relativista o cuántica), nos han ofrecido una escapatoria. La geometría, o cualquier otro modelo teórico, se encuentra supeditada al ejercicio de la libertad, es decir, a la condición de viviente. El viviente ha de elegir qué medir y cómo medir. O mejor, qué observar. Pues el hecho de observar no implica la necesidad de una medición (tan perentoria para los mecanismos y las máquinas). La bilogía, que quiso ser más materialista que la física, se descarrió arrastrada por ésta, y no ha sabido dar el giro que dio aquella, al menos por ahora.
Coccia deja caer proposiciones salvajes. La vida no es un asunto individual. Es una corriente que se trasmite de cuerpo en cuerpo, de especie en especie. Somos esa vida que comparte el cuerpo con otra, que la prolonga. No hemos extraído todas las consecuencias de la evolución. Nuestra vida comienza mucho antes del nacimiento y se termina, si es que lo hace, mucho después de la muerte. No hay oposición entre lo vivo y lo inerte. Todo viviente está en continuidad no sólo con lo no viviente, sino que también es su prolongación, su metamorfosis y su expresión más extrema. La vida es siempre la reencarnación de lo no viviente. Del carbono sintetizado en las estrellas. Descartes fue el hacedor de esa discontinuidad, que ahora se borra. Coccia nos devuelve al mediterráneo pagano. Sostiene que todo está lleno de vida y libertad (no sólo el hombre), que el universo y la vida son indistinguibles. Platón decía, en un pasaje del Timeo, que los seres se transforman unos en otros según ganan en inteligencia o estupidez. Uno puede convertirse en ángel, pero también en piedra. Todo dependerá del ejercicio de su libertad. La dureza mineral como destino último de cierras cabezonerías, de obsesiones telúricas, de sueños oscuros. Allí también está la vida, más lenta, más obtusa. Todos somos Gregor Samsa.
Cada viviente es legión. Cada uno cose yoes como un sastre. Todo lo viviente es una pluralidad de formas. La metamorfosis es precisamente esa fuerza que permite el despliegue de diversas formas de manera simultánea y sucesiva, el aliento que permite que esas formas se conecten entre sí. Para ello hay que nacer. Nacer es el dinamismo propio del ego. Todos somos, en el fondo, una misma vida y un mismo cuerpo, pero nacer es una nueva manera de decir “yo”. Al nacer reinventamos un nuevo modo de ser carne de la Tierra y luz del Sol. El nacimiento hace posible el umbral de lo íntimo. Un roble, un gato o un hongo son seres definidos por el nacimiento. El nacimiento es nuestra primera experiencia. El canal que conduce la vida de una forma a otra, de una especie a otra, de un reino a otro. Lo experimentado en el vientre de la madre sucede en todas partes, en el cielo abierto y en alta mar. Siempre se nace en otro cuerpo. Como los virus. A eso llamamos naturaleza. Nacer es añadir un eslabón a una cadena de transformación. Haber nacido no es sino ser una reconfiguración, una metamorfosis de otra cosa. De otros seres (alimento), de la atmósfera (respiración), de la Tierra (refugio). Cada nacimiento inventa una manera distinta de decir “yo”. Pero cada uno de nosotros es la historia de la Tierra (que incuba a los seres vivos), cada viviente expresa la vida del planeta entero. Coccia se detiene en el planeta por razones políticas (que compartimos), pero de hecho no hay límite. Cada viviente expresa el universo (Leibniz). Somos mundo. El yo es fuerza telúrica y universal.
El nacimiento es confluencia y asimilación colectiva. Una vez nacidos, hemos de crecer. Para ello necesitamos alimento. El alimento es una categoría fundamental del pensamiento védico, olvidada en occidente. “Los helechos que pisamos, los pollos que comemos, los insectos que nos importunan, los microbios intestinales, están ligados por una consanguinidad cósmica”. Compartimos el mismo rostro, aunque no seamos iguales, vivimos del mismo cuerpo. Pero olvidamos que una vez nacimos y nos preocupa la muerte. El nacimiento es apenas celebrado. Pero el nacimiento hace a la madre y no a la inversa. La vida es una nueva versión de lo que la precede. Si Dios participa del nacimiento, habrá de encarnarse también en roble y buey, en hormiga y bacteria. No puede devenir sólo hombre (la Biblia y Descartes coinciden aquí). El hombre no debe ocupar un lugar privilegiado. Coccia sigue a Samuel Butler: “No podemos admitir que una forma viviente sea más semejante a Dios que otra”. Todas las formas vivientes son un único animal. Y todo nacimiento el proceso de migración de los dioses.
Una vez nacidos, ya no tenemos elección. Metamorfosis es destino. Somos un pedazo de este mundo. Nos apropiamos de los cuerpos y las vidas de nuestros padres, modificamos su curso, su ADN. Nuestra identidad genética procede de otro, fue preparada por otro. En nosotros permanecerá siempre esa alteridad. Trasportamos en nosotros a padres y abuelos, a los simios prehumanos, a los peces, las bacterias y los átomos de carbono sintetizados en los hornos estelares. “La vida no es sólo una transformación del mundo: es el momento en el que el mundo se refleja en una de sus partes. Lo que llamamos conciencia no es más que esta reflexión de la Tierra sobre sí misma, y cada ser vivo es necesariamente conciencia del mundo (imagen del mundo, no como anatomía sino como espejo”. De nuevo Leibniz. El ser vivo como reflejo del mundo, como perspectiva de todas las cosas. Así, esa totalidad no es un “objeto”, sino una vida posible. No tiene leyes, tiene hábitos. El reflejo del mundo no es una imagen (estática) sino un ser en movimiento, que percibe y siente, que puede calcular, que puede convertirse, si es poseído por el impulso fáustico, en estratégico, pero que puede también no serlo y entregarse al devenir sin hacer ruido, con una discreción metafísica que recuerda a las vidas de algunos santos anónimos, silenciosos (frente al trueno del profeta o del estratega).
Desplazamos continuamente la vida hacia un nuevo decorado, buscamos la transformación del mundo y de la sociedad, pero cualquier cambio radical nos aterra. En secreto, ansiamos que nuestra identidad que inalterada. Queremos la salvación del yo, no su liberación. La metamorfosis se mueve entre ambas, salvación y liberación del yo. No lo salva, tampoco lo libera. Simplemente lo transforma. No se trata de una conversión ni de una revolución, no es un acto de una voluntad consciente y personal. Viene de otro lado, más antiguo. La revolución es buscada y alabada por la técnica y la política modernas, pro en ella cambia el mundo, mientras que el sujeto queda inalterado. En la conversión ocurre lo contrario, cambia el sujeto, pero el mundo queda inalterado. Ambas falsifican la realidad, que es metamórfica. “En el sueño de un mundo construido por entero a partir de un acto de voluntad definido hay muy poco amor por la materia y el mundo, muy poco interés por el cambio y mucho narcisismo.”
El insecto es capaz de pasar de una especie a otra. Es una criatura por la que desfilan diferentes mundos, una corriente que permite conectar diferentes universos (o ámbitos de existencia, como diría el budismo). La metamorfosis permite componer una serie dispar de mundos en una sola línea de vida. El trabajo de yo es trasmitir una forma a la otra, trasmitirse de un cuerpo a otro, de un mundo a otro. La totalidad de la vida tiene una naturaleza quimérica. En la mitología griega, quimera era un monstruo con cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón que vomitaba fuego. Para la imaginación, la quimera es algo que se propone al pensamiento como posible o verdadero no siéndolo. Esa intencionalidad es la esencia de la vida. Lo que era sólo posibilidad acaba siendo un nuevo nido de posibilidades.
Hay más. La vida nunca abandona del todo su estado embrionario. El sueño es un ejemplo. La Tierra incuba a los seres como una gallina sus huevos. La metamorfosis constata la imposibilidad del viviente de alejarse completamente de su estado de gestación. La vida debe volver constantemente al estado embrionario, evocarlo, conjurarlo, ya sea en la enfermedad, el desmayo, el trance o el sueño. De ahí que todo viviente sea una fuerza de gestación: da vida a sus propias formas y a infinidad de otras. El huevo es un estado intermedio entre el ser animado y el inanimado. Un estado metamórfico, una contracción de los tempos. “La infancia (poco importa que se trate de la del individuo, la especia, la vida o la Tierra) ya no es un acontecimiento pasado. No cesa de volver, de encontrarse con el presente”. La infancia no se resigna a ser pasado. “Es joven cualquier vida en la que la forma sigue siendo el objeto del trabajo poiético.” El fin del huevo es, paradójicamente, unir al individuo con su entorno. La ruptura de la cáscara y el individuo conectado con el mundo circundante, reproduce la situación del embrión en el huevo. El mundo mismo es un huevo, nos dice Coccia. “La ecología debería ser una teoría del huevo”, pues toda relación ecológica es una relación metamórfica (la forma de todo viviente es la del mundo entero). Todo viviente es la metamorfosis del mundo. El cuerpo se hace espacio habitable por formas siempre ajenas. La concavidad del huevo se convierte en exterioridad absoluta.
La metamorfosis es la cualidad de los cuerpos que nunca se separan de su infancia. Por eso para que exista la sonrisa del niño, su fuerza enérgica y espontánea, hay que morir. Quien sueña con evitar la muerte no sabe lo que es la vida. Renuncia a la esencia de la vida, que es la metamorfosis. La “plasticidad” de las plantas y los insectos nos lo enseña. “Todos los seres vivos eclosionan y fabrican su infancia futura, que no pertenece sólo a ellos, sino a la Tierra entera.” La historia de la vida sobre la Tierra es el esfuerzo por rejuvenecer el planeta, por desarticular su identidad geológica. La flor es la recapitulación instantánea de la vida de un individuo vegetal, la expresión de todo su pasado.
Todo yo es un capullo. El capullo es el “lugar” donde el viviente se relaciona consigo mismo. Coccia evoca a Spinoza. La metamorfosis es la prueba de que no hay más que una única sustancia. El nacimiento nos vincula a los demás (sexo, alimento, respiración). El mundo es un capullo hecho de capullos. Cada célula es uno de ellos. Cada uno de nosotros el espacio donde el mundo busca un nuevo rostro. “Los capullos están por todas partes. No esperan a la llamada a la conversión o la revolución. En su interior se construye sin cesar un futuro irreconocible e impredecible”. Los enemigos de la libertad deberían saberlo. La vida expresa esa necesidad ineludible de convertirse en otro. Spinoza hizo un capullo en su apartamento de La Haya, rodeado de amigos. Borges evoca la escena en un soneto: “Labra un arduo cristal: el infinito”.
El alimento
Vivir es, entre otras cosas, comer. El alimento es una categoría filosófica ninguneada por el pensamiento europeo. Comer es fundir la vida de otros seres con nuestro cuerpo. Nos comemos unos a otros y juntos crecemos (Pánikkar). Ahora somos comedores, pero seremos banquete para otros vivientes. Es un error ver en el acto de comer sólo una forma de sacrificio y violencia. Aparentemente uno de los seres desaparece engullido por el otro. Pero lo que no vemos es que el pollo deviene humano, el humano gusano, el gusano paloma. Cada vez que ingerimos un ser vivo, sea animal o vegetal, somos a la vez el lugar, el sujeto y el objeto de la metamorfosis. Cuando se trata de la vida, cualquier puritanismo es falaz. “La nutrición es un encuentro multiespecies. Al comerse unos a otros, las diferentes especies producen un mundo hecho de la misma carne, unitario e interdependiente.” La nutrición es el acto político más radical que existe. La política de Gaia no es sino la construcción cotidiana de una carne común interespecies. El mundo no es habitáculo, es el reservorio de toda nuestra carne pasada y futura. El destino de todo viviente es pasar a formar parte del cuerpo de otra especie. No sólo la identidad es imposible, también la propiedad. Los seres vivos jamás podrán ser encerrados en una lógica doméstica o de la propiedad. “No poseemos nada: sobre todo no poseemos nuestro cuerpo y nuestra identidad. Nadie está jamás en su casa, nadie está en su propio cuerpo”. No dejamos de cambiar de casa y de ocupar la vida y el cuerpo de otros. No dejamos de devenir casa para otros. Heidegger se equivocaba. Hoy y ayer se encierra el cadáver en una caja sellada, otros lo embalsaman o le construyen una pirámide. Algunos tecnobillonarios intentan sustraer su cuerpo a esa reciprocidad radical. No sólo son unos ilusos que viven una pseudoexistencia, son también unos ignorantes, hacen de la personalidad un fetiche. No sólo no han comprendido la esencia de la vida, sino que la traicionan, como si la muerte fuera un acontecimiento absoluto. Queriendo preservar su vida, rinden culto a la muerte.
La muerte es algo mucho más banal y cotidiano. La fiesta de la trasmigración hace de la naturaleza un carnaval. La escritura genética es un mapa de reencarnaciones. Todo lo que vive lleva en sí la necesidad de cambiar de piel y de rostro. Cada ser vivo es el planeta de algún otro. Nacer significa establecerse en la vida de otro cuerpo. Coccia se revuelve contra Descartes. “El espacio jamás podrá ser pura extensión, jamás se presenta como algo dado. No hay espacio. Solo hay viaje, Sólo hay vida.”
Cada ser vivo es un arca de Noé. Estas arcas atraviesan la historia del planeta y del cosmos, trasportando elementos prehistóricos e hipermodernos. No preexisten al mundo, sino que lo encarnan y lo producen. El recién nacido, el último en abrir los ojos, está hecho de una materia que habitaba el planeta antes de la aparición e las primeras formas de vida. Su aparición cambiará para siempre la historia del cosmos. Llevamos en nosotros lo infancia del universo. En el corazón de toda vida hay una materia mineral. Es Gaia la que respira en nosotros. Cada respiración de un nuevo se incorpora al cuerpo común que es el universo.
La obsesión por la casa
No nos libramos de la obsesión por un lugar donde no estemos en peligro. Tampoco de las fronteras nítidas: interior y exterior, de las leyes de la propiedad y la pulcritud. La metamorfosis va contra la idea misma de casa. “Los seres jamás tienen hogar. Los lugares jamás serán casa de un único propietario”. Rara vez la población vegetal de un país pertenece por entero a este. Con las lenguas pasa igual. Lo que hoy es palabra aceptada fue antaño neologismo, préstamo. “Instalarse en un lugar significa transformarlo: la casa no es más que la cicatriz. Toda habitación es una doble invasión, invadimos el espacio y ese espacio nos invade. De ahí que los seres y las especies no se limiten a habitar Gaia, sino que la llevan en su vientre. La transportan allá donde van. “No habitan este o aquel territorio, son suelo que no cesa de cambiar de geografía y de textura”.
Todo espacio habitable debe ser un espacio respirable. Los dioses respiran el éter, nosotros el aire. El espacio alimenta nuestros pulmones, hace posible el soplo de la vida. Pero el aire es un subproducto de la vida vegetal, es consecuencia de su metabolismo. El mundo es más una entidad vegetal que zoológica. Las plantas crean el rostro de nuestro mundo, de cada ser vivo. “Si la mente es un asunto de átomos, tejidos y moléculas, entonces está en todas partes, en toda especie viviente. La biología es una fenomenología de la mente cósmica. Y la razón se expresa mediante formas no humanas, que a su vez heredamos e interiorizamos.” Coccia lanza en este punto su afirmación más audaz (que compartimos). “Esta es la gran mentira de la neurobiología: el intelecto no es un órgano, sino que siempre existe fuera del cuerpo de todo individuo viviente”. La mente como medio ambiente. La idea es muy budista. Para el budismo no hay espacios al margen de los seres, sino que es la mente de los seres la que crea los espacios, los diferentes ámbitos de la existencia, ya sean infiernos o paraísos. Un buen espacio no es una buena arquitectura, sino un buen paisaje mental, creado por sus habitantes. No se trata de cimientos o estructuras. Donde hay buen ambiente, ahí hay un buen lugar donde habitar.
El comercio de la luz
Para constatar que la inteligencia está fuera basta con observar un prado. “Con la flor, la planta hace del insecto un genetista, un criador de ganado, un agricultor: le confía a otra especie, que pertenece a otro reino, la tarea de tomar decisión sobre el destino genético y biológico de su propia especie. Le confía la tarea de dirigir la metamorfosis de su especie.” La flor transfiere la mente vegetal a la mente animal de la abeja. Cada especie decide la suerte de otras. Otra idea muy budista. El mundo deviene una entidad relacional, un “origen condicionado”, el mundo es una relación de cultivo recíproco (karuṇā). Cada ecosistema es el compromiso de las especies que lo habitan. Todo está cultivado, no hay animales salvajes. Coccia es aquí un discípulo de Latour. Invierte la relación entre cultura y naturaleza: “cualquier especie puede encarnar la naturaleza para nosotros, y viceversa.” Esa relación interespecies podemos llamarla “mente”. Y no es algo natural sino artístico, un asunto en cierto sentido “técnico”. “La elección de los insectos, según qué flor debe acoplarse con qué otra, no se funda en un cálculo racional, sino en el gusto: la clave es cuánto azúcar contiene una flor”. Ese gusto es tanto el sensible como el artístico. La sensibilidad de una especie decide la suerte de las demás especies. La evolución como desfile de modas o como sucesión de paisajes artísticos, como una historia del arte.
Lo que llamamos mente es la evolución interespecies. Cada especie es a la vez artista y comisario de otras especies. Peces, plantas, pollos y bacteria son mentes para sí y para otras especies. Toman decisiones, modifican el ambiente. Al reconocer en la planta un rasgo humano estamos reconociendo en nosotros un rasgo no humano. El mundo traza su destino en función de las relaciones entre la sensibilidad y la inteligencia de infinitas formas de vida. La evolución interespecies es la mente del mundo. Y se trata más de una colaboración artística que de una competición.
En el cielo los antiguos buscaban descifrar el provenir. Hoy sabemos que lo que vemos en el firmamento es el pasado. Para conocer el futuro no debemos elevar los ojos, sino mirar “hacia ese pedazo de cielo que es nuestro propio planeta”. El planeta es nuestra carne futura. El futuro jamás proviene del exterior (pues ya no hay exterior ni interior). Un virus es una forma anárquica, más libre, porque existe fuera de la estructura celular (fuera del hogar). Pero el virus es la fuerza que permite que el cuerpo se desarrolle, es pura potencia de metamorfosis, un poder que flota en la superficie de otros cuerpos. “El porvenir es el hecho de que la vida y su fuerza están por todas partes y no pueden pertenecer a ninguno de nosotros, ni como individuo ni como nación, ni como especie”. Coccia sube su apuesta: “No debemos vacunarnos contra el virus del tiempo. Nuestra carne jamás dejará de cambiar. Debemos estar enfermos, muy enfermos, sin temor a morir.”
“Somos a la vez oruga y mariposa”, ningún contorno cerrado puede definir nuestra vida, somos ecosistema. Los seres vivos son depósitos de la luz de las estrellas. Las plantas acumulan luz, las vacas rumian esa luz, nosotros ingerimos las vacas. Y vida equivale a universo, pues todo está vivo. Incluso los átomos respiran luz, la absorben y la emiten, como si de un lenguaje se tratara. “Una manzana, una pera o una patata son pequeñas luces extraterrestres encapsuladas en la materia mineral de nuestro planeta. Se trata de la misma luz que busca cada animal en el cuerpo de otro cuando come.” La vida es un tráfico secreto de luz.
Emanuele Coccia
Traducción de Pablo Ires
Siruela, 2021
216 páginas, 18,95 euros
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Contenido exclusivo para suscriptores
Lee sin límites