La noche que empezó el Me Too en México, no me enteré de lo que había sucedido. Ya saben: la cancelación de la presentación del libro de un poeta, en la Increíble librería, tras diversas acusaciones de violencia machista.
Por eso, a la mañana siguiente, tras despertar en Mérida, me sorprendió bajar a desayunar y encontrarme en Corea. O en Japón, daba igual: el asunto era que, en el buffet, los invitados a la FILEY, tanto hombres como mujeres, tenían las miradas clavadas, los rostros hundidos en sus teléfonos celulares.
Obviamente, ante aquel espectáculo, saqué mi propio aparato. Y también me sumergí en Twitter, donde lo que había sido un rumor a voces se acababa de convertir en una realidad anunciada a los cuatro vientos: que este país, que se ha convertido en un infierno para todos los que lo habitamos, es aún peor para las mujeres. Y eso que hablo de un universo tan privilegiado como el de quienes viven de y entre los libros.
Tras las acusaciones contra el poeta, vinieron los señalamientos contra individuos de su entorno, siguieron las imputaciones contra personajes de toda su generación y finalmente comenzaron las denuncias contra escritores, editores, correctores y diseñadores de casi todas las edades —si los nacidos entre el 70 y el 90 recibieron más acusaciones, fue tan solo porque las mujeres nacidas en esos mismos años convirtieron el espacio digital en una herramienta de poder y tienen claro que la política también se ejerce con los cuerpos.
En cuestión de un par de días, la lista de acusados (que no quiere decir lo mismo, sin embargo, que la lista de culpables) se volvió mucho más larga que la lista de postulantes, por ejemplo, a las becas del Fonca. Igual que la lista de los crímenes (donde, por desgracia, se colaron conductas ominosas, pero no necesariamente criminales: no pertenecen al mismo conjunto el envío de mensajes eróticos o una invitación al poliamor, que el aprovechamiento de una posición jerárquica o la violación de una voluntad o un cuerpo) se volvió aún más larga que la lista de especímenes en las libretas de Darwin.
Como no podía ser de otra manera, aún a pesar del porcentaje de injusticias que conllevaría —vale la pena señalar acá, sin embargo y a pesar de que no sea lo deseable, que todo colectivo humano engendra siempre un 3% o 4% de denuncias falsas, porcentaje con el que convive sin que nadie o casi nadie levante la voz para quejarse— y a pesar también de la confusión que engendraría sobre los límites de la interacción amistosa, amorosa y sexual entre los géneros —unos límites que, tras lo evidenciado a últimas fechas, les tocará poner, por primera vez en la historia, a las mujeres—, el Me Too de escritores mexicanos abriría las puertas que dejarían pasar a varios otros colectivos.
Así, en los días que siguieron a los primeros, vimos aparecer los Me Too de periodistas, académicos, activistas, cineastas, músicos, artistas, teatreros, publicistas y políticos —sí, aunque yo también soy capaz de ver que el asunto continúa adscrito a un espacio privilegiado, es decir, aunque también querría que aparecieran el Me Too de jornaleras, cajeras de súper, maestras de escuelas, trabajadoras del hogar o empleadas de las maquiladoras, estoy convencido de que las transformaciones también son juegos de espejos: recordemos, si no, la carta que las campesinas migrantes le enviaron a las actrices del Me Too original, en la que agradecían que ellas, que estaban bajo la luz, hicieran visible lo que no podían hacer visible quienes estaban en la sombra—.
Por supuesto, al replicarse y multiplicarse, el Me Too mexicano, además de generar un mayor impacto, también habría de perder control sobre sí mismo, también habría de desfigurarse en alguna medida, también habría de cometer errores y también habría de sobrepasar algunos límites que, curiosamente, serían los mismos límites que el movimiento había marcado como innegociables: la impunidad, por ejemplo, no se puede combatir desde la impunidad. Por suerte, tras ese momento de descontrol, en el que la rabia y el actuar impulsivo sobrepasó al sentido de justicia y al quehacer intelectual y reivindicativo —momento que, por otro lado, era tan natural como inevitable—, muchas de las escritoras detrás del Me Too de escritores mexicanos supieron reorganizarse, repensar el movimiento, asumir la crítica y reconstruir sin temer a la polémica.
El resultado de este repensarse, su resultado público, es decir, el que todos hemos conocido, fueron dos manifiestos. Uno, el primero, estaba dirigido, principalmente, a las demás mujeres; el otro, el segundo, me parece, estaba dirigido tanto a las mujeres como a los hombres de México, así como a las instituciones que hemos construido. Más allá de los acuerdos o de los desacuerdos que yo, personalmente, pueda tener con este documento —comparto, por ejemplo, la idea de que la violencia que padecen no es un hecho aislado sino sistemático, como no comparto, por ejemplo, la idea de cuotas, pues no considero que necesiten hándicap alguno: son mucho mejores y están más publicadas las escritoras que los escritores nacidos en los 80—, lo que me hizo fue repensar mi masculinidad.
Y esto, me parece, también es lo que nos toca: no creo que les sucediera a todos los hombres, pero me atrevo a aseverar que, en la mayoría de nosotros, el sentimiento de las primeras horas, es decir, aquel estupor lleno de sorpresa, de temor y de rabia que nos mantenía pegados a nuestros celulares, tras la lectura de muchas experiencias y algunos testimonios, además de la del manifiesto señalado, así como a la profundidad y honestidad de las pláticas y discusiones suscitadas en las últimas semanas —y me refiero a pláticas y discusiones con las mujeres que cada uno tenemos más cerca, pero también con otros hombres— se nos ha convertido en un sentimiento de admiración, vergüenza y enojo.
La admiración, obviamente, no está dirigida hacia nosotros. La vergüenza y el enojo, en cambio, sí que lo están, pues se tratan de una vergüenza y un enojo causados por y dirigidos contra la educación que hemos recibido, por y contra las conductas que hemos reproducido consciente o inconscientemente y por y contra todas esas situaciones en las que hemos tolerado, cuando no aplaudido, el machismo, la misoginia y las diversas formas de violencia que buscan aprovecharse, someter, humillar, utilizar, usufructuar, cosificar, reducir o nulificar a nuestras parejas, amigas, compañeras de trabajo o conocidas.
Insisto, esto también nos toca hacerlo ahora: es el momento de que, mientras las mujeres aceleran, los hombres frenemos en seco, aceptemos que somos victimarios por socialización, aprovechemos este momento para descubrir qué tan dañados estamos quienes hemos hecho daño —aún sin habernos dado cuenta— y tratemos de dimensionar hasta qué punto el machismo también nos ha lastimado, destruyendo nuestra propia masculinidad.
Me queda claro que las cosas no son simples: ni todos nosotros somos agresores ni todas ellas son víctimas, pero es evidente que nuestro mundo siempre ha estado configurado con la ecuación binaria de la estepa: el cazador y la presa. Es hora de que la civilización se pose sobre todos nuestros territorios; de que la civilización, por primera vez, sea un concepto asexuado.
Son muchas las cosas que debemos repensar entre todos. Por eso, no estaría mal comenzar con aquellas que nos dañan por igual a hombres y mujeres: el amor romántico, la monogamia, la idea de que otro cuerpo puede pertenecernos. Cuando encumbremos como modelo a la lealtad, nadie echará en falta la fidelidad.
Pero empecemos, antes, por establecer un compromiso sobre aquello que también nos incumbe a todos: vamos a cuidarnos, como hasta ahora solo hemos cuidado a los de nuestro propio género.
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