“Ta, ta, ta, ta, ta, ta”. María imita el estruendo de los disparos. Aún se recuerda tumbada en el suelo. A quemarropa. A plena luz del día. A un costado del Palacio de Gobierno. En el primer cuadro de la ciudad. Así fue el tiroteo que replica María, el del pasado miércoles en Cuernavaca, en el Estado mexicano de Morelos, que dejó dos muertos, dos heridos y una huella indeleble por el sello crudo y temerario del ataque. “Ta, ta, ta”, repite esta vendedora de 39 años, con un negocio muy cerca de donde sucedió el crimen. “Ta, ta, ta”. Aún escucha las balas. “Ta, ta, ta”. Aún tiene miedo.
Es por temor que esta mujer pide que se omita su nombre real y es por rabia que, menos de 24 horas después de los hechos, muchos de los testigos de la masacre quieren alzar la voz. Para dar cuenta de una violencia que se ha vuelto cotidiana, para dejar claro que la inseguridad nunca había sido tan insolente y para buscar recuperar una tranquilidad que se perdió hace ya más de 10 años, desde que la llamada guerra contra el narcotráfico desató una crisis de violencia que aún azota a gran parte de México. Al supuesto sicario, detenido minutos después del tiroteo, le prometieron 5.000 pesos (menos de 250 dólares) por cometer el asesinato, según unos mensajes de texto filtrados por la Fiscalía. 5.000 pesos para matar a dos personas, sin un aparente plan de fuga y con una pistola calibre nueve milímetros que había sido confiscada por las autoridades estatales hace dos años, según fuentes policiales.
“Vamos a llegar a las últimas consecuencias, no podemos permitir que pase algo como esto, no lo podemos permitir más”, declaró el miércoles pasado Cuauhtémoc Blanco, el gobernador. Blanco, un conocido exfutbolista y exalcalde de Cuernavaca (2016-2018), capitalizó el hartazgo de la ciudadanía y ganó las elecciones de julio pasado con más de 38 puntos de ventaja sobre el segundo lugar. Pero la paciencia de muchos morelenses se agota lentamente. Durante los primeros seis meses de su Gobierno se han iniciado 423 carpetas de investigación por homicidio doloso, 94 casos más que en los seis meses previos. En el resto del país, los asesinatos han vuelto a batir récords históricos con 8.493 casos el primer trimestre del año, casi un 10% más que el mismo periodo de 2018.
“Siento mucho dolor e indignación, pero desgraciadamente estos eventos son el pan nuestro de cada día”, comenta resignado Roberto Castrejón, a las puertas de la Funeraria Hispanomexicana, donde fue velado su hijo Roberto. Hassiel, su otro hijo, también fue herido de bala y tuvo que ser intervenido en un hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social. “Estos eventos, por cómo sucedieron y por la hora en la que sucedieron, llevan muchos mensajes entrelíneas, están a la vista de todos”, afirma Castrejón. “El primer mensaje es el ataque y el segundo es que pueden hacerlo en el lugar y en el momento que se les antoje”, concuerda Margarito Pérez Retana, fotógrafo de la Agencia Cuartoscuro, sin necesidad de conocerse ni haber hablado previamente.
“Era un día normal”, comenta el fotógrafo, que logró captar al autor material del tiroteo justo antes de disparar contra Jesús García Don Chuy, líder sindical y la primera víctima mortal. A las 9.50 horas del miércoles, Pérez Retana fue a fotografiar a un grupo de unos 20 comerciantes que estaban bloqueando la avenida Galeana, a un costado de la sede del Gobierno estatal. Gilberto Alcalá, secretario de Desarrollo Social, bajó a dialogar con ellos y la conversación acabó en buenos términos. A las 10.12 horas, un grupo de reporteros que estaba cubriendo la manifestación se acercó a Alcalá para hacerle una entrevista en la calle de Gutemberg, en contraesquina de la protesta. García abrazó al secretario, le hizo una broma frente a los reporteros y se retiró. Un minuto y medio después empezaron los disparos.
Pérez Retana toma su cámara, gira la tuerca del carrete y empieza a mostrar la secuencia de imágenes del ataque. “Escuché tres disparos y sentí mucho miedo, pero vi que no me había visto y empecé a fotografiar todo”, relata el reportero gráfico. El primer objetivo fue Roberto Castrejón, miembro de la misma sección sindical que García. El atacante, identificado como Maximiliano, de 22 años, disparó después a Hassiel Castrejón, el hermano de Roberto, tras forcejear con él. García, cuyo hijo fue asesinado a tiros en 2017, tropezó con el grupo de reporteros que intentaban refugiarse y fue acribillado. “Vi a Don Chuy cubierto de sangre y después vi a Hassiel recostado junto a Roberto hablando por teléfono”, cuenta el reportero Guillermo Hinojosa. “¡Mamá, mamá, nos acaban de balacear!”. La frase estremecedora de Hassiel Castrejón se hizo eco en varios vídeos que se compartieron en redes sociales.
“La gente salió en estampida, algunos se tiraron al suelo, todo era pánico”, cuenta un lustrador de zapatos que pide no ser identificado. Cuando Maximiliano huía, abrió fuego contra René Pérez, camarógrafo de “Quien resulte responsable”, un noticiario local. El agresor pegó una carrera por todo el frente del Palacio de Gobierno, en el zócalo de Cuernavaca, hasta llegar a la Plazuela, una zona de bares a 150 metros del sitio del atentado.
“Llegó corriendo y lo perdieron de vista por un momento, dejó caer la pistola poco antes de estrellarse contra un poste de luz, tropezar y ser sometido por los policías”, cuenta una testigo. “Le gritaban: ‘¿Quién te mandó? ¿Por qué disparaste?’, pero él no decía nada, estaba perdido, con la mirada completamente perdida”, agrega. Las ambulancias tardaron casi media hora en llegar, solo Hassiel Castrejón y René Pérez salvaron la vida.
“Lo sentimos como un ataque contra nosotros también, los periodistas, no hay garantías para hacer nuestro trabajo”, acusa Hinojosa. El arrojo de una decena de comunicadores, que no dejaron de grabar ni de tomar fotografías, ha permitido reconstruir minuto a minuto lo sucedido. “Todo quedó contaminado, se alteró por completo”, agrega Luis, un fotógrafo, sobre la escena del crimen, en donde ya no queda rastro del cordón policial, pero aún hay manchas de sangre sobre el piso de adoquín y dos ofrendas de flores en recuerdo de las víctimas.
“Me duele mi ciudad, me duele mi Estado, me duele mi país”, dice Pérez Retana, tras tomar la fotografía más importante de su carrera. En 15 años ha atestiguado de cerca la vorágine de la crisis de seguridad en Morelos: cadáveres colgados en puentes peatonales, montajes policiales para publicitar la detención de un criminal, criminalización de las víctimas y de los acusados, impunidad. Lo ha vivido en carne propia. Su medio hermano, Juan Carlos Villamil Retana, fue asesinado en 2010. Las autoridades recalcaron en su momento que tenía antecedentes penales, pero nunca se dio con los responsables.
“Ves los mismos patrones. Es como si fuera una limpieza social tolerada, si vives en la periferia de la ciudad, incluso si eres moreno, es como si no importara, pero esta vez el crimen nos vino a tocar a la puerta”, asegura el fotógrafo: “Le pagaron 5.000 pesos por hacerlo, eso te dice mucho de cómo estamos”. En una crisis generalizada de violencia y a la luz de los sucesos recientes, las narrativas que diferencian los oasis de seguridad de las zonas peligrosas se desmoronan. Las diferencias dejan de existir. Las burbujas se rompen. “Todo mundo habla de Sinaloa y de Tamaulipas, pero nadie voltea a ver lo que pasa en Cuernavaca, ya no podemos salir a la calle, ni siquiera en el centro donde todos pensábamos que era seguro”, sentencia María sobre la llamada “ciudad de la eterna primavera”, apenas a 60 kilómetros de la capital mexicana.
“La delincuencia organizada es un cáncer en Morelos y en todo el país”, argumentó Blanco, que ha depositado la esperanza de revertir la situación en la Guardia Nacional, creada este año por instrucción del presidente, Andrés Manuel López Obrador. Las investigaciones se concentran en el móvil de los asesinatos y en pistas que lleven a un autor intelectual. En un país en el que nueve de cada 10 asesinatos quedan impunes, la búsqueda de justicia es un camino lento y pavimentado por el escepticismo. Tras el asesinato del hijo de Don Chuy, acribillado también a plena luz del día y en la calle, se detuvo a un supuesto autor material, pero no hay rastro de quienes orquestaron el ataque. Dos años después y tras la primera crisis de Gobierno de la Administración de Blanco, la sociedad morelense espera que este caso no tenga el mismo desenlace.
La historia reciente de Cuernavaca, sin embargo, es la misma que la de decenas de otras ciudades en el país. La gente se sienta en las bancas del centro para leer titulares como “Cuernabala”, “¡Pánico!” y “Sin piedad”, a escasos metros del sitio del atentado. Pero hay también niños que se saborean una bola de helado, mariachis que esperan clientes y parejas que se refugian del calor cuando los termómetros rozan los 34 grados. Algunos hablan y otros callan. Y en medio de la cotidianidad de la violencia, bajo el manto de la calma de quien se niega a acostumbrarse a vivir lo peor, todos anhelan la vuelta a la tranquilidad, a una elusiva normalidad, a una vida digna.
Source link