Mezquitas clausuradas, santuarios destruidos en el “nuevo Xinjiang”

En las calles serpenteantes de la ciudad vieja de Kashgar, en Xinjiang, grupos de turistas han -la etnia mayoritaria en China- con viseras, cámaras fotográficas y móviles se apelotonan para tomarse selfis en torno al siguiente edificio en su itinerario. Un pórtico flanqueado por dos torres -dos minaretes-, ambas quebradas. “Esto”, explica el guía, “solía ser una mezquita. Pero las autoridades le retiraron el permiso. Y es bueno que lo hayan hecho. Primero, porque así se combate la liberalización religiosa. Segundo, porque el islam estipula que cada tantos habitantes haya una mezquita, y la costumbre dictaba que la construcción y el mantenimiento la pagasen los vecinos. Ahora, como ya no funciona, los vecinos se ahorran ese dinero y lo pueden invertir en otras cosas”.

Los turistas continúan tomándose selfis y el guía, hablando impertérrito: “Los creyentes tienen total libertad para rezar, pero en las mezquitas grandes, construidas por el Gobierno”. A unos centenares de metros, otro grupo se toma también fotos junto a otra mezquita decomisada, también con los minaretes arrancados. El pórtico ha sido cubierto con planchas de yeso de color rosa pálido. “¡Es un color muy bonito!”, señala una turista de mediana edad, preguntada por lo que suscita tamaño interés. Unas calles más allá, otra mezquita cerrada, también sin sus minaretes ni ningún otro símbolo que la identifique como tal. Y otra. Y otra.

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En un paseo al azar por el casco viejo de Kashgar, una de las ciudades clave para la cultura uigur en Xinjiang, encontramos una treintena de mezquitas. De ellas, solo tres, incluida la majestuosa Id Kah de minaretes amarillos, la principal de la ciudad, mantienen su función religiosa, todas adornadas con una bandera nacional ondeante y el cartel “amar a la patria, amar al Partido”. Otras se han reconvertido en otras funciones: centros de vacunación contra la covid, tiendas de recuerdos. Una llegó a transformarse en una cafetería, hasta que sus dueños la tuvieron que cerrar. Otra sirve ahora de urinario para los turistas; en su interior, aún es posible distinguir el área donde se practicaban las abluciones rituales. Pero la mayoría están, simplemente, cerradas. El polvo en sus candados, las omnipresentes cámaras de vigilancia desconectadas, y los desechos que se atisban en su interior testimonian que llevan así mucho tiempo.

No ocurre solo en Kashgar. Imágenes vía satélite muestran la desaparición de referencias culturales uigures en todo Xinjiang. A 500 kilómetros al este, en Hotan, otra de las ciudades con mayor proporción de habitantes uigures en la región, la hoz y el martillo presiden un monumento a “los valores fundamentales del socialismo”. El parque donde se encuentra es completamente nuevo: se montó justo a tiempo para las celebraciones del centenario del Partido Comunista el pasado día 1. En enero, ese terreno era un solar. Antes aún, ahí había una mezquita, la del Bazar del Caballo, una de las más populares de la prefectura.

A pocas calles, unas grúas se encuentran en plena acción. En el solar donde hubo otra mezquita, los carteles de la obra anuncian que en unos meses se alzará aquí un complejo hotelero y de apartamentos bajo una marca multinacional. Junto a la ciudad vieja reconstruida, un aparcamiento ocupa el espacio donde se encontraba la mezquita de Id Kah.

El informe Cultural erasure: Tracing the destruction of Uyghur and Islamic spaces in Xinjiang, del Australian Strategic Policy Institute (ASPI), calcula que, de las cerca de 24.000 mezquitas que existían en Xinjiang en 2004, en torno a 16.000 -un 65% del total- han sido dañadas como consecuencia de políticas gubernamentales, la mayor parte desde 2017. De ellas, 8.500 han quedado completamente demolidas. Además, un 30% de importantes lugares islámicos -santuarios, escuelas, cementerios, partes integrales de la cultura uigur y su conexión con el territorio- también han sido destruidos, y un 28%, dañados o alterados. Un nivel de eliminación como no se veía desde los tiempos de la Revolución Cultural.

“La eliminación deliberada de elementos tangibles de la cultura local uigur e islámica en Xinjiang parece ser una política dirigida desde el centro, pero puesta en marcha de manera local, cuyo objetivo último es ‘chinizar’ la cultura local y, al final, lograr la completa transformación del pensamiento y comportamiento de la comunidad uigur”, apunta el estudio de ASPI.

Esa transformación, analiza por teléfono el profesor Rian Thum, del Instituto de China en la Universidad de Mánchester, se hace extensiva incluso a las viviendas, su forma, distribución y contenido. “En los propios documentos gubernamentales está muy claro que quieren cambiar los espacios culturales físicos en los que habitan los uigures -incluso el interior de sus hogares- para mutarlos en lo que consideran moderno y civilizado. El Estado chino percibe la cultura uigur como atrasada y bárbara. Por tanto, ve la destrucción como algo que trae modernidad, progreso y civilización a un pueblo atrasado”.

También, agrega Thum, “creen que la cultura uigur, que consideran atrasada, es la razón, o una de las razones, por las que los uigures se resisten al mandato del Gobierno chino. Así que eso probablemente explique por qué están excavando y destruyendo todas estas cosas”.

China asegura que cuida y repara los lugares de culto musulmanes, y niega categóricamente que limite las prácticas religiosas de la minoría uigur. “La Constitución de la República Popular de China estipula que los ciudadanos tienen derecho a sus creencias religiosas. Ninguna organización gubernamental, grupo social o individuo les obligará a tenerlas o a no tenerlas, ni les discriminarán por motivos de fe. Todas las actividades religiosas legítimas están protegidas”, sostenía un portavoz del Gobierno de Xinjiang en marzo.

En un libro blanco publicado la semana pasada, el Consejo de Estado, el Ejecutivo chino, sostiene que “sobre las instalaciones en mal estado de conservación, los departamentos gubernamentales han resuelto los riesgos potenciales para la seguridad mediante reconstrucción, desplazamiento a otro lugar o expansión, garantizando así la práctica segura y tranquila de la religión, respetando los deseos de los creyentes”.

Pero las pocas mezquitas operativas solo abren sus puertas los viernes, y no para el total de las cinco plegarias preceptivas. Ese día sagrado, a la hora autorizada, las tres de la tarde, puede verse a docenas de ancianos uigures acudir a la mezquita milenaria de Id Kah. Pero a otra más pequeña solo se acercan tres personas. “No, no vamos a rezar. Vamos a charlar de nuestras cosas”, asegura el portero, antes de cerrar la puerta con firmeza. Como en el resto de las mezquitas en funcionamiento, varias cámaras vigilan la entrada.

Fuera de los lugares de oración, la práctica religiosa también parece limitada. No se ven símbolos en público. Poseer un Corán o ayunar en Ramadán -denuncian ONGs y uigures en el exilio- puede ser motivo para acabar en uno de los temidos campos de reeducación con los que China asegura que ha derrotado al terrorismo islámico. Preguntar sobre lo que se lee en alguna de las escasísimas inscripciones coránicas visibles en público -en la tumba de algún cementerio, por ejemplo- suscita una respuesta unánime: “No sé”.

“Los musulmanes que viven en Xinjiang no pueden practicar su religión”, asegura Amnistía Internacional en su reciente informe Como si fuéramos el enemigo en una guerra; Internamiento masivo, tortura y persecución por parte de China a personas musulmanas en Xinjiang. “Numerosas prácticas islámicas que los musulmanes consideran esenciales a su religión y que no estaban prohibidas explícitamente por la ley ahora sí están, en la práctica, prohibidas. Se impide a los musulmanes que recen, acudan a las mezquitas, enseñen religión, lleven hábitos religiosos o impongan a sus hijos nombres que suenen islámicos. Como resultado de la constante, creíble amenaza de detención, los musulmanes en Xinjiang han modificado su comportamiento hasta tal punto que ya no dan signos externos de practicar la religión”.

Cementerio junto al mausoleo de Afaq Hoja, en Kashgar. Las inscripciones coránicas en algunas tumbas han sido tachadas con pintura negra.
Cementerio junto al mausoleo de Afaq Hoja, en Kashgar. Las inscripciones coránicas en algunas tumbas han sido tachadas con pintura negra.

Kashgar, o la capital de Xinjiang, Urumqi, parecen menos afectadas que otras localidades no tan turísticas, como Hotan o Yarkand, en cuanto a la desaparición de sus lugares sagrados. Aunque, como las mezquitas sin minaretes del barrio antiguo de Kashgar, parecen, sobre todo, haberse preservado más como atracciones turísticas que como lugares para la práctica religiosa o la preservación de la cultura uigur. La antigua madrasa de Sachi Medris, en Kashgar, hace años que no funciona como escuela coránica, y solo sirve de escenario para que los visitantes tomen fotos. La mezquita de Id Kah, excepto el breve lapso en que está cerrada para los rezos del viernes, cobra una pingüe entrada de seis euros para quienes quieran admirarla. La del Gran Bazar en Urumqi acoge un mercado; la pequeña oficina a su entrada está repleta de los libros del presidente Xi Jinping.

En las afueras de Kashgar, lo que desde 2015 se conoce de manera oficial como los jardines de la princesa Xiangfei son una atracción muy popular entre los turistas han: un mausoleo centenario, de cúpula soberbia y altos minaretes en los que relucen azulejos esmeralda, aguamarina y gualda.

Es un santuario sufí, y uno de los lugares más importantes para la cultura uigur. Es el mausoleo de Afaq Hoja, un caudillo militar que combatió a los Qing -la dinastía de Qianlong- en el siglo XVIII. El clan que fundó estableció a mediados del siglo XIX un breve Estado independiente. Durante años, fue un centro de peregrinaje, donde los uigur acudían a aprender sobre su historia. Hoy, aunque el nombre del líder si aparece en su tumba, no se menciona nada sobre él, ni de su vida o legado, en el recinto.

Los jardines, en cambio, son ahora un florido parque temático, que con un toque casi Disney celebran otra historia: la de una noble uigur, Xiangfei (Concubina Fragante, en mandarín) o Iparhan -su nombre real uigur- y el amor a primera vista entre ella y el emperador Qianlong, el conquistador que integró definitivamente a la región en la órbita china hace dos siglos y medio. El cariño entre el emperador y su princesa era tan fuerte, según esta versión, que a la muerte de ella él dispuso una escolta de un centenar de hombres para llevarla a enterrar en los paisajes que Xiangfei había amado de niña.

Autobuses llenos de turistas han se acercan diariamente para ver una reproducción de la casa donde supuestamente se crió Xiangfei, el árbol que “plantó antes de marcharse a Pekín” o la pérgola donde -afirma esta versión- cantaba y bailaba. Y, por supuesto, su tumba, marcada con un lienzo rojo en una esquina del mausoleo. En esta versión, no muy distinta de la Pocahontas de Disney, Xiangfei/Iparhan encarna el espíritu de unidad entre las dos etnias, remontado a siglos atrás en la historia, que tanto se promociona en discursos y carteles oficiales.

Los libros previos a la implantación de la República Popular en 1949 hablan, en cambio, de la esposa de un caudillo en el reino del oasis de Kashgar, tomada como botín tras el triunfo de las tropas imperiales y la ejecución de su marido. Llevada a Pekín, allí Iparhan/Xiangfei acabó quitándose la vida. Su cuerpo nunca volvió a Kashgar. Reposa, como concubina real, en las afueras de Pekín.

Pocos uigures, además de la policía con chaleco antibalas ubicua en toda la región, o los empleados del parque, parecen pisar durante el día el recinto, otrora tan sagrado. Al atardecer, quizá, es otra historia: los turistas han se marchan en tropel, con sus viseras, sus cámaras y sus móviles a los autobuses, entre apremios de sus guías; surgido como de la nada, un grupo de ancianos uigures charla a media voz en los bancos junto al mausoleo.


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