Mi Lady


Vine a la FIL Guadalajara porque me dijeron que aquí hablaría con el nieto de Mahatma Gandhi, un tal Arun iluminado que ahora es mi amigo y vine a la FIL porque me dijeron que hablaría con Margo Glantz ante un grupo de 1.000 jóvenes, en su mayoría atentos aunque no faltaron los distraídos que prefieren las pantallas del telefonito a la presencia de las personas y vine a la FIL porque me dijeron que hablaría con el nieto de Gabriel García Márquez y Salvador Elizondo sobre la feliz epifanía de su primera novela titulada Una cita con la Lady (Anagrama, 2019). Dos nietos y una musa octogenaria que ha hablado de cerca con Malintzin y Sor Juana, que lleva no pocos libros de ficción reveladora y constantes tuits en las redes que apuntalan su alma viajera… se fundieron en el ánimo para convencerme de una metáfora casi evidente: yo voy a la FIL porque es mi Lady.

Mi Lady de controversia y multitudes, mi Fil desde hace más de treinta años, Lady a quien sólo he plantado en seis ocasiones por una distancia insalvable. Mi Lady que fue de autores inmortales que ya sólo puedo visitar en tinta y la Lady de las letras en eñe que convoca a miles de lectores al año y que ha dejado de ser el desmadre de los abusos machistas para volverse escenario de retardada equidad y reclamo justificado. Mi lady del pariah que deambula en busca de un perdón injustificable y Lady de los autores-espectáculo, escritores de moda, youtubers de ocasión y poetas de veras. Mi Lady del inmenso poeta David Huerta que versa el mejor poema del mundo en la piel, como quien traza una Verónica en el centro del ruedo-Universo y mi Lady de todos los escritores que ya se han adelantado, el editor Ramón que guiaba mis párrafos y el fantasma de José de la Colina recién llegado a su eternidad. Mi Lady que danza un vals de los valientes editores independientes que nada contra corriente, los que cortejan a la Minerva de Guadalajara con la ofrenda anual de libros bien hechos por bien pensados y La Lady como metáfora del mundillo literario tan sembrado de egos y poses, mentiras y simulacros, pero también de verdad.

La verdad es que la novela Una cita con la Lady de Mateo García Elizondo es una feliz irrupción en las letras de nuestro idioma y pronto, de todas las demás lenguas del planeta. No dudo que ya haya quien piense pasarla a la pantalla, pues el autor ya tenía probados méritos en el mundo de los guiones. Llegará hasta dónde su imaginación inteligente y su dominio de la prosa lo lleven y me consta que ya cuenta con un escudo de madurez intelectual y sensorial que lo protege de las cornadas del simulacro y la pose, de los abusos de tantos que sin leer fardan opinión y de la faramalla impostada. Mateo García Elizondo es un escritor de veras, en un inmenso caldo de ficción pura y su Lady no es la FIL, sino la compactada aventura de una voz anónima que narra en un cuaderno empolvado la última navegación de un adicto a los brazos de jeringa, el caleidoscopio psicodélico del delirio de la narcodependencia como cabellera engañosa de una dama de Muerte. Ésa es la Lady.

Aquí está Comala, pero el Zapotal es un paisaje de esta novela que no es Comala y sin embargo, el silente narrador es un Juan Preciado del hongo y la dormilona, el chozno de Pedro Páramo que baja al Infierno de ese pueblo Zapotal que es uno y todos los pueblos polvorientos de México e Hispanoamérica donde no ha pasado el tiempo, sino las almas de los moribundos de hoy mismo que monean cemento con el dedo señalando a la Luna o el Sol, que hablan con el mismísimo Diablo que es un policía corrupto y duermen en habitaciones desnudas con la carcaza hambrienta de un perro muerto.

Aquí está Juan José Arreola, pero el Zapotal antesala de la Muerte no es la Feria y aquí está un Grafógrafo capaz de narrar en cien páginas el prodigioso miligramo de ese instante que estudió Farabeuf y, sin embargo, Mateo no es ni realismo mágico ni mariposas amarillas. El descenso alucinante de esta novela no se escribe en las aulas de Elsinore ni en las calles abandonadas de Macondo, sino en los callejones de neones apagados y en las ventanas de lámina oxidada donde el andante narrador hace ecolalia para enredar, viendo visiones para espantar y armando un monólogo lento que narra la dolorosa demencia de la droga. El autor tiene tanto verbo que es capaz de antojar al más sobrio y aullar al dependiente que sabe que la ternura y la verdadera solidaridad quizá estriba en el gesto de quien se arranca una jeringa de su brazo amoratado para compartirla con tu blanca piel de lector aséptico, ansioso de un toque y de un viaje que te vuele la cabeza como hongo y motita en manzana para huir de este mundo y superar el síndrome del mono que duele para perderte en un paisaje que es y no es la conciencia.

Me tardé en leer la novela breve de García Elizondo porque hubo un párrafo donde parecía jalarme hacia un regreso, un retorno vicioso al dolor y desahucio de mi propio alcoholismo, pero una luz de sobriedad al repasar sus páginas y presentar la novela en la FIL —mi propia Lady— donde ha triunfado esta novela sin apellidos ni enchufes, sin más ventaja que la prosa pura de un autor que no ha tenido que rasgarse el alma para sincronizar con personajes como el Santo Bebedor de Joseph Roth o el Hambre de Knut Hamson o las huellas en la nieve que dejó algún espectro de Dostoievsky, envueltos en el follaje de nubes ocres de un México intemporal y planicies polvorientas por donde aparecen de pronto personajes perdidos en un bar de la Nada, con meretrices de plástico impalpable y basura que vuela de sonrisa en sonrisa.

Me tardé con estos párrafos porque quizá tenía que confirmar que Una cita con la Lady es una novela que se metaforiza con la FIL o con el mundo editorial o con el mundo a secas, donde ahora deambula con brazos abiertos un escritor con toda la barba flaca que lleva como sonrisa, dedos alargados sobre un teclado para que sus manos escriban en el aire y esa mirada que ya insinúa lo mucho y bueno que le queda por narrar. Bienvenido Mateo García Elizondo al honesto juego de navegar páginas en blanco que han de poblarse con tus palabras, así como lo hacen todos los días los fantasmas de los abuelos, de los escritores que bailaron con su respectiva Lady la danza feliz y dolorosa del desgarro entre el dolor y el delirio, entre el deseo y las deudas de conciencia. Cortejar a la Lady tiene el inmenso sacrificio de una vida como precio para pasaportar en palabras el milagro de vivir, sobrevivirlo todo… vivir para contarlo.

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