Los domingos por la tarde me acurrucaba con mis padres en el sofá y esperaba a que el zoólogo Marlin Perkins empezase el episodio de Wild Kingdom de la semana. Las emocionantes filmaciones de animales llevaron la conciencia ambiental a millones de estadounidenses durante años. En mi caso se convirtió en un interés especial y algo que iba evolucionar a lo largo mi vida: el amor por la naturaleza.
Años más tarde, sobrevolando el lago Victoria en un bimotor, tuve que frotarme los ojos para borrar la punzada de emoción abrumadora y poder tomar fotografías. A 9.000 metros más abajo, una colonia de flamencos en poderoso vuelo componía una escena de indómita vida salvaje. Contemplar semejante visión fue una oportunidad única en la vida. En 2020 y a 5.600 kilómetros de allí, en el Bioparc Valencia, un flamenco practicaba sus primeros pasos. La experiencia es diferente a volar sobre el lago Victoria, pero la emoción de estar tan cerca y ver a los animales relacionarse, incluso en cautividad, me mantiene conectada a mi pasión. A lo largo del año pasado, varada por la covid, he viajado entre mis recuerdos de los animales en su hábitat y los encuentros con ellos en parques españoles. Durante el confinamiento duro, los pájaros y las abejas se oían más que el tráfico, las flores brotaban en lugares olvidados y yo sentí la necesidad de acercarme a la fauna como pudiera.
Mi viaje comenzó en Valencia, el primer día que reabrió Bioparc tras tres meses de cierre por la pandemia. Fernando González Sitges, director de la Fundación Bioparc, me dijo: “Al final, todos queremos salvar el planeta, pero algunos queremos algo más. Que los elefantes no solo sobrevivan, sino que haya muchos moviéndose en libertad por su hábitat natural, como antes”. José Maldonado, presidente de Rain Forest Design y creador de los bioparques, me invitó a mirar a través de su creación paisajística estructurada en capas del recinto, que recuerda a los entornos salvajes. “Nadie es dueño de los animales”, me dijo, “un zoo no deja de ser artificial, pero es lo que está más cerca para ver animales salvajes, la mayoría en peligro de extinción”.
Frank Prieto es un hombre de ojos brillantes y un tamaño que intimida. Llega antes del amanecer a Bioparc para repartir las tareas entre los demás cuidadores y escuchar lo que otros han observado el día anterior. Me recordaba a un safari, cuando los guías se reúnen por la mañana y por la tarde para intercambiar sus observaciones, clave del control de un parque natural. Se ponen en marcha. Echo un vistazo a la cocina. Las cestas se van llenando. Me entra hambre, señal de que hasta yo me comería lo que han preparado. Cati Gerique es la veterinaria. Uno de los días que visité al mandril Rafiki, el macho alfa de su comunidad, estaba tomando antibióticos para sus genitales irritados. Cati se sentó cerca de él antes de que la multitud empezase a congregarse, con la esperanza de que su paciente se acercase al cristal y le permitiese ver si estaba mejor. Al final, después de enseñar los dientes, le dio la espalda el tiempo suficiente para que ella pudiese hacer una revisión a fondo. De vuelta a la oficina, Cati me explicó cómo funcionan los parques zoológicos. Existe el Programa Europeo de Especies en Peligro (EEP, por sus siglas en inglés); los Libros de Cría Europeos (ESB), que es la forma menos intensiva de cría en cautividad; la Asociación Ibérica de Zoos y Acuarios (AIZA), y la Asociación Europea de Zoos y Acuarios (EAZA). Están conectados en una inmensa base de datos. La cantidad de especies con las que un veterinario tiene que trabajar es abrumadora, así que son de agradecer plataformas como Species 360. “La mayoría de los animales del zoo forman parte del EEP o del ESB, y si no, están controlados por algún otro proyecto. Por ejemplo, nuestros lémures, que pertenecen al pueblo de Madagascar”. Mi anfitriona lee un e-mail que habla de una hembra de gacela dama o gacela de Mhorr, una especie en grave peligro de extinción, que va a ser trasladada al zoo de Madrid. Una manera habitual de recuperar poblaciones es la cría en cautividad, y preocupa la endogamia. Por eso, los libros de cría y el EEP pueden ser decisivos. En este caso, el responsable de la especie ha decidido llevar la hembra a Madrid.
Los parques zoológicos son motivo de debate. Los animalistas propugnan que se conviertan en centros más pedagógicos, científicos y basados en la conservación in situ. Por otro lado, muchos científicos han despertado su vocación en los zoos e incluso se han formado en ellos. Ángel Luis Garvia Rodríguez, conservador de mamíferos del Museo Nacional de Ciencias Naturales, dice: “Mientras los sitios cumplan, sobre todo en el bienestar, es una oportunidad para conocer la naturaleza. No todo el mundo puede ir de safari. Y con un documental tienes otras sensaciones. Para conservar hay que conocer”. Javier Almunia, presidente de AIZA y director de la Fundación Loro Parque en Tenerife, da algunas cifras: “En 2019, 14 millones de personas visitaron los zoos en España, con un impacto económico de 300 millones de euros, gran parte de los cuales se destinaron a conservación. Sin eso sería muy difícil financiar los proyectos”. El tercer donante mundial a la conservación de especies son los parques.
Un buen ejemplo de un recinto que trabaja para la conservación es el Zoobotánico Municipal de Jerez de la Frontera, mencionado por todos los expertos. Miguel Ángel Quevedo es uno de sus dos veterinarios. “Tenemos los animales que todo el mundo quiere ver, y ellos nos dan la oportunidad de trabajar con especies locales”, me cuenta tomando un café. “Si el parque solo tuviese esas especies nativas, lo más probable es que muy poca gente nos visitase, y nos recortarían los fondos”. Mientras paseamos por el parque, es evidente que Quevedo ambiciona avanzar en esa dirección. Se concentra en salvar especies ibéricas como el ibis eremita, el lince ibérico, el camaleón o el torillo andaluz, extinguido en Andalucía y del que solo sobrevive una pequeña población en Marruecos.
Una de las imágenes más bellas que recuerdo es, al despuntar la mañana, una manada de gacelas saltando por el campo con la luz del sol rebotando en la punta de sus blancas colas. Así que siento curiosidad por la gacela trasladada al zoo de Madrid. Le hice una visita. Estaba sana y salva, esperando a adaptarse a su nuevo hogar antes de que la llevasen con su familia de adopción. Para algunas especies, integrarse en un grupo nuevo puede ser complicado y peligroso. Acompañé después a Eva Martínez, la veterinaria del zoo en su visita al panda rojo Chamba. Le falta energía, no tiene apetito y ha perdido peso. Cree que es posible que tenga una infección en un diente, pero la única manera de averiguarlo es anestesiarlo y examinarlo. La doctora tenía razón.
El parque de Cabárceno, en Cantabria, son 750 hectáreas de una antigua mina de extracción de hierro. Santiago Borragán, el veterinario, me guía y comparte sus pensamientos: “Me molesta que la gente trate esto como un parque de atracciones. Hay que tomarse tiempo y conocer a los animales. Algunos pasan el día durmiendo o escondidos detrás de una roca, forma parte de su naturaleza”. Siente un especial cariño por los elefantes. En 30 años ha visto cómo prosperaba este gran grupo de proboscidios africanos, el más numeroso de Europa. La manada ha engendrado 21 crías. Lo atribuye al inmenso espacio que tienen para moverse.
El sol se pone detrás de los montes metalíferos, proyectando largos rayos que se yuxtaponen a los cuernos, semejantes a una espada, del órix del Cabo. Conduzco hacia los hipopótamos porque sé que salen del agua al anochecer. Casi no queda nadie en el parque. Todos los animales, excepto unas pocas especies, pueden ir y venir tranquilamente a su antojo. Mirando al gran lago Sexto, una bandada de garcillas se mueve desde un árbol de ramas desnudas. Se posan sincronizadas una detrás de otra. Más abajo, algo se desplaza en el agua. Apunto con una lente de 400 milímetros y veo a un hipopótamo feliz que se bambolea deslizándose a través de la superficie del lago. Con un resoplido, lanza una fuente de menudas gotas antes de trepar torpemente a la orilla.
Los guepardos de Cabárceno son los “chicos” de los dos cuidadores. Han estado a su cargo desde que llegaron de Suecia hace siete años. Los cinco hermanos han abierto senderos a través de la hierba, y en lapsos de 40 minutos dan toda la vuelta, como vi hacer a sus “primos” en el Serengueti alrededor de una formación de rocas.
Antes, en Uganda, quise ver gorilas. Tras un viaje de 800 kilómetros para llegar a la salida a pie de la mañana siguiente, nos encontramos con un panorama de nubes humeantes que rodaban al borde de las altas cumbres. Era una escena paradisiaca. Me aseguré de ser la primera de la fila después del guía. El terreno era abrupto y la humedad intensa. El grupo había perdido la esperanza cuando pude oler algo desconocido. Almizclado y dulce, el aroma nos llevaba hacia un claro en el camino. Acababan de pasar por allí. De repente, el guía levantó el índice y se lo llevó a los labios, haciendo que nos agachásemos y bajásemos la mirada. Lloré y me estremecí de pura adrenalina. Mi vida acababa de cambiar. Estaba cara a cara, sintiendo la respiración y el latido de algo mucho más grande y más importante que yo.
Celina Gómez, la cuidadora de los gorilas de Cabárceno, me explica lo que hace Duni. “Coge una ramita de un palo largo y la tira por encima del hombro. Se está preparando para llevar a la cría a la espalda”. Duni es hija de Moya y el macho alfa Nicky, que llegó hace 17 años de Madrid. Su dueño lo apaleó y lo abandonó. Moya participó en un programa de telerrealidad con simios del zoo de Praga. Cuando la visité estaba alterada. De vez en cuando se tapaba las orejas. Celina me explicó que había dos obreros en el parque que hablaban demasiado alto. Eso hizo que me preguntase cómo deberíamos comportarnos ante ellos. A veces, los gorilas de los zoos golpean el cristal cuando los miran. Es una reacción beligerante. Por eso, cuando llegamos a los gorilas en Uganda, nos agachamos y bajamos la mirada.
Tal vez nunca pueda volver a Uganda, pero puedo vivir la naturaleza de otra manera aquí, porque ahora viajar es prácticamente imposible. También me doy cuenta de que la respuesta desde la cautividad es fundamental. Recuerdo las palabras de Eduardo Roldán, profesor de investigación de Biodiversidad y Biología Evolutiva del Museo de Ciencias Naturales: “Los que trabajan en salvar especies a veces tienen que recurrir a zoos con animales en cautividad para poner en marcha muchos proyectos”. Pienso que yo puedo hacer lo mismo a través de mi trabajo como fotógrafa.
En Madrid hay un refugio para animales salvajes de la ONG Grefa cerca de mi casa. La mañana que me invitaron a visitarlo había una caravana de coches frente a la verja. La cola era para traer animalitos caídos de los árboles o atropellados. Hay un cuarto oscuro lleno de jóvenes que alimentan a los pajaritos con bocados minúsculos de carne picada. Algo vuela a mis pies: es un búho herido que se ha escapado. El recinto tiene el quirófano más impresionante que he visto hasta ahora, con una gran cristalera. Uno puede sentarse y mirar a los veterinarios trabajando. Las ranas, los busardos ratoneros, las águilas y hasta las serpientes tienen un lugar donde recuperarse.
Existe la esperanza de que la relación entre animales y humanos sea poderosa y lo bastante estructurada para revertir el declive de nuestra especie. Es compleja, sofisticada, frustrante, hermosa, fea y emocionante al mismo tiempo. Sin los seres humanos, no hay futuro para la naturaleza. Al mismo tiempo, nosotros somos la causa de su pérdida.
Mientras subo las escaleras de mi casa, veo la funda de mi cámara teñida de un dorado rojizo. Ni se me ocurre limpiarla. Es el color de Cabárceno, y quiero conservarlo.
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