Los incesantes choques entre ciudadanos árabes y judíos en ciudades en las que conviven desde hace décadas, amenazan con descerrajar una guerra civil. Si los israelíes cuentan con sus fuerzas de seguridad, en la colectividad palestina del país no faltan armas. Se trata de un caos y una explosión de sentimientos nacionales y religiosos totalmente inesperados por la población israelí, la judía y la árabe. Tampoco lo previó el Gobierno de transición que conduce el primer ministro, Benjamín Netanyahu, que parecía haber “borrado” la “cuestión palestina” del complicado y sensible tinglado de Oriente Próximo.
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Según fuentes policiales israelíes, en diversas localidades árabes, delincuentes cuentan con ingente cantidad de armas, usadas hasta la fecha para dirimir pleitos y venganzas entre clanes rivales. En rigor, la animosidad no es entre las dos grandes comunidades del país, que siguen aleladas en la anarquía urbana. Los líderes de los cuatro partidos políticos árabes representados en el Parlamento (Kneset) y algunos colegas israelíes, condenan el vandalismo y la violencia.
Los principales canales de la televisión israelí mostraron el miércoles el estremecedor linchamiento de un palestino al que una muchedumbre de la localidad de Bar Yam arrancó del volante del coche que conducía. Cisjordania, bajo control del Ejército Israelí y, en parte, por la Autoridad Nacional Palestina, se mantiene por ahora más a la expectativa. Quizá porque más de 100.000 palestinos trabajan en Israel y los asentamientos.
Netanyahu fracasó en un intento por introducir tropas militares en esas ciudades mixtas más importantes: Jerusalén, donde residen alrededor de 300.000 palestinos, Haifa, Aco, Lod y Yafo. Los muchachos árabes, sin liderazgo aparente, son nietos e hijos de los que protagonizaron los levantamientos (intifadas) de 1987 y 2000 en Cisjordania y Gaza contra Israel, que logró reprimirlas a un alto coste en vidas, miles de heridos y perjuicios sin lograr el enfriamiento de los rescoldos de la rebelión palestina por su independencia. Del otro lado, los únicos actores son también jóvenes israelíes, que combaten no solo contra los palestinos sino, como estos, también contra varios miles de agentes de la policía que no dan abasto. Son en general militantes ultranacionalistas y los llamados “sionistas religiosos”.
Estos últimos suelen agredir y atacar con frecuencia objetivos civiles palestinos en pueblos y aldeas rurales de Cisjordania, pero muy pocos son capturados y llevados a juicio. Los sionistas religiosos son nacionalistas radicales y practicantes ortodoxos de la religión, en cuyo seno hay sectas que abjuran y hasta están en contra del Estado israelí.
Los ciudadanos árabes, que se quejan de ser relegados por el Gobierno central mientras la clase política procura formar una nueva coalición de gobierno, protestan con las banderas de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), en tanto que los israelíes enarbolan la enseña de una patria que creen exclusivamente suya. Netanyahu, que puede perder el poder tras 12 años, hizo que durante la últimas cuatro elecciones nacionales en Israel, ni se mencionase el tema palestino. Y más lo eludió después de los Acuerdos de Abraham de 2020 con los Emiratos Árabes y otros países del Golfo Pérsico.
La ley de Nacionalidad
La inercia política para resolver el problema nacional palestino por vía de la diplomacia y las negociaciones para acabar con la violencia de años con los vecinos árabes, a veces a casa por casa, es lo que la oposición en Israel le achaca a Netanyahu y a sus socios, quienes niegan sistemáticamente el derecho del pueblo palestino a su autodeterminación . Otro foco de irritación en el trasfondo de la situación actual es la ley de Nacionalidad, aprobada hace más de dos años y que proclama a Israel como “un Estado [del pueblo] judío”, y prohíbe la autodeterminación de otros grupos nacionales, como es el caso de los palestinos cuyo idioma dejó de ser nacional y su sentimiento pasó al de ser “ciudadanos de segunda”.
La fórmula de la comunidad internacional, semejante a la partición de Palestina de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 1947, es que en este país caben dos estados, uno judío y otro palestino. En el caso de la minoría palestina —musulmana y cristiana—, un 20% de los más de nueve millones de habitantes de Israel, la tendencia parecía ser hasta ahora la voluntad de “integrarse” en la moderna sociedad israelí, especialmente la clase media y profesional. Esa inclinación, ante el grave paisaje de la realidad, está exacerbando el odio, la suspicacia y las tensiones entre judíos y árabes, condenados a vivir juntos, aun cuando cese esta nueva guerra con otro de los transitados altos al fuego de años anteriores.
Todo comenzó el pasado fin de semana con duros enfrentamientos entre policías israelíes que, en previsión de desórdenes masivos, en pleno mes santo de Ramadán para los musulmanes, bajo pedradas y botellazos de los creyentes palestinos, entraron en la mezquita de Al Aqsa e hicieron disparos dentro del templo. Defender y salvar la mezquita de Al Aqsa es una consigna palestina desde que Israel, en la guerra de junio de 1967, conquistó el Monte del Templo, donde la tradición bíblica sitúa al patriarca Abraham dispuesto a matar a su hijo Isaac para demostrarle su fe a Jehová, y donde se halla el Muro de las Lamentaciones. Pero para los musulmanes es la colina de Omar el Sharif, desde donde el profeta Mahoma se elevó con su corcel al edén.
Por una ley de 1967, los judíos tienen prohibido orar en la explanada de Al Aqsa, considerado una provocación por las autoridades islámicas. Algunos radicales judíos sueñan con destruir la mezquita de Al Aqsa y establecer en su lugar el Tercer Templo de Jerusalén para el que sacerdotes están tejiendo los mantos de rezo.
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