Cuando nos quitamos de encima el nacionalcatolicismo, que hizo un daño terrible a la gente a través de una moral represiva con la que someterla (la religión servía al poder político), cuando al fin nos secularizamos y los curas salieron, junto con el retrato de Franco, de la vida pública y privada, nadie podía prever que una nueva moral de corte religioso, esta vez de origen protestante, aterrizaría por estos lares para, de nuevo, atemorizar y controlar al personal, aunque de una manera más sutil, enmascarada en tanto que no se presenta como religión, y lo peor, siempre al servicio del capitalismo. Su arma es la culpabilización, y su origen, la enorme influencia del puritanismo protestante en los movimientos políticos en Estados Unidos, que finalmente han acabado por impregnarlo todo en los países sobre los que tiene influencia. La adaptación de esta moral, obviamente, se ha hecho a la española, lo que se traduce en que es la gente quien la sufre, mientras que las élites, en especial la política, la utilizan a su conveniencia.
Aunque el catolicismo ha hecho uso y abuso de la culpa (se nace, de hecho, con un pecado original), sin embargo, cuenta con el sacramento del perdón, que procura cierta indulgencia en la conducta. En cambio, en la moral protestante los pecados sólo los puede perdonar Dios. El individuo tiene una comunicación directa con él y carga con la responsabilidad de llevar una vida honesta y virtuosa para que se le absuelva, de ahí la continua exigencia de rectitud moral y la culpa, pues de otro modo se cae fácilmente en el pecado. Y la moral sexual es rígida.
Esto que parece tan lejano a los usos y costumbres nuestros, se filtra cada vez más sutilmente en nuestras vidas, y basta con ver lo que sucede en Instagram cuando se sube un desnudo: se censura. Pero donde más se nota la influencia de esa mentalidad es en la culpabilización que nos hacen sentir cuando fracasamos en nuestra vida laboral, cuando no encontramos empleo, no nos realizamos en él, nuestro negocio quiebra o no tenemos un espíritu emprendedor. Max Weber analizó en La ética protestante y el espíritu del capitalismo cómo la ética puritana determinó el desarrollo capitalista por la supresión de las garantías de salvación que conllevó la Reforma. Los protestantes comenzaron a considerar que el éxito mundano en el trabajo era una señal divina de que estaban salvados. Como he indicado antes, no es necesario ser protestante, ni norteamericano, para que esa ética cale, como el Burger King; la globalización y la tecnología, además, han acelerado el proceso.
Nos sentimos a menudo culpables por no responder a la exigencia de ser exitosos, que no sólo refiere a nuestro trabajo, sino a nuestra vida entera. El sistema nos quiere con cuerpos perfectos, familias modélicas o parejas estupendas, alimentación sana y ecológica, hábitos deportivos, salud, coche eléctrico, depilación permanente, inteligencia y competencia sin descanso. La inflexibilidad puritana tiene hoy otro rostro, pero el modelo donde debemos caber es igual de estrecho e implacable, y además hace negocio con nuestro fracaso y nuestro miedo: gimnasios, clínicas de estética y de cirugía, cursos de emprendimiento, productos bío carísimos, visitas a psicólogos. Ser perfecto cuesta dinero y salud mental.
Para más inri, la tecnología no es sólo un método eficaz para vigilarnos, sino que además permite que cada cual vigile, y enjuicie, a otros. El biopoder, término acuñado por Michel Foucault para referirse a las técnicas con las que el poder subyuga los cuerpos y gestiona las vidas, campa a sus anchas. Conocen nuestros hábitos, gustos, viajes, economía. Nuestros vicios. Y nosotros, a su vez, conocemos los de los demás en la permanente exposición de intimidad y opiniones que es una red social.
Uno de los contrapesos a la ciénaga de vigilancia, culpabilidad y competición feroz en la que vivimos es el victimismo. Salvo a los psicópatas, las víctimas generan compasión. Hoy casi todos estamos un poco faltos de ella, y a menudo no encontramos otra forma de conseguirla que victimizándonos. A la oleada victimista contribuye el que nunca antes se les hubiera hecho tanto caso a las víctimas (y no a todas, sólo a las que el poder aprovecha para su funcionamiento; nadie lloró a Younes Bilal). Aunque no es lo mismo serlo de verdad que victimizarse (una víctima real siempre prefiere no serlo), esto también favorece que nos dolamos públicamente. Queremos que nos quieran con nuestras imperfecciones, errores y fracasos, y lloriquear un poco, mostrar nuestras heridas, es una manera de lograrlo. Se trata de una actitud comprensible cuando necesitamos atención y cariño. Sin embargo, a la larga, el victimismo es un parche que genera efectos perversos, pues conlleva manipulación y chantaje emocional, y nos impide asumir la parte de responsabilidad que nos toca. Esperamos a que sean los demás, siempre culpables, quienes resuelvan.
Cuando una sociedad se imbuye en el victimismo para obtener legitimidad y respuesta a sus reivindicaciones, algo falla. Y sin duda algo está fallando ahora. La victimización inunda no sólo nuestra vida privada, sino también el ámbito público. Las redes sociales son demasiado a menudo un coro de plañideras exagerando desgracias, al mismo tiempo que una máquina despiadada de amonestar y linchar: pedimos amor, pero no sabemos darlo. La simple ofensa ha adquirido una importancia tal que medimos cada palabra, con el resultado de que al final no decimos más que lo que el sistema, que ha aprendido a usar la corrección política a su favor, quiere que digamos. De ahí también que la incorrección política sea ahora santo y seña de la extrema derecha, a la que se le hace el caldo gordo. Los políticos, presos del marketing, se victimizan siempre que pueden. Son muy conscientes de que da visibilidad y votos, también un plus de legitimidad a sus argumentos y, esto es lo más jugoso, también a ellos les exime de toda responsabilidad. Hemos visto a los líderes acudir a sitios donde saben que no son bien recibidos para quejarse luego ante los medios por el lío que voluntariamente han provocado. También los hay renuentes a la más mínima autocrítica, que achacan su derrota a campañas de descrédito orquestadas por la prensa. La corrupción sólo se reconoce cuando se torna en una evidencia flagrante, e incluso en esos casos se echan balones fueran acusando a unos pocos aprovechados que han utilizado el partido (¡pobrecito partido!) para enriquecerse.
Las muy necesarias luchas sociales participan de esta lógica en un sentido que no tiene que ver con victimizarse, sino con el lugar casi sagrado, y por tanto de tintes totalitarios, que se les concede a las víctimas. Señalaba Santiago Alba Rico en un artículo que hay una confusión entre el derecho de estas a obtener reconocimiento y reparación de las injusticias y la autoridad, esto es, que se les dé siempre razón por ser víctimas, negando toda validez como interlocutor a quien no lo es (en ocasiones, incluso, demonizándolo). Añadía el filósofo que el sujeto político ya no parece ser el ciudadano, sino la víctima, instalando una dinámica perniciosa en la que la justicia no se fundamenta en hechos probados, sino en el sufrimiento de los damnificados. De ahí al populismo antidemocrático hay un paso.
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