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Miguel Delibes de Castro: “A mi padre no le hubiera gustado la manifestación de los cazadores”


La vida del biólogo Miguel Delibes de Castro está ligada a Doñana. Llegó hace cinco décadas a la joya de los parques nacionales, dirigió durante 12 años la estación que estudia sus amenazados ecosistemas y ahora preside su Consejo de Participación. Vallisoletano de 75 años y primogénito del novelista homónimo, ha tenido que cantarle las cuarenta a los parlamentarios andaluces por poner en marcha un plan para legalizar los pozos irregulares que secan el espacio natural. Y también es un abuelo que nos atiende justo antes de ir a recoger al colegio a la mayor de sus dos nietas.

Pregunta. ¿Qué opina del movimiento estudiantil de defensa del medio ambiente?

Respuesta. En los últimos 15 años lo único que ha cambiado de una forma llamativa y esperanzadora es el movimiento de la gente muy, muy joven que no solo protesta, sino que lo hace, entre comillas, como adulta: exigiéndonos cuentas a los demás: “¿Qué mierda me has dejado aquí, no?”.

P. Pero la figura de Greta Thunberg genera opiniones extremas.

R. Me imagino que a mi padre muchas cosas no le gustarían de Greta, porque el tono un poco exigente, irritado, probablemente no le gustaría. Pero en el fondo se alegraría de que los jóvenes se pusieran así. A mí ella me cae muy bien, pero a mi padre le habría generado una cierta ambigüedad. Por un lado rechazo y por otro alegría, porque mi padre siempre me decía, desde su discurso de ingreso en la Academia, que la esperanza son los jóvenes.

El movimiento estudiantil es el único cambio esperanzador de los últimos 15 años

P. ¿Y qué opinión tendría su padre de la manifestación del campo, con los cazadores protagonistas?

R. Espero que no se moleste nadie, porque me gusta mucho que los cazadores le admiren y le quieran y le aprecien. Pero realmente creo que no le hubiera gustado. Primero, porque huía de las grandes manifestaciones de masas, ni siquiera quería firmar grandes manifiestos con mucha gente porque decía que no compartía los criterios al cien por cien. Por otro lado, mucha de la caza que se hace hoy, la de los que protestan, es una actividad de negocio, no lo que le gustaba a mi padre. Y desde luego, mi padre no admitía la confrontación entre conservacionistas, conservadores de la naturaleza, y cazadores. Una manifestación que criticara a los ecologistas no le gustaría.

P. ¿En esa manifestación cristaliza el descontento del mundo rural?

R. Los productores primarios, los agricultores, los ganaderos, el campo en general, está de capa caída en un mundo globalizado. Las empresas tienden a llevarse la producción a áreas donde cuesta menos producir y donde las normativas ambientales son menos estrictas. Eso es un caldo de cultivo. Pero ocurre en todo el mundo, no es un tema español. La despoblación del campo es general y es muy difícil de frenar. Eso genera descontento, que es fácil de instrumentalizar y usar políticamente, igual que es fácil instrumentalizar a los transportistas cuando se dobla el precio del gasoil y se genera indignación.

P. ¿No hay un problema identitario, de gente que reivindica su forma de vida?

R. Es un descontento alimentado por los problemas económicos, pero es evidente que también es identitario. Y solo con subvenciones no vamos a acabar con ese descontento.

El descontento del campo es global, pero es fácil de instrumentalizar y usar políticamente

P. ¿Desde Madrid o desde Bruselas se lee bien ese descontento?

R. En Madrid y en Bruselas debe haber gente que lo lee bien y gente que lo lee mal. En mi comparecencia en el Parlamento de Andalucía, un parlamentario me dijo que yo me olvidaba de los pueblos del entorno de Doñana y que solo me preocupaban los animales. Me enfadó mucho. Le contesté que no le admitía que me diera lecciones: llevo viviendo allí 50 y tantos años, me conozco todos los pueblos, me reúno con los alcaldes varias veces al año. Y probablemente conozco aquello mejor que él. Cree que está defendiendo a los pueblos y el campo con todo su entusiasmo y probablemente no sabe lo que es. El paradigma extremo sería el tema de las macrogranjas. El ministro [Alberto Garzón] tenía razón, pero también eso se instrumentaliza y parece que se ha metido con todos los ganaderos.

P. Está la sensibilidad a flor de piel.

R. Es muy fácil hablarlo cara a cara con un ganadero o un agricultor, que son gente muy sensata y muy razonable. Cuando me dicen “quiero seguir haciendo lo que siempre, como mi abuelo”, les digo que no es verdad, porque no había esas cosechadoras: “Tu abuelo segaba con una hoz”. Ellos lo admiten y acabamos riéndonos. Los propietarios de ganado en Doñana tienen limitado el acceso, pueden entrar poco a ver su ganado y pocas veces al año. Y se quejan: “Toda la vida de Dios se ha entrado a ver el ganado cuando uno ha querido”. Y yo les digo que entonces tenían que entrar a caballo, hacer un viaje de dos días, con la manta para dormir en el campo. No era cómodo. “Y por eso casi nunca queríais entrar”, les digo. “Ahora vais con el Land Rover, con la barbacoa, con las chuletas, y hacéis un día de campo y queréis hacerlo todos los fines de semana”. Y ellos mismos se ríen. Pero si lo dice un ministro, se sienten ofendidos: “Este qué sabrá”. La identidad en el campo también ha cambiado: la caza no es la que hacía mi padre. La caza que mi padre defendía es muy minoritaria hoy.

Nuestra manera de vivir, la globalización, está sujeta a con hilos endebles y son fáciles de romper

P. ¿En qué ha cambiado?

R. Es mucho más artificial. Mi padre decía que su ideal era un hombre libre contra una pieza libre en un terreno libre. Podías coger tu perro, tu escopeta y el tren o la bicicleta, te parabas donde te apetecía, te ponías a andar y buscabas unas perdices que no eran de nadie, cazabas una o dos y volvías a casa contentísimo. Eso en alguna época incluso tenía una connotación contestataria porque hablaba de un hombre libre en plena dictadura: se podía interpretar que las piezas y los terrenos eran libres, pero los hombres no. Eso ha cambiado, se hace en cotos de caza, tienes que pagar por entrar y se sueltan las perdices o los conejos que vas a matar. Se vuelve negocio, se industrializa y pierde ese halo romántico y familiar que tenía con mi padre. Mi padre y yo decíamos que aprovechar un terreno para cazar era el uso menos lesivo que se podía hacer desde el punto de vista de la conservación de la naturaleza. Pero ahora les digo a los cazadores: si soltáis las perdices para matarlas luego, eso no tiene nada que ver con la conservación de la naturaleza. Eso lo podéis hacer en el estadio Santiago Bernabéu. No hace falta una naturaleza bien conservada para cazar. Cuando cazaba mi padre, si echaban muchos pesticidas se morían las perdices envenenadas, o si echabas muchos fertilizantes, o si hacías un monocultivo, desaparecían las perdices. Ahora mismo puedes cazar en un desierto porque sueltan las perdices y te las espantan allí.

P. Las controversias de Doñana parecen el mejor ejemplo de la complejidad del mundo rural.

R. Los ciudadanos percibimos que la naturaleza está desapareciendo muy deprisa y acordamos ponernos unas limitaciones. Reservar algunos espacios naturales, protegidos, porque nos parece importante que existan, porque nos parece que reúnen valores que queremos conservar, como la biodiversidad, paisajes, parte de nuestra historia, de nuestra cultura, como era el mundo antes de transformarlo. No pretendemos que esto sea conservar una herencia del pasado e inmutable, sin cambiarla. Al revés, lo que queremos es que los espacios bien protegidos sean una promesa de futuro. Creemos que ayudan a la gente a vivir en el entorno y a la gente que va a disfrutarlos. Pero sabemos que para conservarlo hay que imponer limitaciones. Cuando todo era parecido a Doñana, las limitaciones las imponía el terreno, el paludismo, la falta de vías de comunicación o de vehículos. Y ahora los impone la ley. Es simplemente sustituir unos límites por otros.

Yo soy pesimista a la larga sobre Doñana y sobre la situación del mundo. Pero mientras estemos vivos hay vuelta atrás y hay que seguir trabajando

P. ¿La gente lo entiende?

R. Cuando llegamos a Doñana, nos decían que nos pagaban los jeques árabes, porque si se hacían urbanizaciones en la costa de Doñana, la Costa del Sol se iba a vaciar. Ese era el discurso. Pero ahora, en el entorno de Doñana se entiende muy bien. La tensión se produce en los bordes: unos creemos que si te pasas, Doñana va a sufrir más de lo que puede aguantar. Y otros dicen: no está tan claro, me voy a pasar y seguramente Doñana no se va a morir. Esa es la tensión actual. Es una tensión que se incrementa cuando haces normas, pero luego pasa el tiempo y no se cumplen. No se han cumplido en parte porque nadie quiere disgustar a los que están irregularmente. Y desde fuera se fuerza de manera interesada al decir, como me dijeron a mí el otro día, que solo me preocupan las ranas y los pájaros, que me da igual la gente. Cuando hay un descontento grande, pues es fácil avivar esa sensación de que solo te preocupa la naturaleza. Pero yo quiero recalcar: conservamos la naturaleza para la gente. Estamos convencidos de que conservando la naturaleza ayudamos a la gente. Para los que nos dedicamos a eso, desde el punto de vista científico, es muy evidente.

P. ¿Le incomodó recibir la Medalla de Andalucía en este contexto?

R. No diría que fue incómodo, es una satisfacción, pero sí fue rara la situación. Yo había escrito al presidente de la Junta de Andalucía para decirle que no presentara la proposición de ley, que no parecía muy adecuada, que iba a ser agitar el avispero, que nos iba a traer más problemas que ventajas. Y cuando me llamó, pensé que era para discutirlo. Y me dejó completamente desconcertado que fuera para ofrecerme la Medalla de Andalucía. Te deja descolocado, porque me preguntó directamente: ¿la aceptas o no? Yo vestido de ciclista, porque estaba con la bicicleta, y tuve que pensar rápidamente. Le dije que le honraba: me parecía generoso por su parte premiar a alguien que piensa diferente y que, como podía suponer, iba a seguir pensando lo mismo. Tengo que seguir con el mismo discurso que me ha hecho merecedor de la medalla. Y el presidente me dijo que por supuesto.

P. ¿Se planteó rechazarla?

R. Personas cercanas me dijeron que es una forma de utilizarme. Puede ser. No es una satisfacción absoluta, queda dentro un resquemor de desconcierto. Pero yo también puedo utilizarlo diciendo que he merecido una Medalla de Andalucía por mis valores ambientales. Y con la autoridad que me da esa medalla, puedo decir que esta ley es muy mala. Es lo que dije en el Parlamento.

P. ¿Es optimista sobre lo que pasará en el futuro?

R. Ya lo respondí en el libro que escribí con mi padre, mencionando a Gramsci: el optimismo de la voluntad debe oponerse al pesimismo de la inteligencia. Yo soy pesimista a la larga sobre Doñana, sobre la situación del mundo. En estos días, cuando faltaba leche en el supermercado y la gente muere a bombazos, no puedo evitar pensar en el colapso ambiental. Nuestra manera de vivir, la globalización, está sujeta a con hilos endebles y son fáciles de romper. Dependemos de lo que llega de muy lejos para poder seguir viviendo como vivimos. Todo esto me hace ver las cosas de una manera pesimista. La evolución del entorno de Doñana, que desaparece, es una tendencia difícil de cambiar. Pero mientras estemos vivos hay vuelta atrás y hay que seguir trabajando.

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