No hace ni unos meses la vuelta al trabajo presencial nos parecía un escenario lejano y hasta improbable. Sin embargo, ya llevamos unas semanas instalados en el mundo real. Aquel que nos arrebató el virus al que poco a poco la ciencia y nuestros esfuerzos van doblegando. ¿Nadie extraña nada? La pandemia se ha comparado con una guerra, pero ni hay ni parece que vaya a haber una celebración por la victoria. ¿Dónde está el júbilo de estas horas finales? La palabra satisfacción no nos acompaña. Nos cruzamos en la calle. No tenemos tiempo para pararnos. Tampoco es que nos digamos nada. El sonido de las postergadas obras ahoga cualquier posibilidad de comunicación. Hablamos por mensajes de móvil. Es imposible organizar un encuentro. Todas y todos estamos estresados. Hablo de problemas del primer mundo, desde luego. En este primer mundo, hace tiempo lo sabemos, el estrés y la angustia no son males que vengan causados por razones externas, son males que afectan a nuestras cabezas. Padecemos, explica Jon Kabat-Zinn, padre del moderno mindfulness, una “enfermedad del pensamiento”.
La sociedad en su conjunto —dice el gurú norteamericano en La práctica de la atención plena (2007)— padece trastorno por déficit de atención y, acogidos a este diagnóstico, buscamos un fármaco que nos cure: el mindfulness. Un remedio que tiene la ventaja de practicarse en privado, en cualquier momento, en cualquier lugar y con un bajo coste. ¿Por qué este remedio no funciona tan eficazmente como lo está haciendo la vacuna contra el coronavirus? Cuando nos referimos a nuestras mentes, hay que extremar la cautela en el uso del lenguaje. Una vez me dijo un amigo que en psiquiatría uno padece la enfermedad que le diagnostican. No sé si esto será verdad, pero resulta interesante pensarlo. Lo que sí está comprobado es la existencia de una estrecha relación entre la salud mental y el entorno ambiental y económico. Cuando toda la sociedad es incapaz de centrarse en una sola tarea, igual no hay que hablar de enfermedad sino de un ambiente pernicioso para el desarrollo de nuestras capacidades. No sé. Igual se espera que nos encarguemos de demasiadas cosas a la vez. Hay que atender a la familia, tanto a padres como a hijos; atender al trabajo, cada vez más ubicuo y diversificado. Hay que estudiar la tarifa de la luz, llevar el coche al taller y hacer ejercicio. Y hay que hacerlo todo rápido, porque el tiempo, tan circular como en el medioevo, da vueltas como si nada hubiera pasado. La rutina aplasta el paréntesis en el que soñamos que seríamos capaces de un cambio. Cada instante cuenta, cada instante lleva inscrito el momento venidero y a cada instante debemos prestar atención plena. Si no lo hacemos, es porque todavía no hemos aprendido que la felicidad se encuentra en nuestro interior.
Todas las religiones, al menos las que yo conozco, enseñan a meditar de una manera u otra. A lo largo de la historia han sido perseguidas o abrazadas por los poderosos según les conviniese y también se han adaptado para sobrevivir. La modernidad empieza cuando la religión deja de ser una cuestión pública para convertirse en un fenómeno privado. Ahora, en esta constante espiral de privatizaciones aceleradas, le ha llegado el turno a la responsabilidad de ser feliz y de nuestro bienestar emocional. Aunque toda la sociedad esté en la misma, nuestro fracaso es privado. El estrés que padecemos, cada cual el suyo, no es producto de las condiciones externas, sino de una “enfermedad del pensamiento”.
El fármaco, decía Platón, es a la vez remedio y veneno. En el libro McMindfulness: Como el Mindfulness se convirtió en la nueva espiritualidad capitalista (2021), Ronald E. Purser se propone destripar esta práctica. Para el pensamiento religioso el trabajo sobre la atención es solo una herramienta. De hecho, el budismo, la religión en la que se inspiran los adalides del movimiento, entiende que las técnicas de meditación pueden utilizarse bien o mal. Despojada de cualquier sistema ético, esta metodología se convierte en la religión del individuo. Medita todos los días, y cuando no tengas tiempo, medita todavía más, dicen los maestros de la mente. Esta práctica nos ayuda a sobrellevar el estrés, pero también refuerza el statu quo que lo provoca. El mindfulness nos exhorta a que no juzguemos nuestros pensamientos y, sobre todo, a que nos concentremos en el presente. No niego que sea positivo y hasta necesario focalizar la atención, pero en general la privación del pensamiento crítico y la anulación del pasado y el futuro nos han llevado al abismo.
Me pregunto dónde está el cronista responsable de Walter Benjamin, para quien nada de lo que había acontecido debía darse por perdido para la historia. En honor a este pensamiento, déjenme que termine estas letras recordando que hubo un día en el que una tragedia nos hizo parar de manera conjunta, creímos que necesitábamos un cambio de rumbo y mantuvimos la esperanza, acaso por un breve periodo de tiempo, de que después de aquello entenderíamos la precariedad del ser humano.
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