Esto sí que es hacer de la necesidad virtud. En el programa Minicasas de ensueño (Tiny House Nation), en Netflix, dos especialistas ayudan a parejas y familias de EE UU a montar hogares en espacios que no superan los 46 metros cuadrados (500 pies cuadrados), y que a menudo se instalan sobre ruedas por si toca desplazarse.
Un programa así, que llena de glamur la mudanza a un espacio mínimo, habría sido más exótico antes de la crisis de 2008. Se estrenó en 2014, cuando era mucho más oportuno. Acuden a él los que han perdido su casa por no poder pagarla, o por un divorcio. Pero hay más, todo un movimiento de activistas por el microhogar que enlaza con ideas en boga: lo sostenible, el decrecimiento, el minimalismo. Unos participantes en la serie habían donado su vivienda a un albergue para curar adicciones, todo por altruismo; otros montan la minicasa en una finca extensa, que es el colmo de la militancia. Desean vivir mejor con menos, una filosofía que enlaza con otro programa de la plataforma, ese en que Marie Kondo te insta a deshacerte de lo que no necesitas.
El presentador John Weisbarth y el manitas Zack Griffin tiran de ingenio para complacer a todos. Un piano de cola para uno, una cinta de correr para otra, un mueble bar para dos, un pasadizo de juegos para niños. No regatean con la cocina, que tiene de todo y queda adjunta a un digno saloncito. El truco suele ser subir las camas a buhardillitas donde apenas se cabe a gatas. No dejan hueco sin aprovechar para cajones o muebles plegables. Y, en algunos casos, hacen trampa con el exterior: una minicasa con porche, barbacoa y comedor acristalado afuera no es tan mini.
Lo suyo es una labor social, de acuerdo. Pero choca el afán de revestir de encanto a la precariedad, como la manía de llamar coliving a lo que era compartir piso, o coworking a alquilar un hueco en una oficina. Claro que siempre se puede estar peor: quien siga la cuenta de Twitter de El Zulista verá los indignos cuchitriles, estos sí, donde malviven los parias.
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