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Moldavia se acerca a la UE pese a las presiones del Kremlin

Maia Sandu y la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en una cumbre en Bruselas, el día 15 de diciembre.

En uno de los parterres de la plaza de Esteban el Grande, en el centro de Chisinau, una bandera de la Unión Europea azul celeste, con sus 12 estrellas, recibe a los oficinistas que taconean por sus adoquines, a una pandilla de chavales que disfrutan de un paseo invernal y alguna diputada que se dirige, apresurada, al Parlamento moldavo, blanco, ancho y soviético. Las autoridades colocaron la enseña el pasado mayo, el día de Europa, y ahí quedó, entre una escultura del insigne príncipe de Moldavia del siglo XV, la talla del escritor ruso Alexander Pushkin y un busto del poeta romántico rumano moldavo Mihai Eminescu. Toda una metáfora del pequeño país encajado entre Rumania y Ucrania, donde desde la independencia de la Unión Soviética, hace tres décadas, se han librado batallas políticas entre los grupos que desean mayor cercanía con su vecino rumano o con la UE y los que apuestan por vínculos más estrechos con Rusia.

La orientación geopolítica de Moldavia ha ido dando bandazos cíclicos entre Bruselas y Moscú. Se trata de uno de los países más pobres de Europa, con menos de tres millones de habitantes, una población mermada por la emigración, una economía todavía vulnerable, altos niveles de corrupción y una imperante desilusión hacia las élites políticas y económicas. Ahora, un 50% de la ciudadanía apoya la adhesión a la UE mientras que un 33% está en contra y mira hacia Rusia, según el Barómetro de Opinión Pública.

Para el Kremlin, Moldavia es un país estratégico. El presidente Vladímir Putin, con su política expansionista y sus aspiraciones de devolver a Rusia el papel de gran superpotencia que tuvo la URSS, trata de mantener su influencia sobre las antiguas repúblicas soviéticas. Y en Moldavia dispone de importantes lazos políticos y económicos que le sirven como palancas. Como su papel de único suministrador del gas, remarca el experto en energía Sergiu Tofilat.

El chantaje de Moscú

En noviembre, en medio de la crisis energética mundial por la subida de precios, el Gobierno proeuropeísta moldavo declaró el estado de emergencia después de que expirase su acuerdo con la gasista rusa Gazprom y no poder cerrar uno nuevo a precios que el pequeño país pudiera permitirse. Chisinau había estado abonando 170 euros por 1.000 metros cúbicos y pasó a pagar 680 euros. “Un chantaje claro y un castigo contra el nuevo Gobierno”, asegura Tofilat. “Moscú maneja la llave del gas para minar la credibilidad en el nuevo Ejecutivo y para abrir ventanas de influencia en la población que se suman a las interferencias electorales y su propaganda en los medios”, incide. El Kremlin y Gazprom han asegurado que todo lo que rodea a la crisis del gas moldava se debe a desacuerdos económicos.

Maia Sandu y la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en una cumbre en Bruselas, el día 15 de diciembre. POOL (Reuters)

También en Bruselas vieron el capítulo del gas como el movimiento de uno de los tentáculos más poderosos de Moscú, que trataba de afianzarse en el país después de que la tecnócrata europeísta Maia Sandu, antigua funcionaria del Banco Mundial, de 48 años, arrebatase la presidencia al aliado del Kremlin Igor Dodon el año pasado y su partido, Acción y Solidaridad, arrasase en las parlamentarias del pasado julio. Tras semanas de crisis, Chisinau terminó por alcanzar un acuerdo con Gazprom por 400 euros por 1.000 metros cúbicos a cinco años. Un precio mucho menos ventajoso que el gigante ruso ha firmado con Bielorrusia o con Serbia, que lo paga a unos 238 euros. Pese a esto, el contrato ha levantado las suspicacias de los analistas, que creen que el Kremlin ha tratado de obtener concesiones importantes de Chisinau, como que frene el impulso de acercarse a Bruselas. Ya cuando Moldavia firmó el Tratado de Asociación con la UE, en 2014, Moscú restringió las importaciones moldavas.

El Gobierno de la primera ministra Natalia Gavrilita, reformista educada en Harvard, ha negado cualquier concesión. Y hace solo unas semanas, Sandu, que repite que Moldavia quiere “construir una Europa en casa” como fórmula para navegar entre Moscú y Occidente, dejó claro también que el país quiere ser miembro de la UE “algún día”.

Alina Yunuspecova cree que Moldavia no debe elegir entre Rusia y el club comunitario. En un café con estética eco-hipster del centro de Chisinau, la joven diseñadora gráfica de 26 años asegura que la senda para entrar en la UE es larga y con pocas garantías; y que los vínculos con Moscú son bastante poderosos. “No me gusta mucho la política, pero ahora se ha visto cómo nos afecta con el problema del gas”, dice. Yunuspecova fue una de las decenas de miles de moldavas que han abandonado el país, expulsadas por la crisis económica y los bajos sueldos (el salario medio es de unos 350 euros al mes). Aunque tras un tiempo en los Bálticos decidió volver y buscar oportunidades en casa, cuenta en ruso. El rumano es el idioma oficial del país, y lo hablan cuatro quintas partes de sus habitantes (según datos de 2014) pero el ruso también está muy extendido.

Alina Yunuspecova María Sahuquillo

La UE no ha dado grandes esperanzas de adhesión a Moldavia, que debe aún poner en marcha una serie de reformas sustanciales en economía, buena gobernanza y justicia, para ser nombrado siquiera candidato. Pero Bruselas —que este verano ha entregado a Chisinau un paquete de recuperación económica sin precedentes de unos 600 millones de euros— trata de mantener lazos estrechos y de colaboración con Moldavia y el resto de países del Este y del Cáucaso. No solo por los beneficios para la Unión de mantener vecinos de mentalidad democrática en una zona tan estratégica, sino también para contrarrestar la pujanza rusa, que tiene en Moldavia otro elemento de influencia importante, un ancla en una región que vira cada vez más hacia Occidente: el Transdniéster.

El conflicto del Transdniéster

La región de la ribera izquierda del río Dniéster, reconocida como parte de Moldavia por la comunidad internacional (incluida Rusia), se autoproclamó independiente en 1990. 31 años después, sigue atrapada en la Guerra Fría. Tras la breve guerra de 1992 en la que murieron cientos de personas, Moscú apoya económicamente al Transdniéster, donde había mayoría de población eslava (rusos y ucranios), que ha celebrado varios referendos de independencia y para unirse a Rusia.

El territorio se ha convertido en una suerte de parque temático con estética soviética —aunque nada tiene que ver con el comunismo y la inmensa mayoría de las empresas está en manos de Viktor Gushan, el oligarca local, y su holding empresarial Sheriff—, Y en algo así como un protectorado de Rusia, que mantiene en el enclave varias bases y más de 1.500 soldados que el Kremlin define como “pacificadores”, que también vigilan los viejos polvorines de la URSS. Se trata de un contingente militar que preocupa a muchos. Y más ahora cuando la inteligencia occidental alerta de una posible nueva agresión rusa a Ucrania. Hace unos meses, la presidenta Sandu reiteró su petición a Moscú para que los soldados se retirasen, pero el Kremlin ha advertido de que los cambios en el status quo de la región podrían “desestabilizar seriamente” la seguridad regional.

Tatiana Egorova y su esposo, Yuri Egorov, en su apartamento de Tiraspol.María Sahuquillo

En Tiraspol, la capital del Transdniéster, en todos los edificios oficiales ondea la bandera rusa junto con la de esta región. Tatiana Yegorova, de 68 años, y su esposo, Yuri, de 80, no quieren ni oír hablar del tema. “Nunca se sabe si puede haber otro conflicto y con los ‘pacificadores’ nos sentimos más seguros”, dice Yegorova, programadora jubilada. En el enclave, que en la época soviética acogió gran parte de la industria instalada en la república, está también la principal central eléctrica de Moldavia. Su multimillonaria deuda por el gas que la alimenta es uno de los puntos en conflicto entre Chisinau y Gazprom. Y el precio del gas es más barato en el Transdniéster que en otras partes del país: un rublo frente a nueve, cuentan los Yegorov. En el salón de su apartamento, al lado de las estanterías a rebosar de una nutrida colección de los clásicos rusos que Yegorov tanto aprecia, el matrimonio asegura que hay personas de Chisinau que pasan el invierno en Transdniéster, a unos 90 minutos en coche, por los precios de la energía. Una narrativa que la televisión local (en manos, como todo lo demás del dueño del holding Sheriff) y también la rusa comentan con regularidad, aunque los Yegorov no conocen a nadie en esa situación.

En Moldavia, apunta Ana Mihailov, directora de la Fundación Friedrich Ebert en el país del Este, se necesita una “visión de desarrollo y un replanteamiento de modelo económico”. Gracias a los fondos de europeos y a los préstamos del Fondo Monetario Internacional (FMI), Chisinau se ha hecho un lavado de cara a fondo, ha renovado muchos edificios y está trabajando en mejorar las carreteras del país, todavía eminentemente rural.

El centro de Chisináu.María Sahuquillo

Pero si el logro de la estabilidad macroeconómica y la dolorosa transición desde las economías dominadas por el Estado hacia nuevos caminos ha sido un desafío, lo es aún más erradicar la corrupción endémica, dicen los expertos. Moldavia ocupó en 2020 el puesto 115 de 180 en el índice de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional (en el que el número uno lo tiene el menos corrupto). Supone también un reto aumentar la confianza hacia las instituciones de una ciudanía traumatizada por escándalos como el conocido como el “robo del siglo”, en el que más de 1.000 millones de dólares (el equivalente a un octavo del producto interno bruto) se esfumaron de los tres principales bancos del país en 2014, provocando una crisis sin precedentes. La justicia moldava ya ha encausado a varios políticos y empresarios por este escándalo; y ahora busca al oligarca Vladímir Plahotniuc, uno de los hombres fuertes del país, gran donante del Partido Demócrata y que salió el país hace unos años, en pleno escándalo.

Nicu Popescu, analista del Consejo Europeo de Relaciones Internacionales, cree que fue principalmente su discurso intransigente contra la corrupción lo que dio su significativa victoria al partido de Maia Sandu, que acumuló votos de personas pro UE y también de votantes sin preferenticas políticas específicas pero profundamente cansados de los escándalos constantes. El Ejecutivo de Acción y Solidaridad también ha puesto en marcha un plan de desarrollo tecnológico.

Irina Golovco y su esposo, Anatoli Golovco, en un restaurante del cenro de Chisinau.María Sahuquillo

El ingeniero Anatoli Golovco asegura que el creciente sector de las nuevas tecnologías puede ser una de las bazas del país. “Otra de nuestras ventajas es las relaciones con Rusia, podríamos ser un puente”, dice Golovco, profesor universitario y empresario, en un restaurante de Chisinau, ante la mirada de su esposa, Irina, una traductora especializada que se ha reciclado como estilista. Pragmática, la pareja habla también con entusiasmo del Gobierno de Sandu y de su programa anticorrupción en todos los niveles, desde el que propició el robo del siglo al de las mordidas de médicos o funcionarios medios. “Nos ha faltado visión de país, aún nos estamos construyendo”, dice Irina. “Los cambios llevan tiempo, a veces no se ve el resultado rápido, pero está ahí, han llegado para quedarse”, concluye.

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