Montasser AlDe’emeh recorre las calles por donde correteaba de niño, los espacios donde se instaló su familia hace tres décadas, recién llegada de los campos de refugiados de Jordania. En la frutería, junto a un puesto de Western Union y una agencia de viajes a Marruecos, se detiene a saludar a una vieja amiga de origen magrebí; hablan de bodas y antiguas decepciones. Es una tarde de Ramadán y el ajetreo bulle en las aceras de Molenbeek, el municipio de la región de Bruselas de donde salieron una parte de los terroristas que atentaron en París en noviembre de 2015 y en la capital belga unos meses después, en marzo de 2016. Este laberinto de casitas bajas, densamente poblado, la segunda localidad más pobre de Bélgical, y con barrios donde las personas de origen extranjero alcanzan el 80%, fue señalado como uno de los epicentros del yihadismo mundial; uno que dejó en evidencia la miopía de las autoridades y los servicios de seguridad: se encuentra a solo tres kilómetros de los edificios de las instituciones europeas.
El Estado Islámico ya no tiene un califato ni una propaganda tan fuerte. Pero hay ahora más gente que nunca conectada con grupos terroristas.
Montasser AlDe’emeh, investigador y experto en yihadismo
De aquello ya se han cumplido cinco años, la alerta terrorista en el país lleva desde 2018 en el nivel dos (de cuatro) y esta tarde todos los habitantes de Molenbeek parecen ir con bolsas a alguna parte. En la plaza, donde hombres con chilabas conversan, AlDe’emeh, que tiene 32 años, el pelo engominado hacia atrás y lleva años trabajando en la desradicalización de chavales, arranca: “¿Dónde puedes reclutar? Donde falta identidad. Por eso digo: el caldo de cultivo aún existe. Los jóvenes siguen buscando una identidad, un futuro. Hay pobreza. Y coronavirus, que no lo pone fácil”. Mientras conversa, atraviesa un muro repleto de grafitis con un libro y un periódico bajo el brazo. En el libro, titulado Dubbel Leven (doble vida, en flamenco) y que escribió en 2018, AlDe’emeh relata sus viajes a Siria para entrevistar a terroristas de origen belga, su experiencia trabajando para la seguridad del Estado, su infiltración en entornos extremistas; también su condena por fraude en 2017: redactó un certificado falso de desradicalización para un joven que en realidad no había seguido ningún curso.
Según su versión, lo hizo para ganarse su confianza y obtener información, pero pagó por la falta de coordinación entre las distintas policías y servicios de seguridad del país. Era entonces uno de los expertos en yihadismo más reconocidos de Bélgica. Hoy lleva un perfil más bajo de forma consciente. Amenazado por el ISIS, abandonó Molenbeek y vivió una temporada en una cabaña en un bosque, pasó un curso investigando en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de Londres, sigue investigando en la Universidad de Lovaina, visitando cárceles en Siria y dirige el programa de desradicalización de las escuelas flamencas de Bruselas.
Conoce bien lo que se mueve entre las sombras, bajo la superficie de Molenbeek; hace unos días, cuenta, vio de compras por aquí a un veterano de Siria. “¿Qué ha cambiado desde 2015?”, prosigue caminando. “Que el Estado Islámico ya no tiene un califato ni una propaganda tan fuerte. Pero hay ahora más gente que nunca conectada con grupos terroristas. Cientos de personas. En la historia de la yihad internacional quizá nunca ha habido tantas en Occidente vinculadas a grupos como el ISIS. Si no trabajamos el pensamiento crítico, un día tendremos de nuevo el problema de la radicalización. No podemos dormirnos. ¿Qué pasará si aparece otro grupo, otra milicia? Esa es mi pregunta”.
Sin futuro
Ahora AlDe’emeh se ha sentado en el poyete de la ventana de una casa en esquina, que parece abandonada: aquí, cuenta, vivía la familia de Abdelhamid Abaaoud, curtido en el califato del Estado Islámico en Siria, considerado como uno de los cerebros de los atentados de París de 2015, en los que murieron 130 personas, y abatido unos días después por la policía a las afueras de la capital francesa; Abaaoud era amigo de infancia y compañero de fechorías de poca monta de Salah Abdeslam, criado en estas mismas calles, presunto cómplice en los atentados parisinos. Este logró escapar al cerco policial francés, convirtiéndose en uno de los terroristas más buscados del mundo, hasta que fue detenido en Molenbeek el 18 de marzo de 2016. Solo cuatro días después de su captura, dos atentados sincronizados, uno en el metro y otro en el aeropuerto, despertaron como un fogonazo a la capital belga: mataron a 35 personas.
AlDe’emeh cree que hay una parte de mala suerte en todo esto. Estos chicos con poco más que un currículum de delincuencia, repletos de odio y sin perspectivas, tuvieron durante los años crudos de la guerra en Siria una salida fácil e inmediata: unirse a las filas del ISIS. Desde el poyete de la ventana, el islamólogo hace notar con ironía el nombre de las calles que se cruzan en esta esquina: rue de l’Avenir (futuro) y rue de la Prosperité (prosperidad). A los chicos que crecen en este municipio, opina, les siguen faltando de ambos. Ese es el fermento que permanece en Molenbeek. Y si uno camina por la calle del Futuro, enseguida se da de bruces con el viejo canal industrial que separa como un tajo este municipio del resto de la capital europea. “Eso ya es Bruselas”, señala AlDe’emeh, casi como si fuera otro planeta.
De Molenbeek, donde casi un 30% de la población tiene menos de 18 años, salieron 54 de los cerca de 500 combatientes extranjeros que partieron de Bélgica a Siria, según un estudio de 2017 del Instituto Europeo de la Paz. Una pequeña proporción de entre los casi 100.000 habitantes del municipio; pero una sobrerrepresentación en términos per capita con respecto a grandes ciudades, como Amberes. El trauma y el estigma, de algún modo, se han quedado enganchados entre los charcos y los adoquines: en la plaza por la que cruzamos, un equipo de cine holandés rueda una película inspirada en el libro Djihad de l’amour (Yihad del amor), de Mohamed El Bachiri, un vecino belga-marroquí que perdió a su mujer y madre de sus tres hijos, Loubna Lafquiri, en el atentado del metro. A Molenbeek le cuesta desprenderse de su pasado.
Imagen manchada
Catherine Moureaux, alcaldesa de Molenbeek desde 2018, enumera: “Necesitamos escuelas, guarderías, servicios sociales, de ayuda a domicilio, de transporte para nuestros mayores. Tenemos muchos retos sociales. Pero contamos con pocos ingresos propios”. Y añade: “El municipio ha de ser gestionado con un ojo constante en el desafío social y en el dinero. No es fácil. Eso es algo que no ha cambiado [desde 2015]”. Moureaux recibe en su despacho, tras una inmensa mesa repleta de carpetas y vigilada por un cuadro del taller de Rubens que muestra a un soberano de los Habsburgo con golilla y aire español, un nieto de Carlos I. “Por desgracia”, prosigue, “lo que sí ha cambiado es nuestra imagen, que ha quedado manchada. Como consecuencia, nuestros jóvenes experimentan una estigmatización, y les resulta aún más difícil que antes conseguir un empleo. A menudo es complicado que encuentren su camino en la vida, que puedan prosperar y adquirir un buen estatus social”.
Miembro del Partido Socialista, esta mujer de 42 años, médica de profesión, es hija del histórico líder Philippe Moureaux, alcalde de Molenbeek durante dos décadas (hasta 2012). En el libro Molenbeek sur djihad (Molenbeek en yihad, de 2017) los periodistas belgas Christophe Lamfalussy y Jean-Pierre Martin reflejan cómo tras los atentados de París, los medios “se giran hacia este político socialista antiguamente poderoso y acusado de haber creado una incubadora de la yihad”. Sus críticos, entre ellos la ultraderecha independentista flamenca, censuran su “laxitud”, el “silencio culpable”, la “omertà (ley del silencio)” ante el extremismo, además del clientelismo con los vecinos de origen extranjero, por ejemplo a través de la vivienda social. “Convierte a los migrantes nacionalizados belgas o no en batallones electorales”, dice sobre el exalcalde uno de sus compañeros de filas en el libro.
La actual regidora cree que estas acusaciones son “ilegítimas”, “alejadas de la realidad”, y basadas en el rechazo a su conocido multiculturalismo: su padre, explica, estuvo detrás de la primera ley belga contra el racismo en 1981 y “causó una fuerte impresión con su política de apertura hacia los inmigrantes”. La alcaldesa asegura que están trabajando para revertir los mecanismos que permitieron a los reclutadores ir a pescar adeptos en Molenbeek, ese “envenenamiento progresivo de personas que tienen importantes fragilidades familiares y personales de base; un distanciamiento, una fractura del vínculo social”. Y asegura que algunas de las medidas tomadas a nivel regional, como la iniciativa de ofrecer formación o empleo, han permitido reducir el paro juvenil del municipio: en 2014 rondaba el 40% entre menores de 25 años; en 2020 fue del 30%. En cualquier caso, la brecha persiste: Molenbeek es en 2021 la localidad con más paro de las 19 que conforman la región de Bruselas. “Y es cierto que la covid no nos ayuda. Estoy muy preocupada por lo que viene; la pandemia está empeorando la desigualdad”, advierte Moureaux ante la nube negra del riesgo económico y social que asoma en el horizonte.
-¿Cree que veremos nuevas formas de radicalización?
-No tengo una bola de cristal. Puedo hablar de los esfuerzos que estamos haciendo, invirtiendo mucho en educación.
Para cambiar la cara de Molenbeek, se han puesto en marcha iniciativas como MolenGeek, que acoge startups tecnológicas; poco después de los atentados se inauguró un museo de arte moderno (MIMA). El municipio empieza a experimentar cierta gentrificación, se han instalado empresas modernas, como el fabricante de bicicletas eléctricas Cowboy, y la alcaldesa asegura que pretenden convertirse “en un centro de arte y cultura”.
Colas del hambre
Estos días de Ramadán, mezquitas y asociaciones de voluntarios reparten paquetes de comida para unas 4.000 familias en Molenbeek, según la alcaldesa. Las cifras duplican las del año pasado. Al llegar la media tarde, antes de que caiga el sol y se rompa el ayuno, inmensas filas de personas pueblan las aceras del barrio, dan la vuelta a los edificios, forman largas colas del hambre a un paso de los políticos que negocian planes de ayudas millonarios para salir del agujero en la UE. “El problema es la pobreza, y la pobreza sigue aquí”, resume Abdelhafid, un hombre con barba y chilaba, responsable del proyecto de alimentos en la mezquita Mouslimane.
Acuden todo tipo de personas: parados, sin documentos, refugiados, gente con empleo pero para quienes una cena marca la diferencia. “La situación con la covid ha empeorado. Pero hay solidaridad”, dice este hombre mientras ultiman los preparativos para el reparto. Poco después, a la puerta, dos inmigrantes senegaleses, que acaban de recibir sus paquetes, se quejan de que el restaurante donde trabaja uno de ellos, indocumentado, lleva meses clausurado. En Bélgica, el sector de restauración echó el cierre en octubre. Reabrió este sábado, siete meses después.
Frente a la cola se pasea un jovencísimo refugiado sirio que vende frasquitos de sándalo y almizcle por unos pocos euros.
Jamal Habbachich, imam de la mezquita Attadamoune, donde también reparten alimentos para más de 200 personas, alerta de los efectos que puede tener el encierro de la covid entre los jóvenes. “Si sigue así otro año esto va a explotar”, dice. “No hablo sólo de mi comunidad, sino de la juventud en general”, añade. “La gente se está quedando sin aliento. Sucede en Bruselas y en toda Europa”. Habbachich atiende en un despacho hasta el que se cuela el olor de las cocinas. Asegura que los atentados de 2015 y 2016 funcionaron como un desfibrilador en el municipio: “Despertaron a todos los musulmanes para advertirles de que tuvieran cuidado con el islam radical violento y los predicadores de internet”. En su opinión, el problema de los jóvenes que caen en las fauces de los captadores es hoy residual. “Pero el peligro potencial permanece. Porque las redes también tienen estrategias diabólicas que desconocemos, y hay redes durmientes”. La situación ha mejorado, añade, y la gente vigila hoy más a sus hijos. “Aunque sigue habiendo problemas, como el de la droga”.
En esta tierra, reconoce una fuente municipal, cuesta convencer a los jóvenes de que acepten un trabajo al uso por 1.200 euros: existen otras formas de ganarse la vida al margen de la ley. “En los dosieres de crimen organizado, casi uno de cada cinco registros se lleva a cabo en Molenbeek-Saint-Jean”, afirma el protagonista del libro periodístico Chasseur de terroristes (cazador de terroristas), exmiembro de la unidad de élite de la policía federal que cazó a Salah Abdeslam. Incluso el bar que regentaba este terrorista hasta poco antes de los atentados de París era un conocido centro de menudeo. Entre 2015 y 2019 los delitos relacionados con la droga crecieron casi un 70%, según la Policía (de 683 a 1.143).
Ni política, ni sistema
“A parte de que todo el mundo nos conoce ahora, nada ha cambiado”, lamenta Fouad Ben Abdel Kader, un educador social de 42 años, criado en el barrio y dedicado a alejar a los adolescentes del extremismo. Él cree que solo a través de la enseñanza se le puede dar la vuelta a las cosas, pero opina que se ha avanzado muy poco desde 2015. Le cruza una sombra por el rostro cuando se le pregunta cómo ve el futuro de la generación más joven; estos le suelen decir que ya no se tragan las promesas de cambio. “No creen en la política ni en el sistema. Y esto es peligroso. En algún momento nos va a estallar en la cara”. Ben Abdel Kader protagonizó un documental titulado Molenbeek. ¿Generación radical?, rodado a caballo entre los atentados de París y los de Bruselas, en el que se le veía bregar con los chavales del municipio. Cinco años después, cuenta, los chicos siguen sin perspectivas: “Unos han acabado el colegio, otros han logrado obtener un diploma… Pero todos tienen el mismo trabajo: son repartidores de UberEats”.
José Luis Peñafuerte, el director del documental, un cineasta hispanobelga de 47 años, tuerce el gesto a su lado: “Esperemos que la covid no haya ahondado aún más en esa fractura, porque el resultado en unos años va a ser catastrófico”. Por suerte, añade, los grupos terroristas hoy no están tan activos como hace unos años. “Pero estoy seguro de que si vuelven de forma discreta, como hicieron en su momento, atraerán a muchos jóvenes que buscan una solución, una ilusión en sus vidas”. Ben Abdel Kader añade que quizá eso es lo único que ha cambiado: “Hoy ya no vemos esa radicalización. Pero solo es eso: no la vemos. ¿Existe? No lo sé. No puedo asegurar si está o no”.
El antropólogo Johan Leman, de 74 años, que dirige Foyer, un centro de apoyo a la juventud donde suelen dar cursos para prevenir la radicalización, cree que los atentados provocaron que el terrorismo islamista perdiera todo su prestigio en el barrio. Pero quizá no pase lo mismo entre los que hoy tienen unos 12 años. “Es posible que con los más jóvenes, que no saben qué pasó, se pueda preparar el terreno para dentro de 5 o 10 años”, advierte. En su opinión, la situación social sigue siendo más o menos la misma. Y percibe “suficiente fermento” en las redes sociales “para radicalizar a nuevos militantes contra la sociedad”. Si pudiera dar un consejo a los servicios de seguridad e inteligencia, añade este veterano de Molenbeek, sería el siguiente: cuidado con lo que se mueve en estas redes y buscad en los lugares donde nadie sabe qué ocurre, en los “puntos ciegos”, como las mezquitas informales, improvisadas en alguna casa o en las traseras de los cafés. “Creo que está bajo control, pero sigue siendo posible”. Al fin y al cabo, Molenbeek también cambia y se renueva: cada año pierde unos pocos miles de habitantes, pero llegan miles más.
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