Solo hay algo mejor que leer ciertos libros: hablar de ellos. Justo para eso la revista Oculta —que lanza este mes su segundo número— ha organizado el ciclo ‘La habitación’, por el que ya han pasado autores como Pilar Adón o Luis Magrinyà. ‘La habitación’ es el altillo del bar El gato verde de Lavapiés, un sitio en el que caben 20 personas, 25 si son lectores. Allí estuvo hará un par de semanas la narradora ecuatoriana Mónica Ojeda, que nació en Guayaquil hace 30 años, estudia un doctorado en Madrid y acaba de publicar una de las novelas más audaces de la temporada: Mandíbula (Candaya).
La idea era que la escritora despidiera hasta el próximo otoño las charlas de ‘La habitación’ hablando de su obra y, de paso, de eso que, por abreviar, acostumbramos a llamar literatura latinoamericana de hoy. Era la persona adecuada: forma parte de la última selección de Bogotá 39, que reúne —en una antología publicada por Galaxia Gutenberg— narradores de aquel continente menores de 40 años. Lo primero que hizo Ojeda fue prevenir a la concurrencia: el mapa no es el territorio. ¿Por qué menores de 40?, se preguntó. ¿Por qué 39 partiendo de una selección de 200?, ¿por qué solo 200?, ¿por qué tan pocas mujeres?, ¿por qué ninguna de Chile teniendo a Claudia Apablaza o a Paulina Flores? A España, dijo, no llega ni el 5% de lo que se publica allá. Ni a México, Argentina, Colombia o Ecuador. Los libros viajan mal y son caros. “En una librería de Quito valen 45 dólares y el sueldo medio ronda los 300. No hay bibliotecas públicas”. ¿Y qué hay? Internet, una vía por la que los escritores se intercambian sus libros en pdf cuando leer es un puro lujo.
Mandíbula tiene 288 páginas y cuesta 17 euros. No hace falta decir que vale mucho más. Confirmando lo bueno de Nefando, su anterior novela —publicada también por Candaya—, Ojeda desmenuza la relación entre un grupo de alumnas de un colegio del Opus aficionadas al terror salvaje y una profesora que se viste como su madre. Ni colgando un retrato de san Josemaría Escrivá y otro de H. P. Lovecraft en las habitaciones de las protagonistas de Las vírgenes suicidas (de Jeffrey Eugenides), Las chicas (de Emma Cline) o Los hermosos años del castigo (de Fleur Jaeggy) podríamos hacernos una idea de una historia plagada de registros que consigue conciliar el suspense con un penetrante análisis de la adolescencia, esa edad enemiga de las normas que produce fascinación y miedo. Como la buena literatura.
“El horror cósmico no tiene imagen”, escribe una de las muchachas en una redacción escolar. No puede, por ejemplo, llevarse al cine sin volverse “ridículo”. Lo mismo cabría decir de Mandíbula, una novela en la que las palabras construyen una atmósfera difícil de glosar sin dejarla en los huesos. Sería gracioso que el nuevo impulso de la literatura viniera de la mano de una generación educada de lleno en la era audiovisual. El sábado pasado Mónica Ojeda firmó en el Retiro. Volverá a hacerlo el domingo 10. Mientras, participa en el Encuentro Internacional de Narrativa de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia. También allí hay una feria del libro.