Una niña
Al principio hay una niña. Está encerrada en una gran aula de techos demasiado altos. Estamos en 1876, y la escuela elemental pública de la via San Nicola de Tolentino, en Roma, es como las demás escuelas del Reino de Italia: una cárcel para niños. Hay que permanecer inmóvil en los bancos, escuchar a la maestra durante horas, repetir la lección a coro. Si uno se porta mal, lo castigan. La niña tiene seis años y odia todo eso desde el primer día. En silencio, comienza su revolución personal contra la institución. Una especie de huelga de atención, que en pocos meses la lleva a ser la última de la clase. «En el colegio no estudiaba nada —dirá ya de adulta—. Apenas escuchaba a las maestras, y a la hora de clase organizaba juegos, comedias.» Y continúa: «No entendía las operaciones aritméticas y durante mucho tiempo di los resultados con cifras inventadas, las primeras que se me ocurrían».
Es mejor escribiendo, le apasionan los libros, y es una actriz nata. Cuando lee en clase algún texto conmovedor, consigue hacer llorar a todo el mundo. Tiene un carácter extravertido y, pese a su corta edad, un gran carisma. Cuando juegan en el patio a la hora del recreo, siempre lleva la voz cantante, sin discusiones. Si una compañera se rebela, la fulmina con una frase desdeñosa: «¡Tú! ¡Tú todavía no has nacido!». Tiene una lengua temible y la seguridad derivada de ser una niña muy querida en casa. Desde el día en que nació, sus padres han ido anotando en un cuaderno todos los detalles de su vida, como si fuese un prodigio: los primeros pasos, las primeras palabras, la alegría parlanchina y, sobre todo, el «carácter vital e independiente».
A las profesoras no les gusta su fuerte personalidad, su forma de mirar a los adultos a la cara, sin ningún respeto. Un día, una maestra hace un comentario sarcástico sobre la expresión de «esos ojos». La niña, ofendida, se jura a sí misma que nunca más alzará la vista en su presencia. Durante las clases no consigue retener nada. Memorizar poesías y textos es un suplicio: «Una profesora estaba empeñada en hacernos aprender de memoria las vidas de las grandes mujeres, para incitarnos a imitarlas. La exhortación que acompañaba a estos relatos era siempre la misma: “¡Vosotras también deberíais ser famosas!”. “¿No os gustaría ser famosas?” Un día respondí con frialdad: “No, nunca lo seré. Me importan demasiado los niños del futuro para querer añadir otra biografía a la lista”».
No le gusta nada competir. Ante una compañera que llora porque la han suspendido y no puede pasar de curso, sacude la rizada cabecita: «No lograba entenderla porque, como le dije, me parecía que tanto daba un curso como otro». En cuanto a ella, la suspenden tres veces: en primero, en tercero y en cuarto de primaria. Se requiere un método para lograr tal resultado, y Maria lo tiene. Falta mucho al colegio alegando todo tipo de dolencias, no presta atención a las explicaciones en clase ni se esfuerza en los controles. En casa, a la hora de hacer los deberes, sufre fuertes migrañas y se mete en la cama, con la cabeza entre dos almohadas. «Ningún provecho», «Escaso provecho», escriben resignados los padres en el cuaderno. Conocen el carácter temperamental de su hija. Le proponen clases particulares de francés y de piano, pero pronto tienen que renunciar incluso a ellas. Cuando aprueba el examen final de la escuela primaria, la niña tiene trece años y parece la hermana mayor de sus compañeras, que tienen diez. Hasta el momento del choque catastrófico con la escuela, Maria tuvo una infancia feliz: era hija única y muy querida de unos padres ya mayores. El padre, Alessandro Montessori, ferrarés, héroe de la guerra contra los austríacos, es funcionario del Estado. La madre, Renilde Stoppani, oriunda de Las Marcas, es una maestra enamorada de su trabajo, que tuvo que abandonar al casarse. La niña creció entre Chiaravalle de Ancona, donde nació el 31 de agosto de 1870, y Florencia, desde donde se trasladó luego a Roma, debido al trabajo de su padre. La nueva capital, recién conquistada por los Saboya, es una ciudad todavía pequeña y algo adormecida, que está encerrada en el meandro del Tíber, desde el monte Pincio a Porta Portese, y desciende rápidamente a una campiña de villas aristocráticas y viñedos, adonde los días soleados la gente va de excursión y a recoger achicoria. Más allá, inmenso e infestado de malaria, se abre el gran espacio vacío del Agro Romano.
El padre de Maria trabaja en el Ministerio de Hacienda y la madre se dedica a la educación de su hija. Le enseña los valores de la solidaridad. Le hace tejer ropa de abrigo para entregarla a la beneficencia. La anima a atender a los pobres y a hacer compañía a una vecina impedida por una joroba. Tal vez es así como nace la primera idea de ser médico: «Si veía en la calle a un niño pobre, lo encontraba pálido y me parecía que estaba enfermo. En vez de pensar en darle mi merienda, pensaba qué medicina, qué pócima podría curarle». No usa las muñecas para probarles vestidos y gorritos, sino a modo de pacientes, en fila sobre la cama, mientras ella pasa con la cuchara distribuyendo jarabe para la tos. La educación en su casa es espartana. «No se nace para gozar», dirá de mayor. Y contará de buen grado una anécdota de su infancia. Debía de ser muy pequeña. Acaba de volver a la ciudad tras un largo veraneo. Está cansada, tiene hambre, lloriquea pidiendo algo de comer. La madre, atareada con las maletas, le pide que espere. Al final, irritada, le ofrece un pedazo de pan duro, que estaba en casa desde que se marcharon: «Si no puedes esperar, toma esto».
La seducción del teatro
«Mi juguete era el teatro. Si veía recitar, imitaba con gran viveza: me metía en el papel de los personajes hasta llegar a palidecer o a sollozar y llorar recitando cosas ficticias. Inventaba pequeñas comedias, improvisaba argumentos; componía vestuario y escenas.» Mientras libra su personal batalla contra la escuela primaria, consigue que la dejen asistir a un curso de interpretación. Su padre se opone, pero, como hace siempre, acaba cediendo ante la insistencia de Maria. Le cuesta enfrentarse a su única hija adorada, que tiene un carácter autoritario. Es así desde pequeña, y seguirá siéndolo toda la vida. «Cuando ella estaba en una habitación, no había nadie más», comentará una testigo muchos años después.
En la escuela de interpretación, los profesores están encantados, dicen que la niña tiene mucho talento. Convencen a sus padres para que la dejen debutar en el teatro, en su primer papel oficial. «Yo también lo notaba —escribirá, recordando aquella época—, había nacido para aquello y era mi pasión.» Sin embargo, en el último momento decide renunciar. Es una decisión repentina, sin explicaciones. «Fue solo un instante y vi que realmente iba a alcanzar la fama, a menos que huyera de la seducción del teatro.» A lo largo de su vida adoptará con frecuencia decisiones repentinas, tomadas por instinto, siguiendo su estrella interior. Cree en la escucha de la vocación y en las señales. Su personalidad tiene un fuerte componente místico. Un episodio mil veces repetido por los biógrafos explica este aspecto: «A los diez años de repente cambió. Desarrolló un notable interés por la religión, y al mismo tiempo un sentido de “vocación”. Sus padres lo percibieron cuando enfermó gravemente de gripe y el médico les dijo que debían prepararse para lo peor. No obstante, Maria tranquilizó a su madre: “No te preocupes, mamá, no me voy a morir. ¡Tengo demasiadas cosas que hacer!”».
En 1883, justo cuando Maria obtiene, después de tantos sus-pensos, el diploma elemental, la ley italiana abre las puertas de las escuelas superiores a las niñas. Maria afirma que quiere seguir estudiando, una decisión que su madre apoya con entusiasmo. Con la nota obtenida no puede aspirar a entrar en el Liceo clásico, de modo que se conforma con la Regia Scuola Tecnica de Roma, donde acaba de inaugurarse una sección femenina. Apenas hay una decena de chicas matriculadas, un pequeño grupo de pioneras muy unidas. Maria empieza a ver la escuela con otros ojos. El reto de ser una de las primeras muchachas que penetran en el mundo masculino de la enseñanza superior es algo importante, digno de su atención. En poco tiempo se convierte en una estudiante modélica. Su padre anota en el cuaderno familiar que su hija ya no piensa en nada más. Las migrañas han desaparecido. Las tardes están dedicadas al estudio.
Cursa los tres años de la escuela técnica con notas excelentes, y en 1886 aprueba los exámenes finales con una mención especial. Su padre querría que se matriculase en Magisterio, por aquel entonces la escuela femenina por excelencia, que forma a las futuras maestras. Pero Maria no quiere ni oír hablar de ello. No desea ser maestra. Cuando su solicitud es rechazada porque su título técnico no se considera suficiente, no disimula su alivio.
Insiste en matricularse en el Regio Istituto Tecnico de Roma, lo que es una elección muy insólita. Las pocas mujeres que siguen estudiando lo hacen para mejorar su cultura antes de casarse, a lo sumo para dedicarse a la enseñanza. Ella no: dice que quiere ser ingeniera. Además de Maria, en todo el instituto solo hay otra alumna, llamada Matilde Marchesini. Durante las pausas entre clase y clase, los profesores las encierran en un aula para que los estudiantes no las molesten.
Entretanto, Maria se ha convertido en una muchacha muy atractiva. Es bajita, pero de formas suaves. Tiene el cabello negro rizado y los ojos también negros y muy brillantes, una forma muy personal de mirar directamente a la cara a sus compañeros, sin timidez, y una carcajada irresistible. Un alumno mayor que ella, Giovanni Janora, empieza a cortejarla, «siguiéndola de lejos». Interrogado por Renilde, que está preocupada por la reputación de su hija, el joven afirma que sus intenciones son serias. Cuando termine la escuela y haya hecho el servicio militar, dice, pedirá su mano. Renilde, tranquilizada, le da permiso para ir a su casa todos los domingos.
La familia del muchacho, informada de lo que está sucediendo, se opone, afirmando que es demasiado joven para comprometerse. Renilde, que ha acabado por tenerle simpatía, lo lamenta; por el contrario, Alessandro Montessori se siente aliviado. Aprecia a Giovanni, pero considera que tiene un carácter demasiado taciturno, poco acorde con el animado y expansivo de su hija. Si el proyecto de noviazgo hubiese seguido adelante, habría supuesto una boda en un plazo breve y una vida completamente distinta. Maria se habría encerrado en un salón burgués, entre hijos de los que cuidar y veladas con su marido. Pero todo queda anulado. La historia de su vida puede continuar.
BUSCA ONLINE ‘EL NIÑO ES EL MAESTRO. VIDA DE MARIA MONTESSORI’
Autora: Cristina De Stefano
Traducción: María Pons Irazazabal
Editorial: Lumen
Formato: Tapa blanda con solapas, 400 páginas
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