Antonio Gasset, fallecido este miércoles en Madrid a los 75 años, poseía un sentido del humor cáustico que le servía para ocultar su fondo de hombre terriblemente sentimental y, en muchos sentidos, herido. El humor, decía, le había salvado de grandes catástrofes y de forma accidental esa tabla de salvación se convirtió en su principal seña de identidad como crítico y periodista a través de las célebres entradillas de su programa Días de cine. Gasset se había incorporado al espacio televisivo en 1994 y bajo su dirección logró, además de una mención especial en los Premios Ondas en 1997 y un premio de la Academia de la Televisión al mejor programa divulgativo en 2002, algo mucho más importante, un público (noctámbulo) devoto de su cada vez más arrinconada y quijotesca figura.
Las perlas son infinitas: “Soy consciente de que a la hora de emisión de mi programa solo puede ser visto por un puñado de politoxicómanos insomnes”, o “comenzamos con una película de las llamadas ‘polémicas’, que quiere decir que a unos les gusta y a otros no, como todas”. Gasset, que llevó su incorrección política a todos los límites posibles, tenía una cualidad suicida y su mala uva no entendía de jerarquías. Ácido y mordaz se empleaba a fondo con muchos, pero sobre todo con el poder, cualquier tipo de poder, y con la tontería. “Hasta el próximo programa. No sabemos ni qué día ni a qué hora nos pondrán, de modo que estén atentos”, decía a sus fieles cuando, relegado a cualquier hora de la madrugada, su cabecera sufría el ninguneo de Televisión Española.
Gasset, nacido en Madrid en 1945, se despidió de la audiencia en 2007 desde el Festival de Berlín y, en 2011, la Academia de Cine le otorgó el premio Alfonso Sánchez por sus “vitriólicos e ingeniosos comentarios”. Sobrino segundo de Ortega y Gasset, su relación con el cine había empezado en su juventud dirigiendo algún corto o trabajando como actor, entre otras, en la icónica Arrebato, de Iván Zulueta. Su andadura en el ente público arrancó en los ochenta de la mano de su buen amigo Pedro Erquicia en Informe Semanal, programa del que acabó siendo subdirector.
Ya entonces se notaba el toque Gasset. Cuando el cineasta Sam Peckinpah murió a los 59 años en 1984, firmó un reportaje arrebatado que iba más allá de los meros conocimientos cinematográficos. Su capacidad para arrastrar al espectador tenía que ver con unos sólidos valores personales. Sabía reconocer las cosas importantes de la vida y eso siempre estuvo presente en su manera de ver y hablar de películas.
Era un placer tirarle de la lengua porque escucharle contar historias y anécdotas con sus viejos amigos (de Erquicia a Luis Eduardo Aute, Jaime Chávarri, Javier Marías, Agustín Díaz Yanes, Isabel Tabares, Borja Casani o Lola Moriarty) era siempre una diversión asegurada. El repertorio de Gasset era inagotable y a él le debemos muchísimas risas. Quizá porque era tan gracioso, cuando se ponía serio y sentimental impresionaba aún más, detectabas su enorme fragilidad y el infinito alcance de sus afectos. Sabías que siempre estaba ahí, leal como una roca.
En aquel programa sobre Peckinpah, Gasset no habló exactamente de cine, o lo hizo de lo que de verdad importa del cine, la vida. Habló de hombres solitarios y amistades adultas, de lealtades inquebrantables y profundas hasta el tuétano. Gracias a aquel programa, descubrí Grupo salvaje y Pat Garrett y Billy the Kid. Pero sobre todo, que Peckinpah también era La balada de Cable Hogue. Imagino que Gasset se miraba en hombres tan acabados y fuera de su tiempo como Jason Robards en aquella hermosa película. Le irritaba la pomposidad, pero admiraba la verdadera sabiduría. “Buenas noches”, dijo en una de sus presentaciones, “una semana más Días de cine interrumpe vuestra intimidad para informaros sobre esto que algún insensato calificó como arte, pero que hay que reconocer que en algunas ocasiones es una maravilla”.
Le sobreviven sus hijos Carlos y Cósima, su mujer Andrea, y el hijo de esta, Moritz.