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Muere el cineasta y crítico Peter Bogdanovich a los 82 años


Fue el puente entre el Hollywood clásico y el Nuevo Hollywood, al que perteneció de pleno derecho. Entre sus amigos estuvieron Frank Capra, King Vidor, Cary Grant y John Ford, idolatró a Buster Keaton y fue el confidente de Orson Welles; de todos ellos escribió. Pero por edad, además, perteneció al Nuevo Hollywood, aquel movimiento que sobre los últimos rescoldos del imperio de los estudios insufló vida a un cine de cartón-piedra. El líder era Francis Ford Coppola, y entre sus huestes estaban Scorsese, Friedkin, Lucas, Cimino, De Palma y, obviamente, Bogdanovich. Esta madrugada del jueves 6 de enero el cineasta, cinéfilo y crítico ha fallecido en su casa de Los Ángeles a los 82 años, según ha confirmado su hija Antonia a The Hollywood Reporter “por causas naturales”.

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De memoria sobrenatural, charla fascinante, inteligentísimo, embaucador, conquistador de hombres (a los que involucraba en sus aventuras) y mujeres (engañó incluso a aquellas de las que estuvo más enamorado), dueño de un ego inmenso, puede que Peter Bogdanovich no fuera tan genial director como él se presentaba, pero en su currículo hay un puñado de títulos espléndidos: Luna de papel, La última película o ¿Qué me pasa, doctor?. Eso sí, deja una extensa colección de escritos en los que levantó testimonio de su amor por el cine. Él amó a Hollywood; en justa correspondencia, Hollywood le reverenciaba.

Bogdanovich fue el primer crítico de cine estadounidense que siguió el camino de sus compañeros franceses de la Nouvelle Vague y pasó de la escritura a la dirección. Apostó por el concepto director-autor, el auteur francés, y gracias a él los directores estadounidenses empezaron a tomarse a sí mismos en serio. Nacido en Kingston (Nueva York), en 1939, Bogdanovich empezó a dirigir películas empujado, como muchos compañeros de generación, por Roger Corman. Por eso fue el asistente de director de Los ángeles del infierno (1966), antes de escribir, dirigir y producir El héroe anda suelto (1968). Considerado un excéntrico y un ratón de biblioteca por sus padres, un emigrante serbio y la heredera de una rica familia judía austriaca, a los 15 años ya había ido a clases de interpretación con Stella Adler y se dedicaba a hacer fichas de todas las películas que veía (cuando abandonó la costumbre, al cumplir 30 años, había reunido 5.316: “He visto todas las películas americanas que merece la pena ver”, pontificaba). Con 20 años programaba el New York Theater y allí vio Sombras, de Cassavetes, la película que abrió una senda por la que la autoría entró en Hollywood. Según cuenta Peter Biskind en el libro Moteros tranquilos, toros salvajes, “Bogdanovich era patológicamente ambicioso. […] Le preocupaba que su apellido fuera demasiado largo para las marquesinas”. Junto a su primera esposa, la diseñadora de vestuario y también cinéfila Polly Platt, se alimentó casi exclusivamente de ver películas, y escribieron sin parar ensayos cinematográficos hasta que se mudaron en 1964 a Los Ángeles, donde sufrieron numerosas estrecheces: él llevaba trajes usados de Jerry Lewis, los domingos desayunaban invitados por Fritz Lang. Entró en la órbita de la productora de Corman y así quedó sellado su destino.

‘La última película’, dirigida por Peter Bogdanovich. Desde la izquierda, Timothy Bottoms, Jeff Bridges y Cybill Shepherd.

Platt, madre de su hija Antonia, coescribió y ayudó en la creación de El héroe anda suelto. La película no valía mucho, aunque demostraba que Bogdanovich sabía lo que hacía. Continuó su socialización con los mejores creadores de Hollywood, con directores tan dispares como los ya mencionados Ford y Welles, Jean Renoir, Howard Hawks, Don Siegel… El cineasta empezó a recibir propuestas, y así le llegó la oportunidad de La última película (1971), un canto de amor a las salas de cine en pequeñas ciudades y pueblos, un monumento a la nostalgia y al pasar de la vida, que también encumbró a una modelo que leía a Dostoievski: Cybill Shepherd, descubierta por Platt en la portada de la revista Glamour. Durante el rodaje, Bogdanovich se enamoró locamente de Shepherd y dinamitó su matrimonio. Aquella elegía cinéfila en blanco y negro, muy cercana en su esencia a la Nouvelle Vague, logró ocho nominaciones a los Oscar, y lanzó a todo su reparto: además de Shepherd, Jeff Bridges, Ellen Burstyn y Randy Quaid.

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Durante esa primera mitad de los años setenta, Bogdanovich enlazó proyectos con gran éxito de crítica y taquilla, como ¿Qué me pasa, doctor? (1972), con las dos más grandes estrellas del momento, Ryan O’Neal y Barbra Streisand, y Luna de papel (1973), y otros más fallidos, como Una señorita rebelde (1974); Por fin, el gran amor (1975) o Así empezó Hollywood (1976), cantos de amor a la Meca del cine más cercanos al criterio de un estudioso que al de un cineasta arriesgado. Ahí comenzó a declinar su carrera como director.

De izquierda a derecha, John Huston, Orson Welles y Peter Bogdanovich en el rodaje de ‘Al otro lado del viento’.

Su pasión por Shepherd no ayudó a su buen criterio. Otros amores también le hundieron, tanto en lo cinéfilo (rodó con sonido directo los lamentables números musicales de Por fin, el gran amor) como en lo sentimental; gastó todo su dinero en 1980 en acabar Todos rieron —su película favorita—, que rodó con Audrey Hepburn y una Miss Playboy, Dorothy Stratten, que se convirtió en su amante hasta que su marido la asesinó cuando supo que le abandonaba por Bogdanovich. Tampoco los años noventa le dieron un respiro. Aunque siguió trabajando en filmes como Máscara (1985), Ilegalmente tuyo (1988), Texasville (1990) —secuela de La última película—, o la divertida ¡Qué ruina de función! (1992), y dirigiendo para televisión.

Sus últimas películas de ficción para el cine fueron El maullido del gato (2001), que recrea otro asesinato cinéfilo, el del director Thomas Ince por parte de William Randolph Hearst, y Lío en Broadway, otra comedia de enredos amorosos. En su presentación en la Mostra de Venecia en 2014 contaba que el mcguffin de su nueva historia, una fábula con ardillas y nueces, estaba extraído de El pecado de Cluny Brown, de Ernst Lubitsch, muestra de su eterna pasión por los clásicos. “He estado años intentando levantar este guion, desde 1999, con mi esposa Louise [la hermana pequeña de Dorothy Stratten]. Cuando por fin tuvimos el dinero, el actor John Ritter, para quien estaba escrita, murió. Me divorcié. Y decidí parar el proyecto. Ahora he encontrado dos productores jóvenes que me han apoyado, incluso sin tener distribución por primera vez en mi vida. Entre medias he hecho libros, documentales… Por uno me dieron un grammy. No tengo el Oscar pero sí el Grammy. Curioso”.

Actor y documentalista

Bogdanovich siempre estuvo rodeado de bancarrotas, amoríos y algún que otro escándalo. Y de inteligencia mezclada con ego. En el festival italiano contaba: “Me encantan aquellas comedias de los años cincuenta, no las actuales de colegas o de chorradas sexuales. La comedia es mucho más difícil que el drama, sin duda. La gran Tallulah Bankhead decía: ‘Una cebolla te hace llorar. Muéstrame un vegetal que te haga reír’. Era tremenda”. Y a la consiguiente pregunta de qué le provocaba la risa, respondía: “Mi película”.

John Ford (a la izquierda) y Peter Bogdanovich, en 1971.

A todas estas labores sumaba la de actor, gracias a su presencia hierática y a su vozarrón, muy apreciado por su amigo Quentin Tarantino. Fue el psiquiatra de psiquiatras en Los Soprano; el mismo Welles lo contrató para Al otro lado del viento, la película que el genio filmó entre 1970 y 1976 y que Bogdanovich ayudó a acabar en 2018, poniendo orden a más de 100 horas de material; y su rostro ha aparecido en medio centenar de capítulos de series y filmes. Sus libros de conversaciones con grandes —y charló con todos— son fascinantes y se mantienen fulgurantes gracias a su capacidad de sacarles las mejores historias. Como documentalista cinematográfico, su último trabajo se estrenó en 2019: El gran Buster, su homenaje a Buster Keaton: “Fue un gran director de comedias, un aspecto que me parece fundamental reivindicar. Welles, que lo conoció y admiró, me confesó que lo consideraba uno de los grandes directores de todos los tiempos”.

En Venecia, confesaba su frustración con el cine actual: “Cuando empecé, la mayor parte de los genios de la gran época seguían en activo. Yo le preguntaba mucho a John Ford, que me gritaba que dejara de interrogarle, aunque luego respondía. Cuando doy clases de cine les digo a mis alumnos que no vean nada rodado después de 1962. Aquellas enseñanzas no se han engrandecido con las nuevas generaciones, sino que se han diluido. Una pena”.


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