Elsa Peretti ha fallecido este jueves a los 80 años en la localidad de Sant Martí Vell, Girona, en la querida casa que convirtió en su hogar y en el pueblo que ayudó a restaurar y le sirvió de inspiración. La diseñadora, de fama internacional, lo vivió absolutamente todo, pero a su manera, generosa e intensamente. Se hizo amiga de todos y cada uno de los artesanos con los que trabajó en sus más de 40 años creando joyas para Tiffany & Co. Recorría el mundo, de Barcelona a Japón o Reino Unido, buscando manos capaces de aceptar sus retos; trabajaban sin descanso creando formas orgánicas, casi vivas, y con los años, se iban convirtiendo en compañeros. Peretti los apoyaba en sus proyectos personales y sus nombres salían a relucir cada vez que tenía ocasión.
“Para mí fue una mentora. No solo en lo profesional, sobre todo en filosofía de vida”, recuerda su amigo y colaborador, el fotógrafo Manuel Outumuro, quien le ayudó a comisariar su retrospectiva en el Fashion Institute of Technology de Nueva York en 1990. “Llegué a la ciudad en 1979, sin saber inglés, y Elsa me abrió las puertas de todo, incluido el Studio 54. Era increíblemente generosa”, rememora. “Hasta entonces tenía prejuicios asociados al dinero. Ella me enseñó que se puede tenerlo y hacer cosas increíbles”, añade. Elsa Peretti creció en un entorno muy privilegiado, pero siempre huyó de los códigos asociados a su clase social. Odiaba el encorsetamiento y, sobre todo, el aburrimiento. A los 20 años se marchó de su Roma natal y dejó atrás a su familia y a su padre Nando, magnate del petróleo, para instalarse en la Barcelona de los sesenta, azotada por el régimen franquista, pero con una intelectualidad floreciente. Se dejó fotografiar por Leopoldo Pomés y Oriol Maspons, se codeó con Dalí o el escultor Xabier Corberó. En los 70, se instaló en Nueva York y comenzó, de forma inconsciente, a construir su mito.
Su peculiar modo de entender la vida, buscando siempre figuras de las que aprender y a las que escuchar, le arrastró a la escena nocturna neoyorquina, a la Factory de Andy Warhol, a Studio 54 y a pasar largas noches ayudando a controlar el genio creativo de mitos del diseño como Giorgio di Sant Angelo y, por supuesto, de Roy Halston. Peretti siempre hablaba de Halston como de un “compañero de vida”. Ella le ayudó a convertirse en el diseñador fetiche de los años 70. Él le presentó a Harry Platt, entonces presidente de Tiffany & Co. El resto es historia.
Como suele ocurrir con los grandes genios, Elsa Peretti revolucionó la joyería casi sin darse cuenta. Se obstinó en trabajar con plata, un material denostado en aquella época. “En la marca pensaban que era un ejercicio de esnobismo, pero yo me empeñé porque las ideas que tenía en la cabeza solo las podía admitir la plata”, le contaba a esta periodista en una ocasión. Porque la cabeza de Peretti no funcionaba como las demás: condensaba emociones y recuerdos en pequeños objetos (su primera creación, el icónico brazalete Bone, aludía a los pequeños huesos que recogía de las catacumbas romanas durante su infancia), se dejaba fascinar por detalles, para muchos, insignificantes (recogió un haba del suelo, la acarició durante días y, al final, se la colgó al cuello, así nació su famoso colgante Bean) y, por encima de todo, “le emocionaba el paso del tiempo y la huella de la vida en los objetos”, señala Outomuro. Un cuenco moldeado con la forma del pulgar que lo sostiene, un brazalete que deja ver las facetas de la plata después de su uso “o hasta las escaleras desgastadas de su casa de Sant Martí Vell, le encantaba su forma”, rememora el fotógrafo.
Elsa Peretti llegó a Sant Martí Vell cansada del exceso de las noches neoyorquinas. Su amiga, la fotógrafa Colita, le enseñó la imagen de aquella pequeña población de Girona, entonces abandonada, y Peretti decidió refugiarse allí, sin luz ni agua corriente, para reencontrarse consigo misma. Con los años fue remodelando el pueblo, reconstruyendo su plaza y su iglesia, encontrando inspiración para futuras creaciones. Al mismo tiempo, decidió depositar la herencia de su padre en una fundación, la Nando & Elsa Peretti Foundation, desde la que trabajó de forma incansable por la cultura y los derechos humanos. Se involucró, entre otras muchas causas, en la crisis de Sudán del Sur o en la mejora de las condiciones sanitarias en Jaipur (India), pero también en la promoción de las artes, apoyando exposiciones o restaurando patrimonio. Prestó su apoyo incondicional a la Fundació Aura, que aboga por la mejora de la calidad de vida de las personas con discapacidad intelectual y creó el Teatre Akademia en Barcelona, por donde han pasado nombres de la talla de Isabella Rossellini. Peretti solía decir que quería devolverle al mundo algo que a ella “le vino dado”, y tenía su esperanza puesta en los jóvenes para reactivar el movimiento cultural y artístico de Barcelona.
Sus últimos meses los pasó en Sant Martí Vell, “pero en una casa en las afueras que perteneció a Antonio Gades y estaba mucho más adaptada para ella”, recuerda Outumuro. Después de su rotura de cadera ya no podía subir sus queridas escaleras desgastadas. Allí murió el pasado jueves. Este sábado decenas de amigos se reencuentran en aquel pequeño pueblo gerundense en el que Peretti volcó su creatividad para rendirle homenaje.