Su vida entera se resume en un instante. Mario Terán Salazar, militar boliviano, tuvo una vez delante a un tipo barbudo muy alto, enorme lo recodaría él, con unos ojos que brillaban intensamente. Terán enfundaba un arma que por momentos temió que ese gigante pudiera arrebatársela. Sintió un vértigo que habría de recordar el resto de sus días. “Póngase sereno —me dijo— y apunte bien. ¡Va a matar a un hombre! Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé”, contaría después. Era 1967 y Terán acababa de ejecutar a Ernesto Che Guevera.
El militar, que tuvo una existencia anónima, murió este jueves en Santa Cruz de la Sierra a los 80 años de edad, enfermo de cáncer de próstata, según confirmó su hijo a AFP. Terán no se explayó mucho más sobre lo ocurrido aquella mañana, en medio de la Guerra Fría, salvo esa explicación un tanto dramática que dio sobre la forma en la que acabó con el mítico revolucionario. Es más, después de 30 años de servicio se retiró y llegó a decir que no fue él el verdugo, sino alguien con su mismo nombre y apellidos. Nadie le creyó.
Para que Terán y el Che Guevara se encontraran frente a frente en la Higuera, un pueblo diminuto junto a los Andes, se tuvo que dar una serie de casualidades cósmicas. Uno estaba herido, andrajoso, indefenso, según se ve en la última foto tomada antes del disparo. El otro, vestido de militar y armado. La CIA lo quería vivo para interrogarlo, pero el presidente boliviano de entonces, René Barrientos, ordenó acabar con él de inmediato, sin juicio de por medio. Barrientos era un anticomunista furibundo. El encargado de cumplir sus órdenes fue Terán, que entonces tenía 25 años y un pequeño bigote cuadrado sobre la comisura de los labios.
El día de la ejecución era nueve de octubre, lunes. La mañana de la jornada anterior, Guevara había sido capturado en un monte cercano. Un destacamento liderado por el capitán Gary Prado había recibido horas antes la información de que los guerrilleros que comandaba el Che estaban escondidos en una zona conocida como la Quebrada del Yuro. Los soldados aniquilaron a la mayoría de insurgentes durante el ataque sorpresa e hirieron en la pierna izquierda al Che. Cuando fueron a capturarlo, según la versión de los uniformados, les gritó: “No tiren que yo soy el Che. Yo les valgo más vivo que muerto”.
Así, vivo, lo trasladaron a una escuela abandonada de la Higuera. Lo encerraron en una de las estancias que tiempo atrás había sido un salón de clases. Se trataba del momento de mayor indefensión del hombre que había tratado de encender la llama de un foco guerrillero en la selva boliviana, contra toda lógica. Comandaba una tropa mal armada, hambrienta y sin mucha experiencia en combate, frente a un ejército profesional respaldado por Estados Unidos y sus agencias de inteligencia. Su buena estrella estaba a punto de apagarse.
Guevara había conocido años atrás en México a Raúl y Fidel Castro y con ellos acabó derrocando por la vía de las armas a Fulgencio Batista en Cuba, en 1959. Ese deseo revolucionario se extendió por todo el mundo. El Che desempeñó varios cargos en el nuevo Gobierno cubano, pero lo dejó y volvió a empuñar un fusil. Primero fracasó en el intento de llevar a cabo una insurgencia en el Congo y, más tarde, le ocurrió lo mismo en Bolivia. Ahí encontró la muerte a los 39 años de edad.
Su cuerpo rígido, con los ojos abiertos, el pecho desnudo, fue expuesto al público al día siguiente en un municipio cercano, Vallegrande. Los lugareños lo observaron asombrados. Cuando Marc Hutten, reportero de AFP, lo fotografió en ese momento seguramente tenía en la cabeza la Lamentación sobre Cristo muerto, de Mantegna. Acababa de nacer el mito.
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