El abogado Jesús Hernández Alcocer tras su detención el 23 de junio de 2022, en Ciudad de México.Fiscalía CDMX
Un infarto ha acabado con la vida de Jesús Hernández Alcocer, que permanecía encarcelado en el Reclusorio Norte desde que el pasado 23 de junio asesinara a tiros a su joven esposa, la cantante Yrma Lydya, en el restaurante Suntory, en Ciudad de México. El abogado, de 79 años, cuya muerte ha confirmado la Secretaría de Seguridad Ciudadana, era un hombre influyente en diversas esferas de la política y la justicia. Tenía, y presumía, amistades con personajes oscuros de la vida pública mexicana, además de una tormentosa relación con Yrma Lydia, de 21 años, como se supo después de su muerte, cuando trascendieron capítulos de maltrato, pistola en mano, que jalonaron la vida de la intérprete mexicana.
Los disparos en el lujoso restaurante capitalino resonaron con fuerza aquella noche de junio. El aparatoso asesinato, que sobresaltó a los comensales, algunos de los cuales llevaban escolta e intervinieron en la trifulca, saltó pronto a los medios de comunicación. Este episodio de violencia de género con final trágico no era uno más. A la joven promesa de la canción se unía la fama de su asesino, Hernández Alcocer, quien remató a la muchacha con un tiro de gracia y trató de huir, sin conseguirlo, con la ayuda de sus asistentes. Estos sí se llevaron la pistola, pero finalmente también se dio con ella. Las oscuras influencias del abogado, temían algunos, podrían proporcionarle la libertad a pesar de tan evidente crimen, aunque pronto, la Fiscalía de la Ciudad de México salió a decir que el caso se llevaría con todo el rigor.
Problemas de hipertensión y cardiacos que obligaron a tratar al recluso han acabado finalmente con su vida en la mañana de este martes. Hernández Alcocer vivía en una casa acomodada donde un piano acompañaba las veladas con amigos donde trataban de promocionar la carrera artística de Yrma Lydya. El escritor y reportero Emiliano Ruiz Parra tuvo un encuentro con el hoy fallecido y lo describe como un capo mafioso de los años Veinte, así fuera vistiendo sus trajes como alardeando de su poder para dar o quitar. Ofrecía favores a sus conocidos haciendo ostentación de sus contactos.
El abogado Jesús Hernández Alcocer tras su detención en el restaurante Suntory, en Ciudad de México.SSC
Su comportamiento fanfarrón seguía los tópicos a pie de la letra, desde presumir de haberse entrevistado con gentes de altura, como el papa Juan Pablo II, hasta de sus relaciones con el exsecretario de Seguridad Genaro García Luna, preso hoy en Estados Unidos por delitos relacionados con el narcotráfico. Con la gente a pie de calle manifestaba una insolencia que ponía de rodillas a meseros que no satisfacían sus exigencias o manoseaba a muchachas a las que consideraba a su servicio en los restaurantes.
“Si tienes algún problema con la justicia, solo tienes que decírmelo”, le ofreció en una ocasión a la cantante Dulce, que compartía espectáculo con Yrma Lydya cuando esta fue asesinada. Dulce se manifestó temerosa de lo que este hombre pudiera llegar a hacer si se hablaba mal de él públicamente. Tampoco a la madre de la cantante asesinada le gustaban los comportamientos de su yerno, que había hecho de su esposa un objeto de su propiedad con la clásica táctica de los maltratadores de ir apartándola de la familia poco a poco, según contó Dulce a este periódico, algo que, dijo, disgustaba a la madre.
Tras el asesinato, los medios locales contaron que el abogado tenía en el restaurante Suntory prácticamente su despacho, donde se encontraba con amigos, periodistas o donde trataba sus negocios con la pistola bien visible, algunos dicen que chapada en oro, tal era su cuestionable gusto por el lujo. Camisas de seda bajo impecables trajes de raya diplomática y brillantes por todos lados, en el reloj, en la corbata. En aquellos encuentros del Suntory, Hernández Alcocer lo mismo ofrecía a sus interlocutores un puesto en la política, recurriendo a sus contactos con los líderes de varios partidos, que negociaba obras de arte o trataba el mercadeo de joyas. Le llamaba El Tirantes o El Padrino y el calificativo parecía ser de su gusto porque mostraba con orgullo notas periodísticas donde se le retrataba con esa similitud mafiosa. El mismo restaurante donde despachaba sus oscuros manejos fue el escenario que lo llevó a la cárcel para siempre después de empuñar una última vez las cachas doradas de su pistola.
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