Miguel Etchecolatz sale de la sala de audiencias tras ser condenado a cadena perpetua por secuestros, asesinatos y torturas en el centro de detención La Cacha, el 24 de octubre de 2014.REUTERS
Su apellido da tanto miedo en Argentina que su hija Mariana tuvo que cambiarse el nombre para poder llevar una vida normal. Miguel Etchecolatz, uno de los más crueles represores de la dictadura argentina (1976-1983) murió a los 93 años mientras cumplía cadena perpetua en una cárcel común por una serie de crímenes de los que nunca se arrepintió. Al contrario, estaba orgulloso. Etchecolatz mantuvo hasta el final, pese a la edad, esa mirada desafiante que aterrorizaba a las víctimas.
En la dictadura fue la mano derecha del general Ramón Camps, el responsable de la represión en la provincia de Buenos Aires, una de las más duras. Dirigió hasta 21 campos de detención ilegal. Fue condenado por al menos 91 delitos, entre muertes, desapariciones, torturas y robo de bebés.
Fue el organizador de la llamada Noche de los lápices, uno de los episodios más crueles de esos años, en el que fueron detenidos 10 adolescentes en La Plata, la capital de la provincia, para cortar de raíz una movilización en las escuelas a favor del boleto estudiantil, un billete de transporte barato para ir al colegio. La mitad de los detenidos murió después de terribles torturas en distintos centros. Sus cuerpos nunca aparecieron. Su epopeya fue inmortalizada en una película estremecedora construida con el relato de los supervivientes.
Echecolatz no es un personaje del pasado. Su presencia ha sido constante en todas las polémicas sobre los juicios de lesa humanidad. La posibilidad de que saliera de la cárcel movilizó en varias ocasiones a la sociedad argentina. “Se burló del tribunal. Nunca se arrepintió de nada, para Argentina es como el nazi Adolf Eichmann [secuestrado en Argentina y juzgado en Israel], él dice que la misión de un soldado es obedecer”, señalaba Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz, en 2016, cuando le iban a conceder la prisión domiciliaria pero lo frenó el Gobierno ante la presión de la sociedad. Hace dos semanas, un tribunal de segunda instancia le concedió el beneficio en una de sus condenas a perpetua, pero Etchecolatz siguió en la cárcel por otras nueve.
La historia cruel del represor es bien conocida incluso por los más jóvenes, que nunca vivieron la dictadura pero han mantenido viva la memoria de las víctimas. Pero nadie sabía que además era un padre maltratador hasta que su hija, en un sobrecogedor reportaje publicado en mayo de 2017 en la revista Anfibia, decidió contar el horror de tener en casa a un progenitor así: “Al monstruo lo conocimos desde chicos, no es que fue un papá dulce y luego se convirtió. Vivimos muchos años conociendo el horror. Por eso es que nosotros también fuimos víctimas. Lo repudio. Nada emparenta mi ser a este genocida. Es un ser infame, no un loco, alguien a quien le importan más sus convicciones que los otros, alguien que se piensa sin fisuras, un narcisista malvado sin escrúpulos. Antes me hacía daño escuchar su nombre, pero ahora estoy entera, liberada”, escribió.
Otros hijos de represores defienden a sus padres, se movilizan para lograr su excarcelación. Mariana hace lo contrario. Ella estuvo en la manifestación masiva contra una sentencia de la Corte Suprema que permitía a los genocidas como su padre acogerse a un beneficio penitenciario que reduce casi a la mitad las condenas. La movilización fue de tal calibre que el Congreso cambió la ley para que nunca se les pueda aplicar ese beneficio.
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Etchecolatz es para los argentinos la quintaesencia del mal. No solo en los seetenta. A pesar de su encarcelamiento, mantuvo un poder enorme en las cloacas del Estado que le permitió inspirar una operación siniestra en plena democracia y con los Kirchner en el poder. En 2006, el represor estaba en arresto domiciliario pero volvió a la cárcel tras un juicio histórico que marcó un precedente de condenas “por delitos de lesa humanidad cometidos en el marco de un genocidio”. El testigo clave fue Julio López, un superviviente de sus torturas. López desapareció poco después de ese juicio, en plena democracia, lo que supuso un gran escándalo. 16 años después no se sabe nada de su paradero. En otro juicio, Etchecolatz mostró a la prensa un papel con el nombre manuscrito de López, una forma de reivindicar su autoría orgullosa. Este sábado, el hijo de López, Rubén López, lamentó que Etchecolatz se haya ido “sin decir donde están los desaparecidos” de la dictadura.
El periplo de este represor sintetiza bien el camino seguido por Argentina en la batalla por juzgar y condenar los delitos de lesa humanidad, un asunto en el que es un referente mundial. Etchecolatz pasó por las mismas fases contradictorias que tuvo el país en este asunto. Con la llegada de la democracia y el modélico proceso a las Juntas auspiciado por Raúl Alfonsión (1983-1989), este policía fue condenado en 1986 y encarcelado. Pero en 1990, con los indultos y las leyes de punto final y obediencia debida promovidas por Carlos Menem (1989-1999), fue liberado como todos los demás, incluido Jorge Rafael Videla. Durante esos años los genocidas paseaban tranquilamente por la calle. Las víctimas empezaron ahí a organizar los llamados escraches para protestar por su liberación.
La llegada de los Kirchner al poder supuso un cambio radical. Eliminaron las leyes y los indultos, y Echecolatz fue de nuevo juzgado, aunque logró la prisión domiciliaria. En 2006, fue definitivamente condenado y tuvo que volver a una cárcel común, como los otros 118 genocidas que aún siguen en prisión. Hay otros 579 en arresto domiciliario.
Los juicios siguen, cada semana hay uno nuevo. Argentina es uno de los pocos países del mundo que ve morir en la cárcel a sus represores. Jorge Videla murió en 2013 en el baño de la prisión de Marcos Paz. Otros represores mantienen el apoyo de su familia. En este caso, ni siquiera la hija de Etchecolatz llorará su muerte.
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