Muerte y transfiguración de la cultura del videoclub

Hubo un tiempo en que los aficionados al cine no pasaban horas rebuscando en una pantalla entre los catálogos de las plataformas; lo hacían entre las estanterías de los videoclubs. La fiebre del cine en casa se desbocó a principios de los ochenta y supuso una revolución. Cuatro décadas después, aquellos primeros formatos domésticos, con el VHS a la cabeza, y aquellos establecimientos casi han desaparecido, pero su legado está vigente. El periodista y crítico Xavi Sánchez Pons (Barcelona, 44 años) lo reivindica en El almanaque del vídeo. Historia gráfica y oral de la era del videoclub (Males Herbes), que tiene algo de responso nostálgico, pero es también una celebración de lo que queda de aquella sacudida.

“Las normas que el vídeo estableció siguen vigentes”, dice Sánchez por teléfono. Para empezar, porque hasta entonces no había más opción para ver una película que ir al cine o esperar a que la emitieran en alguno de los dos canales de TVE, y “lo de escoger la peli que querías ver y llevártela a casa era algo mágico”. Lo que ha venido después “es una evolución”. Netflix, de hecho, empezó como un videoclub por internet. El escritor exprime otros paralelismos: desde las opciones de hacer retroceder, pausar o acelerar la imagen, que han suscitado críticas a las plataformas (pese a que ya existían en los viejos reproductores de vídeo), hasta la multiplicación de series y películas en los servicios de streaming (bajo demanda) “sin importar la calidad”, del mismo modo que entonces, también para satisfacer el enorme consumo, “se hacían películas con argumentos y calidad ínfimos” y se editaba lo que fuera, de vídeos de gimnasia de Jane Fonda a obras de teatro grabadas “de cualquier manera”.

Kurt Russell en 'La cosa', de John Carpenter, una de las películas que triunfaron en los videoclubs en los ochenta.
Kurt Russell en ‘La cosa’, de John Carpenter, una de las películas que triunfaron en los videoclubs en los ochenta.

No solo esas dinámicas del consumo de cine en casa son las mismas. Lo que Sánchez llama “la cultura del videoclub” forjó a centenares de cinéfilos, críticos y cineastas. Paco Plaza y Paco Cabezas admiten en el libro la influencia que ha tenido en su cine. Cabezas, director de Adiós (2019), trabajó en un videoclub, como Tarantino, y define el reproductor de vídeo como “una escuela de cine portátil”. Plaza, director de Verónica (2017) y La abuela (2021), dice que aquella época le proporcionó dos herramientas “fundamentales como cineasta”. Por un lado, la falta de prejuicios con los géneros, mezclados en las estanterías en un totum revolutum donde convivían Ingmar Bergman y Mariano Ozores. “Eso me llevó a disfrutar por igual de Flashdance que de El manantial de la doncella, sin plantearme que una era entretenimiento y otra material elevado”, dice Plaza. Por otro, la posibilidad de ver una y otra vez la misma película. Y de estudiarla.

El imperio del terror y del fantástico

Eso también impactó en la crítica. Si los cineclubs y las salas de arte y ensayo forjaron a generaciones de analistas en los sesenta y setenta, desde los ochenta muchos se formaron entre aquellas estanterías de los videoclubs que Sánchez califica de “pequeñas exposiciones de cultura pop”. Vale para él mismo, hoy miembro del equipo del festival de Sitges, o para el director del certamen, Ángel Sala. El guionista y productor Mike Hostench, que también trabajó en Sitges, montó en los noventa, cuando la fiebre del alquiler dio paso a la de la venta directa de películas, una tienda en Barcelona, Gorgon Video, y tuvo entre sus clientes a los escritores Terenci Moix y Juan Manuel de Prada y a los cineastas Jaume Balagueró y Santiago Segura. La vinculación de tantos de esos nombres con el cine de género, y concretamente el fantástico, no es baladí. “En la era dorada de los videoclubs”, explica Sala en el libro, “el 70% de las películas que se alquilaban eran de terror, fantástico, cintas de acción de serie B o comedias adolescentes picantes”. No tan lejos, tampoco ahí, del consumo actual en las plataformas.

El videoclub también ha moldeado hasta cierto punto la historia del cine. Al menos, la del cine de género. Sánchez pone el ejemplo de John Carpenter, cuya carrera habría languidecido si películas hoy reverenciadas como La cosa (1982), Golpe en la pequeña China (1986) o Están vivos (1988), tras estrellarse en taquilla, no se hubieran convertido en superéxitos de videoclub, lo que propició su reconsideración crítica. En su última película, Maligno, James Wan rinde homenaje a títulos que en los ochenta y noventa triunfaron más en vídeo que en las salas. Para Sánchez, tanto el filme de Wan como la recepción que ha tenido son sintomáticas. “Todas las críticas hacen referencia a esa deuda de la película y hablan de espíritu de videoclub”.

En 1998 se vendieron en España en 24 horas 602.000 ejemplares de la edición en VHS de 'Titanic'.
En 1998 se vendieron en España en 24 horas 602.000 ejemplares de la edición en VHS de ‘Titanic’.

En 1998, en 24 horas se vendieron en España 602.000 copias de la edición en VHS de Titanic (las ventas acabarían superando los 2,3 millones). Hoy ya no se fabrican reproductores VHS (dejaron de hacerse en 2016), aunque Sánchez no descarta que alguien se lance a volver a comercializarlos, aprovechando un repunte del coleccionismo vinculado a cierta reivindicación nostálgica del formato, a la manera del disco vinilo, aunque mucho más residual, entre otras cosas porque la calidad de imagen y sonido está a años luz de la de los formatos domésticos de alta definición.

Más allá de esos factores, Sánchez proclama la necesidad de preservar las películas en formato físico en la era de las plataformas, herederas de los videoclubs, en las que, como pasa siempre con los sustitutivos digitales de cualquier actividad, de las redes sociales al teletrabajo, las relaciones humanas han dado paso a una experiencia ferozmente individual. Al prescriptor de barrio que era el dependiente del videoclub lo ha reemplazado un algoritmo.

“Si una plataforma va a la quiebra, muchas series y películas pueden desaparecer. Pero el formato físico perdura y puede convivir con ellas”, apunta. Hoy sobrevive en secciones menguantes en grandes superficies, en tiendas en internet y, en España, en 300 videoclubs que apelan al coleccionismo y la magnitud de sus fondos. Sánchez es optimista: “El formato físico no desaparecerá. El volumen de producción es mucho menor, pero hay compañías muy bien asentadas en todo el mundo, un revival pequeño y una clientela fiel y concienciada de varios miles de personas en España”. Eso sí, reconoce que cada vez las películas serán más “un artículo de lujo” para un público especializado. Nada que ver con el tiempo en que el romance de Jack y Rose a bordo del Titanic se convirtió en un regalo tan recurrente como un perfume o una corbata.


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