El estrés y la depresión acompaña a las mujeres desde que el 24 de junio de 2022 fueron expulsadas de la comunidad de Santa Martha, en Chenalhó, en Chiapas.
Una de ellas, “por la tristeza”, ha perdido de manera considerable el cabello, algo inusual porque entre la población tsotsil de los Altos de Chiapas la calvicie no es común, y menos en mujeres.
Ella, y otra centena de mujeres ahora desplazadas, duermen poco, comen de manera irregular y, en ocasiones, pasan la noche escondidas en las montañas.
Los casquillos de bala que tienen en su base las leyendas “308 WIN” y “7,62 x 39”, aún se encuentran en el piso de un terreno cercano a la casa que rentan desde su expulsión. Las armas que disparan este tipo de bala son rifles de asalto con mira telescópica y las AK-47.
Los que hay en el piso son los casquillos de las armas que se utilizaron en su contra el pasado 21 de febrero, cuando un grupo de hombres armados mantuvo un tiroteo hacia el lugar donde se refugiaron, desde las nueve de la mañana y hasta las dos de la tarde de ese día.
Las familias expulsadas de Santa Martha tienen una historia de violencia anterior a estos hechos.
Desde 2018, incitados por las autoridades del lugar, los hombres pelearon por la vía de las armas más de 60 hectáreas de tierra a sus vecinos de Aldama, una disputa que duró unos cuatro años y dejó a decenas de muertos y heridos en el municipio colindante.
Luego que ganaron la tierra -el gobierno estatal les otorgó por la vía legal la mitad de ella-, en Santa Martha no se pusieron de acuerdo en el destino de los terrenos y al interior de la comunidad se los disputaron.
Resultado de esas diferencias fue la desaparición y posible asesinato de cinco pobladores -Juan Ruíz Ruíz, Magdalena Velasco Pérez, José Miguel Ruíz Velasco, Davis Ruíz Velasco y Amalia Ruíz Velasco, estos últimos de 16 y 12 años de edad– y la expulsión de unas 270 personas que ahora se encuentran en situación de desplazamiento forzado.
Al salir, la madrugada de un lluvioso 24 de junio, se refugiaron en la comunidad Polhó, lugar que tiene su propia historia que desembocó en la masacre de Acteal.
En los primeros días luego de su expulsión, Micaela, una mujer de unos 40 años, madre de cuatro hijos, contaba que en Santa Martha tenía una tienda grande donde vendía abarrotes, trates y otros insumos; esos días aún vestía ropas en buen estado, aretes y zapatos casi nuevos.
Ahora vive hacinada en una casa -un cuarto grande de paredes de block de cemento- que rentan siete familias. Dividieron el interior con plástico negro y algunas cobijas, para tener algo de privacidad donde dormir.
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Decenas de niños y niñas pequeños juegan y se tropiezan en ese lugar insuficiente donde al mediodía pesa un calor sofocante.
Desde su expulsión han buscado retornar, han pedido la intervención del gobierno estatal, han acampado afuera del palacio de gobierno en la capital de Chiapas para ser escuchadas, y hasta el lugar donde ahora se refugian han sufrido el ataque armado en dos ocasiones.
La respuesta del gobierno de Chiapas y federal ha sido la promesa de intervención, pero ni el Ejército mexicano ha podido entrar de manera permanente a Santa Martha.
Durante siete meses tras su expulsión les pagaron la renta de la casa que ahora ocupan, hasta noviembre pasado les dotaron de algo de alimento.
También les prometieron una escuela móvil para los niños y niñas, pero actualmente no tienen ni el dinero para pagar la renta, ni despensas para alimentarse, mientras sus hijos e hijas vagan todo el día en el reducido lugar sin recibir ningún servicio educativo.
Luego del ataque del 21 de febrero, duermen de manera intermitente entre las montañas, por el miedo de una nueva agresión.
Desde el lugar donde ahora se refugian, en Polhó, se ve a lo lejos el banco de arena de la comunidad Majomut cuya disputa entre dos grupos, según la versión que en su momento dio el gobierno federal, fue uno de los orígenes de la masacre de Acteal de diciembre de 1997.
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Esta versión fue desmentida por los sobrevivientes, quienes con los años demostraron que el problema de fondo fue la formación de un grupo paramilitar adiestrado por las fuerzas de seguridad del gobierno mexicano para minimizar la presencia en la zona del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
Veintisiete años después de estos hechos, mientras aumenta el número de personas desplazadas por la violencia, en la zona ya no solo están los perpetradores de la masacre y sus familias, sino grupos de autodefensa como los Machetes de Pantelhó, grupos armados locales traficantes de droga y, recientemente, jóvenes contratados por cárteles de la droga nacionales, según los videos que ellos mismos grabaron haciendo alarde de autos, armas y pagos semanales que les dan “los viejones”.
“Queremos la justicia, queremos regresar (…) aquí estamos sufriendo por los grupos armados criminales, aquí llegan cerca de donde estamos viviendo. Nosotras salimos para buscar nuestro refugio porque tenemos mucho miedo (…) exigimos al gobierno nuestro retorno”, explicó -con ayuda de un traductor- una de las mujeres tzotziles.
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