Multado Torbe, el rey del porno, por organizar una orgía con 50 personas en pleno estado de alarma en Madrid

La Policía Municipal de Madrid interviene en una fiesta clandestina con 80 personas, en la calle Coloreros este fin de semana.
La Policía Municipal de Madrid interviene en una fiesta clandestina con 80 personas, en la calle Coloreros este fin de semana.

El dj apaga la música de golpe. Un shhhhhhhhhh recorre la sala. La gente se queda en silencio. Los encargados de la fiesta abren las ventanas y, de repente, una brisa nocturna se cuela por las habitaciones. El humo de cigarrillo comienza a disiparse. El frío golpea en la cara a los asistentes, que juegan con el tintineo de los hielos en sus vasos. La gente se comunica por mímica, aguantando la risa. Parece la escena de una película muda en la que nadie lleva mascarilla. Al cabo de un rato, se cierran las ventanas y el dj sube el volumen a tope. Todavía queda mucha noche.

Los organizadores de fiestas clandestinas en pleno estado de alarma, como esta que se celebró hace unos días en un piso del centro de Madrid, ventilan el lugar cada 30 minutos. Es una pausa a la que los asistentes se acaban acostumbrando. Antes de entrar, todos han recibido unas instrucciones muy precisas: “Si llega la policía, dices que no pagaste por venir y que trajiste tu propia bebida”. Lorenzo García, de 27 años, escuchó atento esta explicación. Después, pagó con tarjeta de crédito los 20 euros que costaba entrar a ese apartamento que, antes de la pandemia, se alquilaba a turistas a través de Airbnb.

La entrada no incluye consumición, cuenta Lorenzo. Las copas cuestan ocho euros. “Pedí una ginebra con tónica y empecé a bailar como si fuera un sábado normal”. No lo era. El día anterior el Gobierno buscaba una fórmula para declarar la emergencia nacional ante el aumento de casos por covid-19, la mayor tasa de contagios del mundo. Paralelo a esto se acercaba otro acontecimiento de envergadura para un veinteañero: el cumpleaños de un amigo. Quedaban 24 horas y no sabían dónde celebrarlo. Hicieron lo que cualquier estratega en apuros: acudir a lo básico, nada de inventos extraños. Llamaron al relaciones públicas de discoteca del mismo modo en que lo hubiesen hecho antes de la pandemia. Éxito. Los anotaron en una lista y recibieron una invitación. Lo único que cambiaba en esta ocasión es que en ella no aparecía la dirección de la fiesta: “Sábado 3 de octubre 00.30- 6.00 horas. Last night”, rezaba la invitación distribuida por WhatsApp.

En la calle Coloreros, cerca de la calle Mayor, a eso de las doce de la noche, los esperó un hombre alto, vestido de negro y con acento latino, para conducirlos hasta el interior de un portal de un edificio residencial donde los organizadores de la fiesta habían alquilado tres pisos turísticos.

La cocina era la barra del bar; el salón, la pista de baile con dj; y la habitación, una pequeña sala con sofás. Todas las ventanas y puertas estaban completamente selladas para aislar el sonido de la música. “Tenían colchones contra las ventanas, hacía muchísimo calor”, recuerda García. A su llegada, todavía era muy temprano y no había casi gente, así que aún pudo ver cómo los organizadores movieron los muebles de acá para allá y cómo fueron abriendo las maletas donde guardaban decenas de botellas de alcohol. El edificio no tardó en llenarse de gente: 10, 20, 30, 40… hasta 100 llegaron a ser. “Sin mascarillas, sin distancia y sin camisetas. Una fiesta como las de siempre”. A las tres de la madrugada, alguien tocó a la puerta con fuerza: era la Policía Municipal. Este cuerpo ha intervenido en la capital durante el puente del 12 de octubre en más de 200 fiestas privadas y reuniones que excedían el máximo permitido de seis personas, según datos del Ayuntamiento. Los agentes no pueden entrar en la casa sin autorización judicial, según explica un portavoz de la policía, porque no se está produciendo un delito grave. Lo que suelen hacer es esperar en el rellano hasta que salen los asistentes de la fiesta.

“Entramos en pánico, pero los organizadores nos dijeron que no podían subir porque era una vivienda privada”, cuenta otro de los asistentes, Ángel, de 29 años. Sin embargo, la fiesta no llegó nunca a reanudarse y tuvieron que esperar una hora hasta que les dijeron que podían salir del piso. Mientras los agentes los identificaban, los jóvenes respondían con la misma letanía: no pagaron por entrar, nadie les vendió alcohol, lo que tomaron lo habían subido ellos. Todos mintieron.

Detrás de algunas de estas fiestas, según ha podido comprobar este periódico, se encuentran los responsables de una antigua discoteca de Malasaña, que permanece cerrada desde el verano. Usan la misma publicidad, que reparten los relaciones públicas que trabajaban allí. Consultada por teléfono, una de las socias de ese negocio lo niega: “No somos nosotros”.

Las pruebas, sin embargo, son abrumadoras. Ángel ha asistido a varias. El primer fin de semana de septiembre, unos amigos lo invitaron a una. La adrenalina de que la policía golpee en la puerta, “como si estuviéramos en el Chicago de los años veinte”, mezclada con alcohol y alguna droga, dispara la diversión nocturna, a su modo de ver. Dos días después de aquella fiesta de septiembre, cuatro amigos con los que había ido Ángel a la fiesta dieron positivo. Su amigo Pablo Marín también. No parecen muy preocupados: “No vamos a dejar de divertirnos”.


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