Pocas ciudades del mundo pueden jactarse de una relación con la ópera tan sostenida y tan gloriosa como Múnich. Aquí se han dado a conocer, por ejemplo, desde Idomeneo de Mozart hasta Babylon de Jörg Widmann, de Palestrina de Hans Pfitzner a Capriccio de Richard Strauss, de La armonía del mundo de Paul Hindemith a Lear de Aribert Reimann, de Los pájaros de Walter Braunfels a Venus y Adonis de Hans Werner Henze, por no hablar de su inigualable currículo de estrenos wagnerianos: Tristán e Isolda, Los maestros cantores de Núremberg, El oro del Rin, La valquiria. La ópera no es aquí un aditamento, sino una conquista de la ciudad, que sigue luciendo orgullosa, día tras día, en su Teatro Nacional de la Max-Joseph-Platz. En la capital bávara han sido directores musicales nada menos que Hans von Bülow, Hermann Levi, Richard Strauss, Bruno Walter, Hans Knappertsbusch, Clemens Krauss, Georg Solti, Joseph Keilberth, Wolfgang Sawallisch, Zubin Mehta o Kirill Petrenko, que acaba de ceder el testigo a Vladímir Jurowski. Y Múnich fue también durante años el principal centro de operaciones de Carlos Kleiber, el más genial y el más esquivo de los modernos directores de orquesta.
Algunos de estos músicos fueron también en su día intendentes, es decir, responsables de la dirección artística del teatro de ópera, como hicieron Knappertsbusch o Sawallisch, a quien sucedió en 1993 el británico Peter Jonas, responsable de una radical modernización y transformación del repertorio de la actual Ópera Estatal de Baviera (la antigua Ópera de la Corte de Wagner o Strauss) durante los 13 años que estuvo en el cargo, los mismos que ha pasado prácticamente su último ocupante, el austríaco Nikolaus Bachler, digno continuador de su legado. Aún pendiente el debido homenaje a Jonas, fallecido el año pasado en pleno confinamiento generalizado, que ha tenido que posponerse en un par de ocasiones por la crisis sanitaria, el viernes se vivió la despedida de Bachler con una suerte de gala operística que no se ha parecido en nada a los bodrios anodinos y previsibles en que suelen convertirse las largas secuencias de arias interpretadas por grandes nombres.
De entrada, aunque nada decía el programa de mano al respecto, el concierto tomaba su título, Der wendende Punkt (El punto de inflexión), de un verso de los Sonetos a Orfeo de Rilke, que serían luego a su vez el eje de la contadas intervenciones habladas del propio Bachler desde el escenario. En concreto, la cita procedía del decimosegundo soneto de la segunda parte: “Quiere la transformación. Oh, entusiásmate por la llama, / dentro hay algo que se te escapa, que luce transformaciones, / aquel espíritu que proyecta, que tiene la maestría de lo terrestre, / nada ama tanto en la curva de la figura como el punto de inflexión” (en la clásica traducción de Eustaquio Barjau). Esto ya tenía muy poco que ver con las galas al uso, donde las sutilezas brillan por su ausencia y mandan los caprichos de los divos, pero Bachler fue incluso mucho más allá, dando cabida a varias de las óperas que han conocido nuevas producciones en estos últimos años bajo sus auspicios y articulando una leve pero inteligentísima dramaturgia (vídeos de las tripas del teatro incluidos) para que el conjunto no fuera un tapiz deshilachado, tedioso y confuso, sino que tuviera ilación, interés, agilidad y lógica interna.
Su propuesta contó con la complicidad de un extraordinario grupo de cantantes y directores, todos vinculados en mayor o menor medida con el teatro. No había duda con respecto a los que se pusieron al frente de la orquesta: Kent Nagano fue el antecesor de Bachler en el breve interregno que separó su intendencia de la de Jonas y fue su primer director musical; Ivor Bolton ha construido, desde la conciencia estilística, el envidiable bagaje barroco y clásico que ha ido atesorándose durante las tres últimas décadas; Asher Fisch, que dirigió el inolvidable Capriccio del Teatro Real en Madrid, es el perfecto comodín, capaz de brillar en cualquier repertorio, que desea para sí cualquier teatro; y Kirill Petrenko, como ha quedado dicho, ha sido el director musical durante buena parte del mandato de Bachler, elevando aún más, si cabe, la calidad de una orquesta que, junto con la Filarmónica de Viena, se sitúa en lo más alto del escalafón mundial de las formaciones vinculadas a un teatro de ópera. El colmo de los lujos ha sido contar brevemente, y tan solo como pianista, con el director griego Constantinos Carydis, que ha estado dirigiendo magníficamente Idomeneo este verano en Múnich.
Lo que podríamos llamar la dramaturgia conceptual llevó a abrir el concierto con el Preludio de El oro del Rin: el comienzo del mundo, el comienzo de todo. La víspera de El anillo del nibelungo vio la luz en Múnich el 22 de septiembre de 1869 y la nueva producción de la tetralogía de Andreas Kriegenburg ha sido una de las grandes apuestas del teatro en esta última década. ¿Cabía acaso un inicio diferente a este? Luego se sucedieron óperas infrecuentes: Diálogos de carmelitas de Poulenc, La mujer silenciosa de Strauss, L’Orfeo de Monteverdi o Rusalka de Dvořák, que compartieron la primera parte con títulos más habituales, como Le nozze di Figaro, Suor Angelica o Andrea Chénier. Hubo también hueco para un Lied (Abendempfindung de Mozart) y un cuarteto de cuerda (el final del movimiento lento del op. 132 de Beethoven, que invitaba a pensar en el teatro de ópera como un convaleciente que empieza a recuperarse de una larga y grave enfermedad que lo ha tenido postrado y en silencio), que tocaron cuatro instrumentistas de la orquesta encerrados en tres jaulas colgadas en lo alto.
Todos cantaron bien o extremadamente bien: siguiendo el mismo orden anterior, Anne Schwanewilms, Georg Zeppenfeld, Christian Gerhaher, Diana Damrau, Anne Sofie von Otter, Pavol Breslik, Günther Groissböck, Ermonela Jaho y Jonas Kaufmann (Anna Netrebko no pudo viajar a Múnich por las restricciones actuales, pero pocos debieron de echar de menos su “Vissi d’arte”). Ahí es nada. Pero, más allá de la interpretación, el interés radicó en las conexiones internas entre las arias y en la manera de presentarlas en el escenario. Sir Morosus, el protagonista de La mujer silenciosa, detesta la música y así lo deja claro en su monólogo del tercer acto: “¡Qué hermosa es realmente la música! ¡Pero qué hermosa es cuando ha dejado de sonar!”. Y Georg Zeppenfeld acabó tumbándose en el suelo, dispuesto a dormir, mientras exclamaba “¡Sólo silencio!” y doblaba su chaqueta para utilizarla a modo de almohada. Justo a continuación, Christian Gerhaher exprimía, en cambio, todos los recursos de Orfeo como músico y como cantante para convencer a Caronte de que le ayudase a cruzar la laguna Estigia. Dos monjas expresaron sentimientos muy diferentes en ambos extremos de esta parte, al igual que sucedió con el príncipe y Vodník en las dos arias de Rusalka, cantadas a cuál mejor por Pavol Breslik y Günther Groissböck frente a un vestido blanco sumergido en parte en agua en un recipiente transparente como símbolo de la ninfa acuática. Algunos cantantes salieron caracterizados, otros vestidos de manera formal o informal, a veces permanecieron en escena para escuchar a sus compañeros (Diana Damrau durante el Lied intimista de Anne Sofie von Otter, en el tramo finalísimo de su carrera, pero inolvidable Oktavian en este teatro bajo la dirección de Carlos Kleiber) o cantaron en el proscenio para que, tras ellos, se retocara el escenario antes de abordar, sin tiempos muertos, la siguiente pieza.
El comienzo de la segunda parte acabó redimiéndonos del pretencioso Don Giovanni que acababa de estrenarse en Salzburgo, ya que Alex Esposito y Ivor Bolton devolvieron al aria del catálogo de Leporello su brío y comicidad originales sobre un vídeo en el que el barítono italiano se caracterizaba él mismo como varias de esas conquistas femeninas de su amo. Elīna Garanča, frente a un crucifijo de luz, exhibió poderío en “O mon Fernand!”, de La favorite, una de sus grandes especialidades: es difícil imaginarla mejor cantada. La inevitable cuota wagneriana, insoslayable en Múnich, tuvo cuatro protagonistas de excepción: Anja Kampe (Sieglinde), Simon Keenlyside (Wolfram, que sustituía a la despedida de Wotan que debería haber cantado el enfermo Bryn Terfel), Nina Stemme (Isolde) y Wolfgang Koch (Sachs); otro cuarteto difícilmente superable. Y entre el monólogo de la ilusión o la locura del tercer acto de Los maestros cantores y la escena final de Salome se produjo una de las genialidades de la tarde: escondida en el carromato del zapatero (tomado de la producción de David Bösch) se encontraba escondida Marlis Petersen, que salió para convertirse en Salome al tiempo que Wolfgang Koch (el Jokanaán de la producción de Múnich, que ha podido volver a verse este verano) depositaba en sus manos la cabeza del profeta.
Volvió Jonas Kaufmann para cantar un aria de Paul de Die tote Stadt de Korngold, uno de los grandes éxitos del teatro en estos últimos años, y el apartado operístico se cerró con el monólogo sobre el tiempo de la mariscala del primer acto de El caballero de la rosa, en el que Adrianne Pieczonka sustituyó a la anunciada Anja Harteros y terminó apoyada melancólicamente en el gran reloj de la producción de Barrie Kosky estrenada este mismo año (aunque sin sentarse en su péndulo, como hizo Marlis Petersen en una imagen imposible de olvidar). Nikolaus Bachler recitó entonces, enlazando con el principio, el decimotercer Soneto a Orfeo, que el propio Rilke consideraba como “el que está más cerca de mí y, en definitiva, es el que más valor tiene”: “Adelántate a toda despedida, como si la hubieras dejado / atrás, como el invierno que se está marchando. / Pues bajo los inviernos hay uno tan infinitamente invierno / que, si lo pasas, tu corazón resistirá”. Y entonces volvió el otro ídolo local, Christian Gerhaher, acompañado por su fiel Gerold Huber, y cantó Abschied (Despedida), el Lied de Franz Schubert que ellos mismos interpretaron hace más de un año en los conciertos que, lunes tras lunes, ofreció el teatro en streaming gratuito para mantener encendida la esperanza y la llama de su actividad. Era el adiós de Bachler, el inminente de Petrenko y, ojalá, el final de la etapa más difícil del propio teatro, cerrado y a medio gas durante el último año y medio (y aún con una limitación del cincuenta por ciento de su aforo). ¿Cómo no recordar su texto de Johann Mayrhofer? “Avanzáis por montañas, llegáis a muchos verdes lugares; yo tengo que volver completamente solo; ¡Adiós! Así es como ha de ser. Partir, separarse de quien se ama, ¡ah, cómo aflige el espíritu! Lagos como espejos, bosques y prados: todo desaparece; el eco de vuestras voces oigo desvanecerse. ¡Adiós! ¡Qué triste suena, ah, cómo entristece al corazón! Partir, separarse de quien se ama”.
Nadie canta este Lied como Gerhaher, capaz de expresar el dolor de la despedida con contención y emoción máximas. En cualquier gala operística al uso, estos tres minutos habrían sido el perfecto anticlímax, una renuncia a la apoteosis, al sufrido brindis de La traviata, con semejante plantel de cantantes entre bambalinas y una orquesta portentosa en el foso. Aquí fueron justo lo contrario: el final soñado, el broche perfecto. Todos los participantes salieron a saludar y el público, sabedor de que no habría propinas, porque no eran posibles en una concepción inteligente y no pachanguera de lo que debe ser una gala operística, reclamó su salida una vez más, y otra, y otra. Solo así podían dar las gracias por el regalo de más de tres horas que acababan de recibir. Nina Stemme sacó a escena al muñidor del prodigio, Nikolaus Bachler, aplaudido por público, cantantes, orquesta y directores al unísono. Pero su triunfo iba más allá de lo personal: era la victoria de la institución, de la ópera como género, de la ciudad como su orgulloso, invencible e inagotable escaparate.
Curiosamente, este Punto de inflexión tuvo mucho más interés y enjundia que la nueva producción de Tristán e Isolda de Wagner, que ha provocado este verano peregrinajes masivos a Múnich para escuchar la primera encarnación de los papeles protagonistas por parte de Jonas Kaufmann y Anja Harteros, al tiempo que suponía la despedida definitiva de Kirill Petrenko y Nikolaus Bachler como directores musical y artístico, respectivamente, de la Ópera Estatal de Baviera. El pasado sábado, en la que era su última función de este año, había aún decenas de personas en la entrada del Teatro Nacional en busca de una entrada.
Nadie es perfecto y, a pesar de los fiascos continuados en numerosos teatros de Europa, Nikolaus Bachler había confiado la nueva producción de la obra que cambió para siempre la historia de la ópera (si es que no de la música) a Krzysztof Warlikowski, un director sobrevalorado hasta lo indecible y que, sorprendentemente, a pesar de algún hallazgo puntual (La mujer sin sombra de Strauss, aquí en Múnich) sigue gozando de crédito entre los principales responsables de los grandes teatros europeos. En el estreno fue abucheado sin piedad por un público que algo sabe de Richard Wagner y que lleva muy a gala que Tristan und Isolde se estrenara aquí en 1865. Como suele ser habitual en sus montajes, el director polaco juega al despiste: como no tiene nada que decir, y basta escucharlo para constatarlo, se refugia en la introducción de elementos abstrusos para dejar al espectador desprevenido con la sensación de que es él quien entiende realmente la ópera de turno. No alcanzar a comprender en su flamante Tristan qué pinta en escena ese extraño anciano con melena y bastón que vemos al comienzo y al final de la ópera, por qué los dos personajes protagonistas tienen, ya mientras suena el preludio, otros tantos dobles con aspecto de maniquíes, o quiénes son esos niños sentados a la mesa (de nuevo maniquíes o muñecos, esta vez inmóviles) durante todo el acto tercero parecen lanzar el mensaje, invirtiendo las tornas, de que él es el listo y nosotros los tontos.
Pero sus trucos son viejos y, a fuer de reiterarlos (su horripilante Elektra del año pasado en Salzburgo también recurría a los muñecos como figurantes casi omnipresentes), están ya muy desgastados. Otro que frecuenta mucho es el de la proyección de vídeos que generan una acción paralela, casi siempre absurda, cuando no abiertamente contradictoria con la esencia de la obra: imposible olvidar y perdonarle el de la entrevista a Lady Di en el Alceste de Gluck del Teatro Real. Las imágenes coloristas y psicodélicas que tenemos que padecer en uno de los momentos más extraordinarios de la ópera, después de que Tristán e Isolda hayan bebido el filtro amoroso en el primer acto, resultarían torpes y risibles aun en una fiesta jipi de los años sesenta. Y si Wagner viera a sus dos grandes creaciones convertidas en toscos suicidas reincidentes pensaría, con razón, que Warlikowski había bebido la poción de la estulticia. Lo que en Wagner es ambigüedad, zonas de sombra, espacio para la interpretación, niebla, el polaco lo convierte en luz fluorescente (espantosa la que ilumina la agonía de Tristán en el tercer acto), cartón piedra, camelo, engañifa.
Como es habitual en sus montajes, en la propuesta de Warlikowski se acumulan las contradicciones. En su escenografía única (diseñada por su fiel Małgorzata Szczęśniak, responsable también de unos figurines anodinos y chocantes entre sí), es imposible aclararse de si nos encontramos en un espacio público o privado; la presencia constante del joven marinero con los ojos vendados e ínfulas de rey loco solo consigue distraer de la acción esencial y no aporta absolutamente nada; que Kurwenal se tumbe en el mismo canapé en el que acaba de hacerlo Isolda, una princesa, es un verdadero disparate; no tiene tampoco sentido que Brangäne –ora enfermera, ora camarera, cambiando de mandil– se autocastigue de cara a la pared mientras Tristán e Isolda beben la poción amorosa que ella misma les ha servido; resulta inexplicable, durante su larga agonía, el constante trajín de Tristan de la mesa (rodeada de muñecos, lejano remedo –parece– de La clase muerta de Tadeusz Kantor) al canapé, alternando posiciones con su maniquí andante; y las muertes de Kurwenal y Melot merecen una plasmación menos grotesca al final del tercer acto. Con todo, esta puesta en escena, torpe y huera como es, no resulta tan enervante como la de la citada Elektra salzburguesa.
Anja Harteros y Jonas Kaufmann –la niña y el niño de sus ojos para los fieles de este teatro– concentraron, como es natural, todas las miradas. A nadie se le escapa que ninguno de los dos posee la voz ideal que reclaman uno y otro papel, a los que han llegado al borde del toque de campana que marcaría la imposibilidad, física y psíquica, de acometerlos. A la voz de ella le faltan volumen y dramatismo; a él, heroísmo y contundencia en los agudos. Pero ambos son artistas consumados y suplen lo que la física les niega con un alarde de inteligencia y su completísimo arsenal de recursos técnicos. Harteros tiende inevitablemente hacia el lirismo, que es el territorio donde se siente más cómoda, por lo que reveló sus mayores carencias en la encarnación de la mujer airada del primer acto y dio lo mejor de sí en las secciones más apacibles del segundo e, incluso, en su transfiguración final, que ella convierte en una pieza intimista, serena y dibujada no al óleo, sino con pinturas pastel. Kaufmann se las sabe todas y, como no le tiene miedo a nada, salva las actuales deficiencias y problemas de su voz, que no son pocos, con su extraordinaria intuición musical y, sobre todo, su arrojo. Gradúa con enorme astucia sus fuerzas en función de las demandas de cada momento y consigue llegar a los momentos más exigentes del tercer acto con reservas suficientes –las justas– para que no se resienta la credibilidad de su personaje ni debilite la modélica construcción dramatúrgica wagneriana. Es en las medias voces donde luce sus mejores galones y donde su fraseo fluye con mayor naturalidad y convicción, igual que le sucedió en su primer y esperadísimo Otello en la Royal Opera House de Londres, que dio lugar asimismo a sentimientos encontrados.
Su entendimiento natural con Harteros (en los últimos años han recreado numerosas parejas operísticas) consigue disimular varias de las carencias de la incongruente propuesta de Warlikowski. Es significativo, sin embargo, que en la reposición de la ópera de Wagner en el Festival de 2022, no vayan a ser ya ellos quienes den vida a Tristán e Isolda, sino que serán relevados por Nina Stemma y Stuart Skelton (los mismos que han estrenado en Aix-en-Provence este mismo verano la nueva producción de Simon Stone, que, disparatada como es, resulta infinitamente más interesante y visualmente atractiva que esta tontuna de Múnich). Todo apunta, por tanto, a que lo que ha podido verse durante este mes de julio, quizá como una cesión de Harteros y Kaufmann ante la despedida de Nikolaus Bachler, ha sido flor de un día.
Kurwenal no es el mejor papel para Wolfgang Koch (mucho mejor como Sachs el día anterior), ni Mika Kares (el Comendador del Don Giovanni de Salzburgo) es tampoco el Rey Marke noble y hondamente dolorido que imaginamos, y del que sí dio perfecta y emocionante cuenta Franz-Josef Selig en Aix-en-Provence. El bajo finlandés ahueca demasiadas notas y sus largas frases llegan surcadas de discontinuidades. Okka von der Damerau es una Brangäne rígida, algo fría, a la que le faltó explayarse y dejar que su voz resonara algo más en sus maravillosas llamadas de advertencia en el segundo acto, lo que quedó compensado en parte con su magnífica intervención en el tercero, en el que Warlikowski la presenta como una trajeada plañidera, velo negro incluido. En sus dos brevísimas intervenciones, causó una excelente impresión Dean Power como el pastor.
Lo mejor que puede decirse de la dirección de Kirill Petrenko es que nos brinda un escáner perfecto de la partitura: se oye todo, perfectamente desmenuzado y amalgamado, y no hay una sola pieza del complejísimo puzle, en constante metamorfosis, que esté fuera de lugar. Marca con una claridad meridiana y la orquesta, que tan bien lo conoce después de tantas horas de convivencia, lo sigue con obediencia ciega. No obstante, en su propuesta falta carne, flexibilidad, abandono, espontaneidad e incluso, en algunos momentos, intensidad, las virtudes que caracterizan la dirección del mayor director vivo de la partitura wagneriana: Daniel Barenboim. Tras un Preludio modélico, en el que dejó que los silencios hablaran también con elocuencia, dirigió un primer acto demasiado contenido y controlado, aunque recuperó sus mejores esencias en el tramo final. En el segundo volvió a alzar el vuelo en los momentos más líricos y remansados del dúo de amor, mientras que en el tercero estuvo muy atento a que Kaufmann se sintiera cómodo en su inhumano tour de force, volviendo a tejer un perfecto y delicado tapiz sonoro para la transfiguración final de Isolda. El sábado le lanzaron bravos aun antes de que marcara la entrada del primer compás, tal es el entusiasmo y la admiración que ha conseguido suscitar durante sus años muniqueses.
Lo que quizá no se esperaba es que, cuando le tocó el turno de recibir los aplausos finales, orquesta y público (agitando en alto sus pañuelos) le obsequiaran con Muss i den, una canción folclórica alemana en dialecto suabo en la que, antes de su tradicional Wanderjahr, un hombre se despide de su amada hasta que regrese para casarse con ella. Petrenko se va –ya se fue hace tiempo, en realidad– a Berlín y era la manera de despedirlo no solo a él, sino también a Nikolaus Bachler, enfocado también durante la canción en su palco de proscenio. Para ahuyentar la nostalgia final, la orquesta atacó un par de animados valses de El caballero de la rosa, bailados espontáneamente por algunos de los cantantes y poniendo fin a dos días de máxima intensidad en Múnich, en los que se ha mostrado hasta dónde puede llegar la comunión de un público con el teatro de ópera de su ciudad; y con su orquesta, con sus cantantes, con sus gestores. Concierto y representación operística se ofrecieron simultáneamente en directo en pantallas gigantes en la vecina Marstallplatz bajo el lema de “Ópera para todos”. Lo que en otros sitios podría sonar a impostura, a eslogan bonito y vendible de cara a la galería, aquí en Múnich, como avalan casi tres siglos de idilio entre su teatro de ópera y los habitantes de la ciudad, tiene todos los visos de ser una fiel descripción de la realidad.
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