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Museos a dos velocidades: Asia innova, Europa repara

Más que indicar un futuro, los últimos museos reaccionan a lo que ocurre en el mundo. Las pinacotecas del siglo XIX hablaban desde la altura de la Academia, ese estrecho canon de lo bien hecho. Desde aquel clasicismo se aseguraban un rigor homogéneo que terminó ahogando cualquier identidad propia. Frank Lloyd Wright lo vio y, a mediados del siglo XX, dejó por herencia el museo-icono. Su Guggenheim de Nueva York sigue siendo el noble abuelo de la arquitectura espectáculo.

Entre los descendientes más avispados de ese show, el Centro Pompidou de París, que Renzo Piano describió como “una gamberrada”, abrió la puerta a un ejército de rebeldes sin causa, convencidos de que un museo era más un contenedor que un contenido. Pero el espectáculo arquitectónico casi nunca ha jugado a favor del arte. En 1989, la pirámide del Louvre le sentó bien al Barroco, pero caldeó en exceso la llegada de los visitantes. El propio Pompidou acumula más reparaciones que una estación de metro.

Kunsthaus de Zúrich, de David Chipperfield.

Así, los museos entendidos como reactivadores urbanos dieron como resultado la era de tantos museos vacíos; también de las planificaciones imperiales. De hacer museos se pasó a proyectar ciudades y, a veces, construirlas: la de la Cultura (en Santiago de Compostela), la del Flamenco (en Jerez de la Frontera)… Tras el éxito del Guggenheim de Bilbao, en España afloraron esos centros —y aeropuertos para visitarlos, porque había fondos europeos y el infierno está lleno de buenas intenciones—.

Con Europa convertida ella misma en un museo, el continente, en cambio, inició una época de reparación y consolidación. El más acertado en esa vía de clasicismo exquisito ha sido David Chipperfield, que, tras completar sus concienzudas intervenciones en la Isla de los Museos de Berlín (la reparación del aclamado Neues Museum o la columnata clásica de la James-Simon-Galerie), ha firmado, también en la capital alemana, el rescate del último edificio de Mies van der Rohe: la Neue Nationalgalerie, su reconciliación con Europa tras la época norteamericana. “Es una intervención quirúrgica para mejorar la funcionalidad”, asegura Chipperfield. O, al más puro estilo lampedusiano, “cambiar algo para que todo siga igual”. En esa línea, el británico ha inaugurado en Zúrich una nueva Kunsthaus que es, sin embargo, vieja. Con su elegante fachada de aletas verticales de piedra caliza construye un umbral, recoge tres edificios y levanta un lugar donde la luz natural, la nobleza de los materiales y la esmerada ejecución consiguen la elegante calma marca de la casa.

Mientras que Asia innova, una Europa convertida ella misma en museo ha entrado en una fase de reparación y consoli­dación

El espectáculo, por su parte, se terminó mudando al golfo Pérsico, donde florecieron franquicias: edificios de primera con colecciones de sobrantes. Hubo excepciones: I. M. Pei ideó un Museo de Arte Islámico en Doha. Y Jean Nouvel eligió las caras facetadas de una rosa del desierto para narrar la historia de ese pueblo itinerante deseoso de explicar sus raíces. Ahora, y también con Nouvel, la invención se ha trasladado a Asia. En Shanghái, el francés se ha dejado seducir por los neones de la ciudad y su Museo de Arte de Pudong compite desde agosto con el bosque de rascacielos del Bund que se iluminan cuando llega la noche. Esa idea de transformar la fachada en un lienzo para el arte la comparte el nuevo M+, que Herzog & de Meuron inaugurarán el próximo viernes en Hong Kong. “Es nuestra manera de competir con los reclamos luminosos. El arte siempre es más audaz que la publicidad”, explica Jacques Herzog desde Basilea.

De contenida arquitectura, una esbelta torre-pantalla sobre un zócalo que congrega todas las salas del museo, el proyecto recuerda a la Lever House, que SOM levantó en Manhattan en 1952. Por eso es, a la vez, atrevido y cauto. Herzog & de Meuron lo describen como “el primer museo asiático de cultura contemporánea visual nacido, junto al edificio, para repensar la inclusión en la historia del arte”. A la lista de superlativos cabe sumar también el del museo más cambiante. No será el propio inmueble, ni su torre de oficinas ni siquiera su jardín en la azotea con vistas al puerto, lo que mutará. Será la fachada de esa torre: 110 metros (por 66 de ancho) de cerámica por un lado y tubos de led por el otro. Desde esa altura, el M+ le hablará al mundo. Y le contará que todo es posible. Construido sobre terrenos ganados al mar en el distrito cultural West Kowloon, ideado por Norman Foster, ¿cómo puede echar raíces un edificio en una tierra desarraigada? Haciendo que hable la luz. “Convertido en espacio público, el museo hablará desde lo alto y a través del arte”, apunta Herzog. “Las raíces no estarán en los cimientos, sino en el neón”.

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