Confieso mi escasa preocupación por la salud de este planeta. La de sus habitantes en cambio me interesa más, por razones de parentesco. De modo que finalmente quiero que el planeta pueda seguir prestándonos servicio el mayor tiempo posible, en tanto no tengamos recambio para él. Como alojamiento deja bastante que desear y puede resultar frecuentemente hostil e imprevisible: para más información pueden preguntarle a los habitantes de La Palma, que están padeciendo un atroz capricho natural. Las zonas más habitables del mundo lo son gracias al ingenioso esfuerzo humano que ha adaptado a nuestras necesidades condiciones en principio peligrosas y por lo general sumamente incómodas. Aún así no estamos ni mucho menos libres de terremotos, tsunamis y epidemias de todo tipo. Si nos entregásemos sin precauciones artificiales a lo natural, la vida humana sería “miserable, pobre, solitaria, atemorizada, brutal, tosca y breve”, como advirtió Hobbes. Por fortuna hemos creado un entorno a nuestra medida, dotado de prótesis que nos ayudan a sobrevivir y mejorar nuestras prestaciones. Claro que es frágil, vulnerable y tiene sus propios inconvenientes: torpemente utilizado hasta lo que más nos protege ―el desarrollo técnico― puede convertirse en amenaza.
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