Se han cumplido seis meses desde que el Ejército birmano, el Tatmadaw, perpetró el golpe de Estado que puso fin a los intentos de transición democrática en Myanmar, iniciados en 2011. El pasado 1 de febrero, las fuerzas militares tomaron el poder de la nación del sureste asiático, zanjando así su desacuerdo con el triunfo electoral del 8 de noviembre de la jefa de gobierno de hecho, Aung San Suu Kyi, y de su partido, la Liga Nacional por la Democracia (NLD, por sus siglas en inglés). A la grave crisis política que se desencadenó desde entonces, se suma la provocada por la acelerada propagación de la covid-19 desde principios de julio en el país, una situación agravada por la escasez de doctores e insumos médicos.
El líder de la junta militar que controla la antigua Birmania desde la asonada, Min Aung Hlaing, anunció el domingo en un discurso televisado de una hora que asumirá el cargo de primer ministro de un nuevo gobierno provisional que sustituye al Consejo de Administración Estatal, el cual ha presidido él mismo desde el golpe. El general reiteró su promesa de celebrar “unas elecciones multipartidistas, justas y libres” cuando finalice el estado de emergencia, que se extenderá hasta agosto de 2023. De ser así, Myanmar habrá estado controlada por los militares durante dos años y medio en lugar de uno, como se indicó en febrero.
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Durante su alocución, Min Aung Hlaing también aprovechó para culpar a los opositores a la junta golpista de ser los responsables del reciente repunte de infecciones de covid-19 y de promover la desinformación del pueblo difundiendo noticias falsas sobre las políticas gubernamentales para contener el brote pandémico a través de las redes sociales, una campaña que etiquetó de “arma de bioterrorismo”.
Desde el 2 de febrero, una marea de manifestaciones pidiendo la liberación de la premio Nobel de la Paz de 1991 ha inundado las calles de las principales ciudades de la nación desafiando la violenta represión de los militares. La Asociación para la Protección de Presos Políticos calcula que 5.474 personas se encuentran detenidas y 945 han sido asesinadas por las fuerzas de seguridad, un caos que ha sumido a Myanmar en una gran inestabilidad y deteriorado su entorno socioeconómico y de seguridad. Las últimas cifras del Banco Mundial no invitan al optimismo, sino que hacen avizorar un futuro marcado por un panorama de incertidumbre similar al del presente: la economía birmana se contraerá más de un 18% en este 2021.
A la tormenta política que azota el país desde inicios de año se suma una terrible crisis humanitaria empeorada por la mala gestión de la pandemia durante una tercera ola de contagios mucho más letal que las anteriores. Gran parte de los integrantes del Movimiento de Desobediencia Civil son trabajadores sanitarios que han abandonado sus puestos como protesta contra la junta y han sido víctimas de detenciones arbitrarias. El sistema sanitario de Myanmar, controlado por los militares, en consecuencia, se encuentra bajo una presión extrema por los estragos causados por el nuevo coronavirus –en especial, la variante delta– y la falta de personal e insumos médicos, principalmente de oxígeno.
La Universidad estadounidense Johns Hopkins calcula que la nación asiática registra más de 302.600 contagios acumulados y más de 9.700 decesos, pero los expertos de salud afirman que las cifras son mucho más elevadas debido a la escasez de pruebas y a que no se contabilizan los enfermos que los hospitales se ven obligados a rechazar.
El último informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura y del Programa Mundial de Alimentos estima que 3,4 millones de personas podrían sufrir inseguridad alimentaria debido a la ralentización económica entre abril y septiembre. Además, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo calcula que casi la mitad de los 55 millones de habitantes de Myanmar podría verse sumida en la pobreza a principios del próximo año. La pérdida de empleos, el alza del precio de los alimentos y combustibles, y la falta de remesas, fuente de ingresos crucial en los hogares birmanos, han tenido un fuerte impacto en el poder adquisitivo de cientos de miles de familias, muchas de las cuales no han tenido otra opción que desplazarse.
Mientras su impopularidad sigue aumentando, el Tatmadaw, en un intento por legitimarse, insiste en que el derrocamiento de la líder de facto el 1 de febrero se ampara en el artículo 417 de la Constitución, que autoriza a las fuerzas armadas a hacerse con el poder si consideran en grave peligro la unidad del Estado. La excusa para hacer realidad el plan golpista fue entonces la presunta reelección amañada de Suu Kyi, que se tradujo en una aplastante victoria del NLD con el 87% de los 476 escaños en el Parlamento en los segundos comicios celebrados en la era de transición democrática. La premio Nobel de 76 años, se encuentra bajo arresto domiciliario y está acusada de siete delitos. Entre los cargos en su contra está el de corrupción, que conlleva penas de hasta 15 años, y el de violar la ley de secretos oficiales, que acarrea un máximo de 14.
En junio, la Asamblea General de la ONU aprobó una resolución que “exhorta a todos los Estados miembros a que eviten la afluencia de armas hacia Myanmar”, que contó con el apoyo de 119 países, la abstención de 36 (entre ellos Rusia, China y algunos miembros de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático) y un único voto en contra de Bielorrusia.
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