Todo nacionalismo lleva dentro la semilla de un narcisismo potencialmente patológico y susceptible de convertirse en ley identitaria invasiva. Su tentación histórica desde el siglo XIX ha sido la fijación de un modelo de ciudadano que prescribe un modo de ser y hasta un modo de sentir. La sociedad española hace ya muchos años que venció mediante el reconocimiento de la pluralidad, la democracia y la misma Constitución esa proclividad a la uniformización moral, religiosa, lingüística y cultural, pero en la discusión pública surge una y otra vez la causa nacional como debate identitario. La historia suele ser ahí parte del arsenal que una sociedad encuentra para reconocerse en el pasado, enorgullecerse de él o, preferiblemente, examinarlo en la forma solvente e informada que demanda el nacionalismo crítico, quizá el único nacionalismo defendible en sociedades cultas y democráticas.
La fiesta nacional del 12 de octubre, en el siglo pasado de la Raza y después de la Hispanidad, ha estado precedida este año de un conjunto de manifestaciones sobre la historia de hace 500 años. Ese pasado remoto se ha hecho presente con la voluntad de utilizarlo políticamente y ha vuelto a salir a la luz la inextricable unión entre el nacionalismo español, la fe cristiana y la presunta misión civilizadora en la expansión hacia América. Las imágenes del buen conquistador estuvieron presentes en las escuelas durante décadas y fueron aceptadas como parte del orden natural de nuestra historia mientras casi nunca la mirada se proyectaba hacia los ecos y legítimas disputas que procedían del otro lado del Atlántico. Aquellas sociedades dejaron de ser legado de un vetusto imperio porque son fundamentalmente el resultado de movimientos de independencia, descolonización, guerras civiles (y entre Estados) y largos periodos convulsos. A Colón, Pizarro, Cortés y otros valientes conquistadores les siguieron, cruzando el océano, millones de emigrantes, trasterrados y exiliados.
Hasta hace poco los pasados coloniales se olvidaban, ocultaban o formaban parte de la mitología de la grandeza nacional. Desde hace unos años ha empezado un cambio cultural en la mayoría de las naciones que fueron grandes imperios: buena parte de la ciudadanía ha dejado de aceptar la visión mitificada sobre las glorias nacionales o se siente incómoda con una representación idealizada de un pasado que siempre tuvo más sangre y fuego que paz y concordia. España no es una excepción y también este nuevo talante ha llegado a la mayoría de la sociedad, aun cuando siga abierto el debate en torno a su historia y el modo de interpretarla. La pluralidad de naciones que actualmente comparten el español como idioma ha respondido a sus conflictos de formas distintas a lo largo de la historia y tampoco ha sido igual la relación de España con ellas. La hispanidad fue un concepto acuñado con intención ideológica, hegemónica y de tintes neocoloniales que hoy apenas sobrevive en la sociedad española. Probablemente, la hispanidad ya no sea otra cosa que un indicador cultural y lingüístico que agrupa experiencias muy dispares y una voluntad común de entendimiento sin revanchas históricas inviables y sin la prepotencia que en otras etapas fue tan común. Esa es parte de la complejidad con que negocian las sociedades democráticas sus tratos con el pasado (conflictivo por definición).
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