Nadie quiere a las mujeres occidentales que dejaron sus países para unirse al ISIS (Estado Islámico de Irak y Siria). En realidad, casi nadie: solo algunos abogados de derechos humanos y, sobre todo, un grupo de kurdas que entienden que esas chicas (la mayoría llegó al califato islamista radical asentado en Siria siendo adolescentes) cayeron en la trampa de una secta. Una de ellas reflexiona ante la cámara en El retorno: la vida después del ISIS, de la documentalista Alba Sotorra (Reus, 40 años): “Con el tiempo descubrí que el Estado Islámico no seguía la esencia del islam, sino que, como cualquier secta, solo quería dinero y poder”. Hoy, en campos kurdos de refugiados hay más de 64.000 mujeres y niños que vivieron en el ISIS, el grupo terrorista fundamentalista yihadista, que se arrogó el protoestado del Califato Islámico en la ciudad de Mosul en 2014. Sus vídeos propagandísticos —ilustrados con decapitaciones y ejecuciones de presos— llamaron la atención en Europa y Norteamérica de muchos jóvenes que se sentían marginados en sus países: ellos se unían como combatientes; ellas, como esposas dispuestas a todo por la victoria. A esas mujeres dedica su última película Sotorra, experta en la zona, como demuestran Game Over (2015) y Comandante Arian (2018). La cineasta ha estado dos años rodando en el campo de al-Roj, al noreste de Siria, dirigido por kurdas y que acoge a más de 1.500 mujeres y niños de 56 países. El filme se estrena dentro del festival DocsBarcelona, que se inaugura este martes, y también puede verse en el apartado en línea que el certamen tiene en la plataforma Filmin.
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Si en Comandante Arian Sotorra mostró la lucha contra el ISIS de un batallón de las YPJ, un cuerpo militar kurdo exclusivamente femenino, ahora cruza de bando: su cámara se ha centrado en un puñado de mujeres canadienses, alemanas, neerlandesas, francesas, británicas y estadounidenses, que en al-Roj son tratadas con el máximo cariño por las kurdas a las que antaño querían convertir o asesinar. “Al inicio me inspiró cómo las kurdas acogen e intentan crear puentes de diálogo con sus enemigas”, recuerda la cineasta. Sotorra filmó durante 720 días a las participantes de un taller “al que, claro, solo se apuntan mujeres que ya han dejado atrás las motivaciones que las llevaron a Siria; en realidad, la mayoría descubrió nada más llegar a Oriente Medio que no eran ni el lugar ni la sociedad que les habían prometido”.
Entre ellas, dos casos mediáticos: la británica Shamima Begum, desposeída por Reino Unido de su nacionalidad, y la estadounidense Hoda Muthana, a la que el mismo Donald Trump, cuando era presidente, prohibió el retorno a su hogar vía Twitter. Ellas y las otras mujeres logran, a través del taller, “expresar por primera vez pensamientos y emociones que no contaban a nadie porque creían en su interior que solo ellas pensaban así; posteriormente tampoco lo verbalizaban por el clima de paranoia en el que se mueven: temen que otra mujer las asesine”. En el documental se muestra, en un campo dividido por zonas según su nacionalidad y radicalización, cómo una integrista asesina a otra mujer y a sus tres hijos en una tienda de campaña. “El proceso ha sido muy largo, por ellas y por mí misma: durante el rodaje de Comandante Arian vi muchas atrocidades, murieron amigas mías. Quería filmar a las creadoras del taller y no a las integrantes, pensaba que no tenían nada que contar”, recuerda Sotorra. Sin embargo, poco a poco se fueron abriendo unas a otras.
Sotorra cree que el documental va más allá del ISIS, también aborda la cuestión de si es posible la reinserción de terroristas y delincuentes. “Hablando con expertos psicólogos, todos subrayan que la reincidencia de estas personas es bajísima. Tras ver tanta violencia, esas mujeres entienden que solo se puede salir adelante con el diálogo y dejando atrás lo que las separa”. Y de paso, lanza a la cara del público otra pregunta: ¿se puede justificar que los países occidentales acepten el retorno de sus hijos, pero rechacen que sus madres puedan volver? “Desde Occidente hay un lavarse las manos constante que tiene que ver con lo impopular del tema. Se piensa que su mejor castigo es que se queden allí y eso es absurdo”, reflexiona. “¿Qué es allí, zonas como el Kurdistán, que sufrieron la violencia del ISIS? ¿Por qué deben responsabilizarse ellos? Además, nadie puede estar en prisión sin antes ser juzgado. Hagamos juicios justos a estas mujeres. Y no nos olvidemos de las decenas de miles de niños”. Hay una generación de chavales que hablan árabe e inglés, pero no kurdo, el idioma de sus profesoras. “Son caldo de cultivo de radicales. Damos argumentos al ISIS. Es urgente repatriar a esas mujeres que, si necesitamos una razón más egoísta, nos ayudarán a entender por qué se fueron, qué las radicalizó. Quieren ser útiles”.
Shamima, Hoda, Widad, Hafida, Nawal y Kimberly son algunas de ellas. “Viven sumidas en un magma de culpa, saben lo difícil de su vuelta a casa, pero no ansían otra cosa”, insiste Sotorra. En pantalla (que no ante medios de comunicación, sus abogados les han insistido en no hacerlo) hablan de sus maridos muertos o hechos prisioneros, de sus hijos fallecidos (Begum ha perdido a los tres que ha tenido), y solo se les ilumina la cara cuando imaginan lo primero que harían al volver a su país de origen. Como muchas otras adolescentes europeas, quieren “comer 10 hamburguesas” o “devorar un bocata de albóndigas del Subway”. En el ISIS llegó a haber 170.000 extranjeras, de las cuales quedan hoy unas 12.000 mujeres occidentales. También españolas, como bien ha contado Natalia Sancha en EL PAÍS. Sotorra espera que su película sirva para algo: “Sigo en contacto con mis protagonistas, y sienten cada vez mayor desesperanza. Nada se mueve, nada cambia en ese limbo en el que han quedado”.
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